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Otro hombre habló.

– De acuerdo, mataremos a Lockhart, pero, por el amor de Dios, Bob, dejemos con vida al agente del FBI.

Thornhill negó con la cabeza.

– Es demasiado arriesgado. Sé que matar a un colega es más que lamentable, pero si eludiésemos nuestra misión ahora cometeríamos un error irreparable. Ya sabes cuánto hemos invertido en esta operación. No podemos fracasar.

– Maldita sea, Bob -protestó el primer hombre-, ¿sabes qué pasará si el FBI averigua que hemos acabado con uno de los suyos?

– Si no somos capaces de guardar un secreto así, entonces será mejor que nos dediquemos a otra cosa -espetó Thornhill-. No es la primera vez que deben sacrificarse vidas.

Otro miembro del grupo se inclinó hacia adelante. Era el más joven. No obstante, se había ganado el respeto del grupo gracias a su inteligencia y a su habilidad para ejercer la crueldad más absoluta.

– De momento, sólo hemos contemplado la opción de matar a Lockhart para impedir que el FBI investigue a Buchanan. ¿Por qué no acudimos al director del FBI y le pedimos que ordene a su equipo que abandone la investigación? Así nadie tendría que morir.

Thornhill miró al joven con una expresión de decepción.

– ¿Y cómo propondrías que explicáramos al director del FBI por qué deseamos que haga algo así?

– Podríamos contarle algo parecido a la verdad -repuso el joven-. Incluso en el mundo de los agentes secretos a veces cabe la verdad, ¿no?

Thornhill sonrió afectuosamente.

– Entonces, debería decirle al director del FBI, a quien, por cierto, le encantaría vernos convertidos en piezas de museo, que deseamos que detenga una investigación que es en potencia un auténtico éxito a fin de que la CIA pueda recurrir a medios ilegales para sacarle ventaja a su oficina. Brillante. ¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? ¿Y en qué cárcel te gustaría cumplir tu condena?

– ¡Por Dios, Bob, ahora colaboramos con el FBI! Ya no estamos en 1960. No te olvides del CCT.

El CCT era el Centro Contra el Terrorismo, un esfuerzo de cooperación entre la CIA y el FBI, que se comprometían a compartir información y recursos para combatir el terrorismo. Todos los que habían participado en el mismo lo consideraban una experiencia de lo más fructífera y eficaz. En opinión de Thornhill, se trataba de otra treta del FBI para entrometerse en los asuntos de la CIA.

– Mi participación en el CCT es modesta -afirmó Thornhill-. Creo que ofrece una posición privilegiada para vigilar al FBI y sus planes, que no suelen ser beneficiosos para nuestros intereses.

– Vamos, Bob; todos jugamos en el mismo equipo. Thornhill miró de hito en hito al joven con tal intensidad que los demás se quedaron petrificados.

– Te exijo que jamás vuelvas a pronunciar esas palabras en mi presencia -ordenó.

El joven palideció y se reclinó en la silla.

Thornhill apretó la pipa entre los dientes.

– ¿Quieres que te dé ejemplos en los que el FBI se lleva el mérito y la gloria de los trabajos realizados por nuestra agencia? ¿De la sangre derramada por nuestros agentes de campo? ¿De las incontables ocasiones en las que hemos salvado el mundo de la destrucción? ¿De cómo manipulan las investigaciones para aplastar a los demás y aumentar su presupuesto inflado? ¿Quieres que te hable de todas las veces en que, durante mis treinta y seis años de carrera, el FBI hizo cuanto pudo para desacreditar nuestras misiones y a nuestros agentes? ¿Quieres que lo haga? -El joven negó despacio con la cabeza, fulminado por la mirada de Thornhill-. Me importa un comino que el director del FBI venga aquí, me bese los zapatos y me jure lealtad eterna; no daré mi brazo a torcer. ¡Jamás! ¿Me he expresado con claridad?

– Perfecamente -respondió el joven, pugnando por no sacudir la cabeza en señal de desconcierto. Todos los presentes, excepto Robert Thornhill, sabían que las relaciones entre el FBI y la CIA eran buenas. Aunque en ocasiones se mostraba torpe en las investigaciones conjuntas ya que disponía de más recursos que nadie, el FBI no había acometido una caza de brujas para acabar con la Agencia. Sin embargo, los hombres reunidos en la sala también eran conscientes de que Robert Thornhill creía que el FBI era su peor enemigo. Por otro lado, también sabían que Thornhill había orquestado, hacía va varias décadas, varios asesinatos autorizados por la Agencia con gran celo y astucia. ¿Por qué contrariar a un hombre así?

– Pero si matamos al agente, ¿no crees que el FBI emprenderá una cruzada para descubrir la verdad? -terció otro de los hombres-. Disponen de recursos suficientes para arrasar la Tierra. Por muy buenos que seamos, jamás seremos tan fuertes como ellos. Entonces, ¿cuál es nuestra situación?

Varios de los presentes resoplaron. Thornhill echó un vistazo alrededor con recelo. El grupo de hombres representaba una alianza más bien precaria. Eran tipos paranoicos e inescrutables acostumbrados a reservarse su opinión. Lo cierto era que unirlos a todos había sido un auténtico milagro.

– El FBI hará sin duda cuanto esté en su mano para aclarar el asesinato de uno de sus agentes y de la principal testigo de una de sus investigaciones más ambiciosas hasta la fecha. Así que lo que propongo es ofrecerles la solución que queremos que encuentren. -Los presentes lo miraron con curiosidad. Thornhill sorbió agua del vaso y se tomó un minuto para preparar la pipa-. Tras ayudar durante varios años a Buchanan en la operación, la conciencia de Faith Lockhart, el sentido común o su paranoia pudieron más que ella. Acudió al FBI y les contó todo lo que sabía. Gracias a mi previsión, nos fue posible descubrirlo. No obstante, Buchanan ignora por completo que su compañera lo ha traicionado. Tampoco sabe que tenemos la intención de matarla. Sólo nosotros lo sabemos. -Thornhill se felicitó para sus adentros por la última observación. La omnisciencia le sentaba bien; al fin y al cabo, ése era su terreno-. El FBI, sin embargo, podría sospechar que él sabe que ella lo ha traicionado o que lo descubrirá tarde o temprano. Por lo tanto, para el observador externo, Da

– Entonces, ¿cuál es tu plan? -insistió el otro hombre.

– Mi plan -respondió Thornhill con brusquedad- es bien sencillo. En lugar de permitir que Buchanan desaparezca, avisamos al FBI que él y sus clientes han descubierto la duplicidad de Lockhart y que han asesinado tanto a ella como al agente.

– Pero cuando atrapen a Buchanan, éste se lo contará todo -se apresuró a replicar el hombre.

Thornhill lo miró como un profesor decepcionado miraría a un alumno. Durante el último año, Buchanan les había facilitado todo cuanto habían necesitado; oficialmente, había dejado de ser imprescindible.

El grupo, poco a poco, cayó en la cuenta.

– Entonces avisamos al FBI «póstumamente». Tres muertes. No, tres asesinatos -dijo otro hombre.

Thornhill recorrió la sala con la vista, ponderando en silencio la reacción de los presentes ante su plan. A pesar de que se habían mostrado reacios a acabar con la vida de un agente del FBI, sabía que para estos hombres tres muertes no significaban nada. Eran de la vieja escuela, que comprendía a la perfección que, en ocasiones, los sacrificios eran necesarios. Lo que hacían para ganarse la vida solía implicar desde luego la muerte de otras personas; sin embargo, sus operaciones también habían evitado guerras declaradas. Matar a tres para salvar a tres millones, ¿a quién se le ocurriría oponerse, aunque las víctimas fueran relativamente inocentes? Los soldados que morían en el campo de batalla también eran inocentes. Thornhill creía que la acción encubierta, que en los círculos del espionaje recibía el curioso nombre de «tercera opción», la que se encontraba entre la diplomacia y la guerra declarada, era la que permitía demostrar la valía de la CIA, aunque también había supuesto algunos de sus mayores desastres. Al fin y al cabo, sin riesgo no existía la posibilidad de alcanzar la gloria. Ése sería un buen epitafio para su lápida.

Thornhill no organizó una votación formal; era i