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Con un movimiento ágil enganchó Ingenio en el cinturón para que colgara sin impedimentos. Miró la llave, y la hizo girar atento al sonido que escucharía a continuación, los rápidos pitidos del sistema de seguridad que avisaban del inminente desastre para el intruso si no suministraba el código correcto en el tiempo asignado y no una milésima de segundo más tarde.
Se quitó los guantes de cuero negro y se puso otros de plástico con una segunda capa de guata en las puntas de los dedos y las palmas. No tenía el hábito de dejar atrás ninguna prueba. Luther inspiró con fuerza y abrió la puerta. Le saludaron los pitidos insistentes del sistema de seguridad. Entró en el enorme recibidor y se enfrentó al panel de alarma.
El destornillador eléctrico giró en silencio; Luther recogió los seis tornillos y los guardó en una bolsa sujeta al cinturón. Los cables conectados a Ingenio resplandecieron con el rayo de luz de la luna que se filtraba por la ventana junto a la puerta, y entonces Luther comenzó a buscar como un cirujano en el pecho de un paciente, encontró el punto correcto, conectó las pinzas en el lugar, y después encendió el ordenador.
Desde el otro lado del recibidor, le miraba un ojo encendido. El detector de infrarrojos ya tenía registrado el patrón térmico de Luther. A medida que corrían los segundos, el aparato esperaba pacientemente que el «cerebro» del sistema de alarma decidiera si el intruso era amigo o enemigo.
A una velocidad que el ojo no podía seguir, los números parpadearon en la pantalla ámbar de Ingenio ; el tiempo corría en una pequeña ventana en la esquina superior derecha de la pantalla.
Pasaron cinco segundos y entonces los números 5, 13, 9, 3 y 11 aparecieron en la pantalla de Ingenio y quedaron fijos.
Se interrumpió el pitido en cuanto se desactivó el sistema de alarma, la luz roja se apagó, en su lugar apareció otra verde, y Luther se encontró con el paso expedito. Quitó los cables, atornilló la tapa, guardó el equipo en la mochila y después cerró la puerta.
El dormitorio principal estaba en el tercer piso. Había un ascensor a mano derecha en el vestíbulo, pero Luther optó por las escaleras. Cuanto menos dependiera de algo que no tenía bajo control, mejor. Quedarse encerrado en un ascensor durante semanas no era parte del plan de trabajo.
Miró el detector en una esquina del techo que parecía sonreír con su gran boca rectangular; ahora descansaba. Se dirigió hacia las escaleras.
El dormitorio principal no estaba cerrado. Sacó la linterna y dedicó un momento a echar un vistazo. El ojo verde de un segundo panel de seguridad brillaba junto a la puerta del dormitorio.
La casa la habían construido en los últimos cinco años. Luther había consultado el registro, incluso había tenido acceso a una copia de los planos en la oficina del comisionado de planificación y urbanismo. La construcción era tan grande que había necesitado una autorización especial, como si alguna vez el ayuntamiento se hubiese opuesto a los deseos de los ricos.
No había ninguna sorpresa en los planos. Era una casa enorme y bien hecha, que valía los millones de dólares que el propietario había pagado en efectivo por ella.
Luther ya había visitado la casa en una ocasión anterior, a plena luz del día y con gente por todas partes. Había estado en este mismo salón y visto todo lo que necesitaba. Por eso estaba esta noche allí.
Una corona dorada de veinte centímetros de altura le contempló mientras se arrodillaba junto a la enorme cama con dosel. A un costado de la cama había una mesa de noche con un pequeño reloj de plata, la última novela romántica y un pesado abrecartas antiguo de plata con empuñadura de cuero.
Todo en el lugar era grande y caro. Había tres armarios empotrados, cada uno del tamaño de la sala de estar de Luther. Dos estaban ocupados por ropas de mujer, zapatos, bolsos y los demás complementos femeninos en los que alguien podía racionalmente o no gastarse el dinero. Luther observó con una mirada irónica las fotos sobre la mesa de noche dónde aparecían la veinteañera «mujercita de la casa» junto al marido setentón.
Había loterías de todas clases en el mundo, y no todas las administraba el gobierno.
Varias de las lotos mostraban los encantos de la señora de la casa al máximo, y una rápida inspección al armario reveló que su gusto en materia de ropas era claramente vulgar y de mal gusto.
Observó el espejo de cuerpo entero, estudió las tallas del marco y después revisó los costados de éste. Era un marco muy pesado que, al parecer, estaba encastrado en la pared. Pero Luther sabía que las bisagras estaban ocultas en los rebajos apenas visibles a quince centímetros del suelo y de la parte superior.
Luther volvió a mirar el espejo. Hacía un par de años había visto un modelo como este, aunque entonces no había pensado vaciarlo. Pero no podía pasar por alto un segundo tesoro sólo porque tenía otro a mano; este segundo tesoro le habría reportado unos cincuenta dólares. El botín que había al otro lado de este espejo sería diez mil veces mayor.
Con una palanca y fuerza bruta podía descerrajar el cierre oculto en el marco pero le llevaría un tiempo precioso. Y, sobre todo, dejaría señales de que el lugar había sido robado. Aunque se suponía que la casa estaría vacía durante varias semanas, nunca se sabía. Cuando saliera de Coppers no habría ninguna evidencia de que hubiera estado allí. Incluso a su regreso, los dueños quizá no entrarían en la caja fuerte durante algún tiempo. En cualquier caso, no era necesario coger el camino más duro.
Se acercó a paso rápido al televisor que estaba junto a una de las paredes de la enorme habitación. El sector estaba arreglado como una sala de estar con sillones de cretona a juego con las cortinas y una mesa de centro grande. Luther miró los tres mandos a distancia que había sobre la mesa. Uno correspondía al televisor, el otro al vídeo y el tercero le reduciría el trabajo de la noche en un noventa por ciento. Todos llevaban el nombre de la marca, los tres eran muy parecidos, pero una prueba rápida demostró que dos hacían funcionar los respectivos aparatos y el tercero no.
Volvió a cruzar el dormitorio, apuntó el mando al espejo y apretó el único botón rojo, situado en la parte inferior. En cualquier otro mando, esta acción correspondía a grabación. En cambio, esta noche y aquí significaba que el banco abría las puertas para un único y muy afortunado cliente.
Luther observó la apertura de la puerta, que giró sin ruido sobre los goznes, que no necesitaban mantenimiento. Por puro hábito dejó el mando en el mismo lugar donde lo había cogido, sacó una bolsa de la mochila y entró en la caja fuerte.
Mientras alumbraba el interior de la cámara acorazada que media casi dos metros por dos le sorprendió ver un sillón en el centro. En uno de los brazos había otro mando a distancia, una medida de seguridad por si alguien se quedaba encerrado por accidente. Entonces se fijó en las estanterías.
Primero metió en la bolsa los fajos de billetes, después el contenido de las cajas que a todas luces no eran joyas de fantasía. Luther contó casi doscientos mil dólares en bonos negociables, dos cajas pequeñas de monedas antiguas y otra de sellos de correo, incluido uno con una figura invertida que le dejó sin aliento cuando lo vio. No hizo caso de los cheques y las cajas llenas de documentos; para él no tenían ningún valor. En total había recogido un botín de unos dos millones de dólares, quizá más.
Echó otra ojeada, por si acaso se le hubiese pasado algo por alto. Las paredes eran gruesas, supuso que a prueba de incendios. El lugar no era estanco; el aire era fresco, no rancio. Cualquiera podía quedarse encerrado aquí durante días.
La limusina circulaba a gran velocidad por el camino, escoltada por una furgoneta. Los conductores de los vehículos debían ser muy expertos dado que no llevaban los faros encendidos.
En la parte de atrás de la limusina se sentaban un hombre y dos mujeres. Una, casi borracha, hacía todo lo posible por desvestir al hombre y a sí misma, a pesar de la suave resistencia que oponía la víctima.
La otra mujer sentada delante de la pareja mantenía los labios apretados y hacía ver que no tenía ningún interés en aquel espectáculo ridículo, que incluía muchas risitas infantiles y abundantes jadeos, aunque en realidad no, se perdía detalle. Mantenía la mirada en la agenda abierta sobre la falda, donde las citas y las notas peleaban entre sí por el espacio y la atención del hombre que tenía delante. Él, por su parte, aprovechó la oportunidad de que su pareja se estaba quitando los zapatos de tacón alto para servirse otra copa. Su resistencia al alcohol era legendaria. Podía beber el doble de lo que había bebido esta noche y seguir tan fresco, sin impedimentos en el habla ni en las funciones motoras, algo fatal para un hombre en su posición.
Ella le admiraba por ser como era, con sus obsesiones y sus vulgaridades, al tiempo que era capaz de proyectar una imagen al mundo de fuerza y pureza, incluso de grandeza. Lo adoraban todas las mujeres de América, estaban enamoradas de su gallardía, de su seguridad, y también por lo que representaba para cada una de ellas. Y él devolvía esa admiración universal con una pasión que, aunque equivocada, no dejaba de asombrarle.
Por desgracia, esa pasión nunca apuntaba hacia ella a pesar de los sutiles mensajes, los roces prolongados más allá de lo debido, las referencias sexuales en las sesiones de estrategia y las maniobras que hacía por las mañanas para que él la viera con su mejor aspecto.
Pero hasta que llegara ese momento -y no dejaba de repetirse que acabaría por llegar- debía tener paciencia.
Miró a través de la ventanilla. Esto se prolongaba demasiado; estropeaba todo lo demás. Hizo una mueca de disgusto.
Luther oyó la entrada de los vehículos en el camino de la casa. Corrió hasta una de las ventanas y observó el recorrido de la furgoneta que aparcó detrás de la casa donde quedaba oculta de las miradas. Vio bajar a cuatro personas de la limusina y otra de la furgoneta. Pensó en quiénes podían ser. Era un grupo demasiado pequeño para ser los propietarios de la casa. Demasiados para ser alguien que sólo venía a echar una mirada. No alcanzaba a verles las caras. Por un instante, Luther pensó en si la casa estaba destinada a ser saqueada dos veces en una misma noche. Pero era una coincidencia demasiado grande. En este negocio, como en cualquier otro, se jugaba por porcentajes. Además, los ladrones no se presentaban a robar vestidos con atuendos más propios de una velada de gala.