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Doce

A la una menos cuarto del día siguiente, Sarah bajaba de un taxi en la Potsdamer Platz. Iba sola. Despistar a Nick había sido más fácil de lo que pensaba. Esperó a que saliera a llamar a Wes Corrigan, tomó su bolso y salió por la puerta.

Cruzó la plaza esforzándose por no pensar en él. Había visto en un mapa que la Potsdamer Platz era un punto de intersección de los sectores británico, americano y soviético. El Muro de Berlín cruzaba la plaza. Se detuvo cerca de un grupo de estudiantes y fingió escuchar al profesor, pero buscaba incesantemente un rostro. ¿Dónde estaba la mujer?

De repente oyó una voz femenina.

– Sígame. Mantenga la distancia.

Se volvió y vio a la mujer de la floristería alejándose con una bolsa de compras al brazo. La mujer se dirigía hacia el noroeste,en dirección a Bellevuestrasse. Sarah la siguió a una distancia discreta.

Tres manzanas más allá, la tendera desapareció en una tienda de velas. La joven vaciló un momento en el exterior. Una cortina cubría el escaparate y no podía ver el interior. Al fin, optó por entrar.

La tendera no estaba a la vista. El olor a lavanda y pino de velas encendidas impregnaba la habitación. En las mesas de muestras había criaturas extrañas hechas de cera. Una llama ardía en un gnomo viejo, fundiéndole lentamente la cara. Sobre el mostrador había una vela en forma de mujer. La cera fundida caía por sus pechos como si fuera mechones de pelo.

Sarah miró sorprendida al hombre viejo que apareció al otro lado del mostrador. Le hizo señas de que avanzara.

La joven obedeció. Entró en un pequeño almacén con el corazón en un puño y salió por la puerta de atrás.

El sol resultaba cegador. La puerta se cerró y se quedó de pie en el callejón. A la derecha estaba Potsdamer Platz. ¿Dónde estaba la mujer?

El sonido de un motor la empujó a volverse. Un Citroen negro se dirigía directamente hacia ella. No podía huir. La puerta de la tienda estaba cerrada. El callejón era un túnel interminable de edificios contiguos. Se apoyó aterrorizada contra la pared, mirando fijamente el coche que se acercaba.

El vehículo se detuvo y se abrió la puerta de atrás.

– Suba -siseó la mujer-. Deprisa.

Sarah se separó de la pared y subió al coche.

El vehículo se puso en marcha. Giró primero a la izquierda, luego a la derecha y después otra vez a la izquierda. La joven no sabía dónde estaba. La tendera miraba continuamente hacia atrás.

Cuando pareció convencida de que nadie los seguía, se volvió a Sarah.

– Ahora podemos hablar -dijo.

La joven miró al conductor con aire interrogante.

– Podemos hablar -repitió la mujer.

– ¿Quién es usted?

– Una amiga de Geoffrey.

– ¿Y sabe dónde está?

La mujer no contestó. Dijo algo en alemán al conductor y este dejó la calle que llevaba y entró en un parque. Poco después paró entre árboles.

– Vamos a andar un poco -dijo la tendera.

Cruzaron juntas la hierba.

– ¿Cómo conoció a mi esposo? -preguntó la joven.

– Trabajamos juntos hace años. Entonces se llamaba Simon. Era uno de los mejores.

– ¿Y usted está también en… ese negocio?

– Lo estaba. Hasta hace cinco años.

Era difícil imaginar que fuera otra cosa que un ama de casa robusta. Aunque quizá su fuerza estuviera precisamente allí… en que parecía muy corriente.

– No, ya sé que no lo parezco -musitó-. Los mejores no lo parecen nunca.

Dieron unos pasos en silencio.

– Yo era de los buenos, como Simon -dijo-. Y ahora hasta yo tengo miedo.

Se detuvieron y se miraron a los ojos.

– ¿Dónde está? -preguntó Sarah.

– No lo sé.

– ¿Y por qué me ha citado aquí?

– Para avisarla. Como un favor a un viejo amigo.

– ¿Se refiere a Geoffrey?

– Sí. En este mundillo tenemos pocos amigos, pero los que tenemos son todo para nosotros.

Echaron a andar de nuevo. Sarah miró hacia atrás y vio que el Citroen las esperaba en la calle.

– Lo vi hace poco más de dos semanas -siguió la mujer-. Estaba preocupado. Pensaba que lo había traicionado la gente para la que trabajaba. Quería desaparecer.

– ¿Traicionado? ¿Quién?

– La CIA.

Sarah se detuvo atónita.

– ¿Trabajaba para la CIA?

– Lo obligaron. Era muy bueno. Pero empezaron a fallar demasiadas cosas y Simon quería marcharse. Vino a verme y yo le di un pasaporte nuevo y otros papeles que necesitaría para salir de Berlín cuando cambiara de identidad -movió la cabeza-. Conversamos unas horas y me enseñó una foto suya. Por eso la reconocí en la tienda.

Hizo una pausa.

– Me dijo que era usted una persona muy… delicada. Que sentía hacerle daño. Me prometió que volvería a verlo algún día. Pero aquella noche me enteré de lo del fuego. Oí que habían encontrado un cuerpo.

– ¿Cree usted que está muerto?

– No.

– ¿Por qué no?

– Si estuviera muerto, ¿por qué iban a seguirla a usted?

– Ha mencionado una operación de la CIA. ¿Tiene algo que ver con un hombre llamado Magus?

La mujer mostró cierta sorpresa.

– No debió hablarle de Magus.

– No fue él. Fue Eve.

– Ah -la miró con atención-. Veo que conoce a Eve. Espero que no esté celosa. No podemos permitirnos eso en este trabajo -sonrió-. ¡La pequeña Eve! Supongo que ya tendrá cerca de cuarenta años. Y supongo que sigue tan hermosa.

– ¿No se ha enterado?

– ¿De qué?

– Eve ha muerto.





La mujer se detuvo. Palideció.

– ¿Cómo fue? -susurró.

– Un callejón en Londres… hace pocos días.

– ¿La torturaron?

Sarah asintió con la cabeza.

La mujer observó el parque con rapidez.

Aparte del conductor del Citroen, no había nadie a la vista.

– Entonces no hay tiempo que perder -dijo-. Vendrán a por mí. Escuche lo que tengo que decirle porque no volveremos a vernos. Hace dos semanas, su marido estaba metido en un asunto muy serio.

– ¿Magus?

– Sí. Lo que queda de él. A los tres nos dieron una misión hace cinco años. Nuestro objetivo era Magus. Simon colocó los explosivos en su coche. El viejo siempre iba conduciendo a su trabajo. Pero aquella mañana se quedó en casa. El coche lo usó su esposa.

La voz de la mujer mantenía a Sarah como en trance. Tenía miedo de escuchar el resto; podía adivinar ya lo ocurrido.

– La mujer murió en el acto. Después de la explosión, el viejo salió corriendo de la casa e intentó sacarla del coche. Las llamas eran terribles. Pero consiguió sobrevivir. Y ahora busca venganza.

– Venganza -murmuró Sarah-. Se trata de eso.

– Sí. Contra Eve, contra mí. Y sobre todo contra Simon. Ya ha encontrado a Eve.

– ¿Y qué tengo que ver yo con todo esto?

– Usted es su esposa. Es su único vínculo con Simon.

– ¿Qué debo hacer? ¿Irme a casa…?

– Ahora no puede irse a casa. Tal vez nunca pueda -miró hacia el Citroen.

– ¡Pero no puedo pasarme la vida huyendo! Yo no sé vivir así. Necesito ayuda. Si pudiera decirme dónde encontrarlo…

La mujer la observó un momento, calculando sus posibilidades de supervivencia.

– Si Simon está vivo, se encuentra en Amsterdam.

– ¿En Amsterdam? ¿Por qué?

– Porque Magus está allí.

El teléfono seguía sonando. Nick daba golpecitos nerviosos con los dedos en la cabina. ¿Dónde se había metido la operadora?

– Consulado Americano.

– Con el señor Wes Corrigan.

– Un momento, por favor -hubo una pausa-. ¿Pregunta por el señor Corrigan? -dijo otra voz-. Creo que está comiendo. Lo llamaré a su busca. No cuelgue, por favor.

Se retiró sin darle tiempo a contestar y Nick esperó cinco minutos. Estaba a punto de colgar cuando volvió la mujer.

– Lo siento, no contesta. Pero tiene que volver en cualquier momento para una reunión. ¿Quiere dejar un mensaje?

– Dígale que Steve Barnes ha llamado. Es por un problema con mi pasaporte.

– ¿Y su número de teléfono?

– Él ya lo sabe.

Según su acuerdo, Wes tenía que salir de la Embajada y llamar a la cabina desde la calle. Nick le daría quince minutos. Si no llamaba en ese tiempo, lo intentaría de nuevo más tarde. Pero algo le decía que era un riesgo esperar allí tanto tiempo.

Alguien golpeó la cabina. Una mujer joven agitaba una moneda desde el exterior. Quería usar el teléfono. Nick salió con un juramento y esperó a que terminara. Cuando vio que la conversación se prolongaba, volvió a lanzar un juramento y echó a andar calle arriba. Pero ya había esperado demasiado.

Un hombre con traje negro avanzaba hacia él desde una esquina. Metió una mano en la chaqueta y sacó una pistola, con la que apuntó a Nick.

– ¡Quieto, O'Hara! -gritó Roy Potter a sus espaldas.

Nick giró a la derecha, dispuesto a echar a correr hacia la calle. Aparecieron dos pistolas más; el cañón de una de ellas apretó su yugular. Oyó el ruido que hacían al quitar el seguro. Por unos segundos no se movió nadie. A pocos metros de ellos paró una limusina y alguien abrió la puerta.

Nick se volvió hacia Potter, quien le apuntaba con la pistola en la cabeza.

– Guarda eso -dijo-. Me estás poniendo nervioso.

– Sube al coche -ordenó el otro.

– ¿Adónde vamos?

– A charlar con Jonathan Van Dam.

– ¿Y luego qué?

Potter sonrió con desgana.

– Eso depende de ti.

– ¿Dónde está Sarah Fontaine?

Nick miró a Van Dam con gesto de malhumor.

– Señor O'Hara, me estoy impacientando. Le he hecho una pregunta. ¿Dónde está?

Nick se encogió de hombros.

– Si le importa algo ella, nos dirá dónde está ahora mismo.

– Me importa. Por eso no les digo nada.

– No durará ni una semana sola. No tiene experiencia. Está asustada. Tenemos que traerla aquí.

– ¿Por qué? ¿La necesitan para practicar el tiro al blanco?

– Eres un pesado, O'Hara -murmuró Potter-. Siempre lo has sido y siempre lo serás.

– Yo también te quiero mucho -gruñó Nick.

Van Dam los ignoró a los dos.

– Señor O'Hara, esa mujer necesita nuestra ayuda. Está mejor bajo nuestra tutela. Díganos dónde está y quizá le salve la vida.

– Estaba bajo su tutela en Margate y por poco la matan. ¿Qué está pasando?

– No puedo decírselo.

– Quieren a Geoffrey Fontaine, ¿verdad?