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Mantuvo las manos apoyadas sobre el volante mientras el coche, con los faros apagados, rodaba un par de metros más y se detenía. Se oyó el ruido de la grava aplastada por los neumáticos y después le envolvió el silencio. Se tomó un momento para habituarse al entorno antes de sacar los viejos y muy usados binoculares de visión nocturna. Hizo girar la ruedecilla poco a poco hasta enfocar la casa. Sin prisas, se acomodó mejor en el asiento. A su lado tenía una mochila. El interior del coche se veía viejo pero limpio.
El auto también era robado, y de un lugar un tanto inverosímil.
Un par de palmeras diminutas colgaban del espejo retrovisor. Una sonrisa severa apareció en su rostro mientras las miraba. Quizá muy pronto estaría en un país de palmeras. Aguas tranquilas, azules, transparentes, puestas de sol espectaculares, levantarse tarde por la mañana. Tenía que bajarse del coche. Era la hora. Aunque se había repetido lo mismo cien veces, esta vez estaba seguro.
Con sesenta y seis años, Luther Whitney ya tenía edad para jubilarse: de hecho, estaba afiliado a la asociación americana de jubilados y pensionistas. A esta edad la mayoría de los hombres habían iniciado una segunda carrera como abuelos, criadores a tiempo parcial de los hijos de sus hijos, cuando las articulaciones cansadas se posaban con cuidado en el sillón favorito y las arterias acaban por cerrarse del todo con el coágulo de los años.
Luther sólo había tenido una carrera en toda su vida: forzar la entrada de las casas y locales de otras personas, a ser posible durante la noche, como ahora, y arramblar con todo lo que pudiera cargar.
Aunque era un fuera de la ley, Luther nunca había disparado un arma o arrojado un cuchillo impulsado por la furia o el miedo, excepto en su participación en una guerra bastante confusa librada en una región donde las dos Coreas estaban unidas por la cadera. Y los únicos puñetazos que había repartido había sido en los bares, y sólo en defensa propia cuando la cerveza convertía a los hombres en más valientes de lo que eran.
Luther sólo tenía un criterio a la hora de escoger a las víctimas: robaba a aquellos que podían permitirse el lujo de ser despojados. Se consideraba a sí mismo como uno más en las legiones de personas que le hacían la pelota a los ricos para convencerlos de que compraran cosas que no necesitaban.
Buena parte de sus sesenta y pico de años los había pasado en diferentes penitenciarías de seguridad media y alta a lo largo de la costa Este. Como piedras colgadas del cuello, tenía en su haber tres condenas anteriores por robo en tres estados diferentes. Le habían quitado años de su vida. Años importantes. Pero ahora ya no podía hacer nada al respecto.
Había perfeccionado sus habilidades hasta un punto donde las posibilidades de una cuarta condena eran mínimas. No había nada oculto en lo que ocurriría si lo pillaban otra vez: le condenarían a veinte años. A su edad, veinte años era una condena a muerte. Más valía que le electrocutaran, que era la manera elegida por la mancomunidad de Virginia para acabar con los malhechores más contumaces. Los ciudadanos de este vasto estado histórico eran en su gran mayoría personas temerosas de Dios, y la religión, basada en la idea de la igualdad de la retribución, exigía con firmeza el pago definitivo. La mancomunidad era la tercera en condenas a muerte, y los líderes, Texas y Florida, compartían los sentimientos morales de la hermana sureña. Pero no por robo; incluso los buenos virginianos tenían un límite.
Sin embargo, a pesar del riesgo, era incapaz de apartar la mirada de la casa, aunque lo correcto era calificarla de mansión. Le había fascinado durante meses. Esta noche se acabaría la fascinación.
Middleton. Virginia. Un viaje de cuarenta y cinco minutos en coche en dirección oeste por una carretera recta como una flecha desde Washington, D. C., Región de grandes fincas, coches Jaguar, y caballos cuyos precios eran suficientes para alimentar a los inquilinos de un edificio de pisos en el centro de la ciudad durante un año. Las casas en esta zona disponían de terrenos tan grandes y de tanto esplendor como para merecer nombre propio. La ironía del nombre de su objetivo, Coppers [polizones (N. del T. )], no le pasó inadvertida.
La descarga de adrenalina que acompañaba cada trabajo era insuperable. Imaginaba que se parecía en algo a lo que sentía el bateador mientras trotaba despreocupado de base en base, tomándose todo el tiempo del mundo, después de que la pelota acabara de aterrizar fuera del estadio. La multitud de pie, cincuenta mil pares de ojos clavados en un solo ser humano, todo el aire del mundo concentrado en un solo lugar, y de pronto desplazado por el arco de un glorioso golpe de bate.
Luther echó una larga ojeada al terreno. Su mirada aguda sólo vio alguna que otra luciérnaga, nada más. Escuchó por un momento el canto de las cigarras y después el coro se convirtió en un ruido de fondo, tan omnipresente para toda persona que acostumbraba a vivir en la zona.
Arrancó otra vez, condujo el coche unos metros más por la carretera a oscuras y entró marcha atrás por un sendero de tierra que acababa en un bosquecillo de árboles muy altos y gruesos. Se cubría el pelo canoso con una gorra de esquí negra. Llevaba el rostro curtido pintado de negro con crema de camuflaje; los ojos verdes brillaban por encima de una mandíbula firme y fuerte como la roca. La carne que cubría su esqueleto enjuto se mantenía tan firme como siempre. Parecía el comando que había sido una vez. Luther se apeó del coche.
En cuclillas detrás de un árbol espió el objetivo. Coppers, como muchas otras fincas rurales que no eran explotaciones agrícolas o cuadras, tenía un gran portón de hierro forjado entre dos columnas de ladrillos, pero carecía de cercado. Se podía acceder a la propiedad directamente desde la carretera o los bosques cercanos. Luther entró desde el bosque.
Tardó dos minutos en llegar al límite del maizal adyacente a la casa. Era obvio que el dueño no necesitaba cultivar verduras, pero al parecer había adoptado a fondo el papel de caballero rural. Luther no tenía motivos de queja, ya que le facilitaba un atajo oculto casi hasta la puerta.
Esperó un momento y después desapareció en la espesura del maizal.
El suelo estaba casi limpio y las zapatillas no hacían ningún ruido, algo muy importante, porque aquí cualquier sonido llegaba muy lejos. Mantuvo la vista al frente; los pies, después de mucha práctica, escogían con gran cuidado el camino entre las hileras, y compensaban las pequeñas diferencias del terreno. El aire de la noche era fresco después del calor sofocante de otro verano de agobio, pero no lo suficiente para transformar el aliento en nubecillas de vapor que podían ser vistas de lejos por ojos inquietos o insomnes.
Luther había cronometrado esta operación varias veces durante el mes pasado, y siempre se había detenido en el borde del maizal antes de entrar en el prado y pasar a la tierra de nadie. Había repasado centenares de veces cada uno de los detalles hasta que el guión exacto de cada movimiento, pausa y nuevo movimiento se había grabado en su mente y en sus músculos.
Se puso en cuclillas donde comenzaba el prado y echó otra larga ojeada; no hacía falta apresurarse. No había perros a los que temer, algo muy importante. Un humano, por muy joven y preparado que estuviera, no corría más rápido que un perro. Pero era el ruido lo que helaba la sangre de hombres como Luther. No había un sistema de seguridad en el perímetro de la finca, sin duda para evitar las i
Los guardias de seguridad privados habían pasado por allí treinta minutos antes. Se suponía que los clones de poli debían variar las rutinas y pasar por los sectores de vigilancia cada hora. Pero después de un mes de observaciones, Luther había descubierto la pauta que seguían. Disponía como mínimo de tres horas antes que hicieran la siguiente ronda. No necesitaba ni la mitad de ese tiempo para hacer el trabajo.
La oscuridad era total, y unos arbustos muy espesos, los mejores amigos de los ladrones, se apretaban contra la entrada de ladrillos como un nido de avispas a la rama de un árbol. Miró cada una de las ventanas de la casa: todas estaban oscuras, todas en silencio. Dos días antes había presenciado la marcha de la caravana que transportaba a los ocupantes de la casa en dirección sur, y había tomado debida nota de los integrantes. La mansión más próxima estaba casi a cuatro kilómetros de distancia.
Inspiró con fuerza. Lo había planeado todo, pero en este negocio, la única pega era que nunca podías preverlo todo.
Aflojó los tirantes de la mochila y después cruzó el prado con pasos rápidos y largos; en diez segundos se encontraba delante de la sólida puerta de madera reforzada con acero y dotada de una cerradura que pasaba por ser la mejor del mercado. Nada de esto le preocupaba en lo más mínimo.
Sacó una copia de la llave del bolsillo y la insertó en la cerradura, aunque no la hizo girar.
Esperó unos segundos. Después se quitó la mochila y se cambió los zapatos para no dejar huellas de barro. Preparó el destornillador eléctrico, que le permitiría abrir la tapa diez veces más rápido que a mano.
Lo siguiente que sacó de la mochila pesaba exactamente ciento sesenta y ocho gramos, era un poco más grande que una calculadora de bolsillo y aparte de su hija era la mejor inversión que había hecho en toda su vida. Bautizada con el nombre de Ingenio por su dueño, el pequeño artilugio había ayudado a Luther en sus tres últimos trabajos sin el menor fallo.
Luther ya conocía los cinco dígitos del código de seguridad de la casa y los había introducido en el ordenador. Ignoraba la secuencia correcta, pero ese obstáculo lo salvaría el pequeño compañero de metal, cables y microchips si quería evitar el aullido estridente de las cuatro sirenas instaladas en las esquinas de esta fortaleza de mil metros cuadrados que estaba invadiendo. Después seguiría la llamada a la policía efectuada por un ordenador anónimo al que se enfrentaría en unos segundos. La casa también contaba con ventanas sensibles a la presión, detectores en el suelo y sellos magnéticos en las puertas. Todo esto no serviría de nada si Ingenio leía correctamente la secuencia del código del sistema.