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Nick frunció el ceño.

– ¿Has tenido que sacar esto a través de seguridad?

– Sí. Hay más, pero no he podido verlo. He descubierto que los de inteligencia tienen una carpeta sobre tu hombre.

Nick abrió la carpeta y miró con incredulidad. Lo que veía suscitaba más preguntas que nunca, preguntas para las que no parecía haber respuestas.

– ¿Qué demonios significa eso? -murmuró.

– Por eso no podías encontrar nada sobre Geoffrey H. Fontaine -dijo Tim-. Hasta hace un año, no existía.

Nick apretó la mandíbula.

– ¿Puedes conseguirme más cosas?

– Eh, creo que estamos entrando en el territorio de otros. Y los muchachos de la CIA pueden ponerse nerviosos.

– Pues que me demanden -comentó Nick, al que no era fácil intimidar con la CIA después de haber conocido a muchos agentes incompetentes-. Además, solo cumplo con mi deber. No olvides a la viuda.

– Pero este tema se complica bastante.

– Nada con lo que tú no puedas.

Tim sonrió.

– ¿Qué pasa? ¿Te estás volviendo detective?

– No, solo curioso -miró el montón de papeles de su mesa. La mayoría basura burocrática. El veneno de su existencia… pero había que hacerlo. El caso Fontaine resultaba distraído. Miró a su amigo.

– Eh, ¿por qué no buscas algo sobre la viuda? Sarah Fontaine. Puede que eso nos lleve a algún sitio.

– ¿Por qué no lo haces tú?

– Porque tú eres el que tiene mucho acceso a los ordenadores.

– Sí, pero tú tienes a la mujer -Tim señaló hacia la puerta-. La secretaria estaba anotando su nombre. Sarah Fontaine está sentada en tu sala de espera en este momento.

La secretaria era una mujer adulta de pelo gris, ojos azules y una boca que parecía formar constantemente dos líneas rectas. Levantó la vista de la máquina de escribir solo el tiempo suficiente para tomar el nombre de Sarah e indicarle un sofá cercano.

Encima de una mesita situada al lado del sofá había un montón de revistas y algunos ejemplares del Asuntos Exteriores y la Revista de la Prensa Mundial, que llevaban todavía las etiquetas con el nombre de su destinatario: Doctor Nicholas O'Hara.

La secretaria siguió con la máquina de escribir y Sarah se hundió en los cojines del sofá y se miró las manos, que colocó sobre el regazo. Todavía no había vencido la gripe y se sentía desgraciada y con frío. Pero en las últimas diez horas se había formado un vacío a su alrededor, un escudo protector que hacía que lo que veía y oía le pareciera muy lejano. Hasta el dolor físico resultaba extrañamente apagado. Esa mañana se había golpeado un dedo en la ducha y solo había percibido una especie de latido distante.

La noche anterior la había vencido el dolor al colgar el teléfono. Ahora solo estaba aturdida. Bajó la vista y notó por primera vez lo mal que se había vestido… la ropa no combinaba entre sí. Sin embargo, a un nivel inconsciente, había optado por prendas que la consolaban: su falda gris de lana favorita, un jersey viejo, zapatos planos marrones para andar. La vida se había vuelto temible de repente y necesitaba el consuelo de lo familiar.

Sonó el interfono de la secretaria y se oyó una voz.

– ¿Angie? Haga pasar a la señora Fontaine.

– Sí, señor O'Hara -Angie hizo una seña a Sarah-. Ya puede entrar.

La joven se subió las gafas, se puso en pie y entró en el despacho. Al cruzar la puerta, se detuvo sobre la alfombra gruesa y miró con calma al hombre del otro lado de la mesa.

Estaba de pie ante la ventana. Por ella entraba un sol cegador que al principio solo le dejó ver su silueta. Era alto y esbelto, y sus hombros se inclinaban levemente hacia adelante; parecía cansado. Se apartó de la ventana y fue a su encuentro. Su camisa azul estaba arrugada y se había aflojado la corbata.

– Señora Fontaine -dijo-. Soy Nick O'Hara.

Le tendió la mano en un gesto que Sarah encontró demasiado automático, un formalismo que sin duda usaba con todas las viudas. Pero su apretón era firme. Giró hacia la ventana y la luz cayó de lleno en su rostro. La joven vio rasgos largos, delgados, una mandíbula angulosa y una boca sobria. Calculó que estaría en torno a los cuarenta. Su cabello castaño oscuro blanqueaba en las sienes. Bajo sus ojos marrones se veían ojeras.

Se sentó en la silla que él le señalaba y vio por primera vez que había una tercera persona en la estancia, un hombre de gafas y barba oscura que estaba sentado, en silencio. Lo había visto pasar antes por recepción.

Nick se apoyó en el borde de la mesa y la miró.

– Siento mucho lo de su marido, señora Fontaine -dijo con gentileza-. Una noticia terrible, lo sé. La mayoría de las personas no nos creen cuando llamamos. A usted quería verla porque tengo preguntas pendientes. Y supongo que usted también -señaló al hombre de la barba con la cabeza-. ¿No le importa que escuche el señor Geenstein, ¿verdad?

La joven se encogió de hombros.

– Los dos somos funcionarios -siguió Nick-. Yo en temas consulares y él en la división de apoyo técnico.

– Entiendo -se estremeció. Volvía a tener escalofríos y le dolía la garganta. Se preguntó por qué hacía tanto frío en las oficinas del Gobierno.

– ¿Está usted bien, señora?

La mujer miró a Nick con aire miserable.

– Hace frío aquí.

– ¿Quiere una taza de café?

– No, gracias. Por favor, solo quiero saber lo de mi esposo. Aún no puedo creerlo, señor O'Hara. No dejo de pensar que hay un error.

El hombre asintió comprensivo.

– Es una reacción común.

– ¿De verdad?

– Negarlo. Todo el mundo pasa por ello.

– Pero usted no pide a todas las viudas que vengan a su despacho, ¿verdad? Tiene que haber algo diferente en Geoffrey.

– Sí -admitió él-. Lo hay.

Se volvió y tomó una carpeta de su mesa.

De ella sacó una página cubierta de anotaciones.

– Después de hablar con usted, llamé a nuestro consulado en Berlín, señora Fontaine. Lo que me dijo anoche me impulsó a comprobar de nuevo los hechos -hizo una pausa y ella lo miró con expectación-. Hablé con Wes Corrigan, nuestro cónsul en Berlín. Y esto fue lo que me dijo -miró sus anotaciones-. Ayer a las ocho de la tarde un hombre llamado Geoffrey Fontaine llegó al hotel Regina. Pagó con cheques de viaje y enseñó su pasaporte. Unas cuatro horas después, a medianoche, los bomberos respondieron a una llamada del hotel. La habitación de su esposo estaba en llamas. Cuando consiguieron controlar el fuego, la estancia estaba completamente destruida. La explicación oficial fue que se había quedado dormido fumando en la cama. Me temo que el cuerpo de su marido quedó irreconocible.

– ¿Entonces cómo pueden estar seguros de que era él? -preguntó Sarah, que hasta ese instante escuchaba con desesperación creciente-. Alguien pudo robarle el pasaporte.

– Déjeme terminar, señora.

– Pero acaba de decir que no pudieron identificar el cuerpo.

– Intentemos ser lógicos.



– Ya soy lógica.

– Mire, es normal que las viudas se aferren a cualquier posibilidad, pero…

– Todavía no estoy convencida de ser viuda.

El hombre levantó las manos con frustración.

– Vale, vale, examinemos las pruebas. Primera, en su cuarto encontraron un maletín. Era de aluminio, resistente al fuego.

– Geoffrey no tenía nada así.

– El contenido sobrevivió al incendio. El pasaporte de su marido estaba dentro.

– Pero…

– Luego está el informe del forense. La altura del cuerpo es la misma que la de su esposo.

– Eso no significa nada.

– Y por fin…

– Señor O'Hara…

– Y por fin -siguió él, con fuerza repentina- tenemos una última prueba. Algo que encontraron en el cuerpo. Una alianza. La inscripción se leía todavía: Sarah 2-14 -levantó la vista de la página-. Es la fecha de su boda, ¿verdad?

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas. Bajó la cabeza en silencio. Las gafas resbalaron por su nariz y cayeron sobre su regazo. Nick O'Hara le tendió una caja de Kleenex.

– Use los que necesite -dijo con suavidad.

La observó sonarse la nariz. Sarah, bajo su escrutinio, se sentía torpe y estúpida. Hasta los dedos se negaban a funcionar bien. Las gafas resbalaron al suelo. Se levantó de la silla, deseosa de salir de allí.

– Por favor, señora, siéntese. No he terminado -dijo él.

Sarah volvió a sentarse como una niña obediente. Miró el suelo.

– Si es por el funeral…

– No, ya se ocupará de eso cuando llegue el cuerpo. Necesito preguntarle algo sobre el viaje de su esposo. ¿Por qué fue a Europa?

– Negocios.

– ¿Qué clase de negocios?

– Era representante del Banco de Londres.

– ¿Y viajaba mucho?

– Sí, iba todos los meses a Londres.

– ¿Solo a Londres?

– Sí.

– Dígame por qué estaba en Alemania, señora Fontaine.

– No lo sé.

– ¿Tenía por costumbre no decirle adónde iba?

– No.

– ¿Y por qué estaba en Alemania? ¿Había alguna razón distinta a los negocios? ¿Otra…?

La mujer levantó la cabeza con brusquedad.

– ¿Otra mujer? Eso es lo que quiere preguntar, ¿verdad? -Nick no contestó-. ¿Verdad?

– Es una suposición razonable.

– Con Geoffrey no.

– Con todo el mundo -la miró a los ojos-. Llevan dos meses casados -dijo-. ¿Conocía muy bien a su marido?

– ¿Conocerlo? Lo amaba, señor O'Hara.

– Yo no hablo de amor, lo que quiera que signifique. Le pregunto si lo conocía bien. Si sabía quién era, lo que hacía. ¿Cuánto hacía que se conocían?

– Desde… hace seis meses. Lo conocí en una cafetería cerca de mi trabajo.

– ¿Dónde trabaja?

– En el Instituto Nacional de la Salud. Soy investigadora microbióloga.

El hombre achicó los ojos.

– ¿Qué clase de investigación?

– Genomas bacterianos… separamos ADN… ¿Por qué me hace estas preguntas?

– ¿Es investigación secreta?

– Aún no comprendo por qué…

– ¿Lo es?

– Sí. Algunas partes sí.

El hombre asintió y sacó otra hoja de la carpeta.

– Le pedí al señor Corrigan que comprobara el pasaporte de su marido. Cuando uno entra en un país nuevo, le ponen una fecha y un sello del país. El pasaporte de su marido tiene varios sellos. Londres. Schiphol, cerca de Amsterdam y Berlín. Todos en la última semana. ¿Alguna explicación de por qué fue a esos lugares?

Sarah negó con la cabeza.