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– Dése cuenta de que podríamos ser culpables de desencadenar una guerra en el espacio -advirtió Polevoi.

– Los Estados Unidos han atacado primero. Nuestro sagrado deber es tomar represalias -Yasenin se volvió a Antonov-. Pero es usted quien ha de decidir.

El presidente de la Unión Soviética volvió a contemplar el fuego. Después dejó el cigarro habano en un cenicero y observó con asombro sus manos temblorosas. Su cara, ordinariamente colorada, tenía ahora un color gris. El presagio no podía ser más claro. Los demonios eran superiores en número a las fuerzas del bien. Una vez se emprendiese la acción, ésta se desarrollaría sin que él pudiese controlarla. Sin embargo, no podía permitir que el país fuese abofeteado por los imperialistas. Por fin se volvió a los reunidos en el salón y asintió cansadamente con la cabeza.

– Sea todo por la Madre Rusia y por el Partido -dijo solemnemente-. Armen a los cosmonautas y ordénenles que ataquen a los americanos.

17

Después de presentarse al doctor Mooney y de otras ocho presentaciones y tres aburridas conversaciones, Hagen estaba sentado en una pequeña oficina tecleando febrilmente en una calculadora. Los científicos prefieren los ordenadores, y los ingenieros, las calculadoras digitales; pero los contables siguen el estilo Victoriano. Todavía prefieren las máquinas calculadoras tradicionales con botones del tamaño del pulgar y cintas de papel donde se imprimen los totales.

El interventor era un censor jurado de cuentas, graduado en Ciencias Empresariales en la Universidad de Texas, y ex hombre de la Marina. Y tenía sus títulos y las fotografías de los barcos en que había servido colgados de los paneles de roble de la pared, para demostrarlo. Hagen había detectado cierta inquietud en los ojos de aquel hombre, pero no más de lo que había esperado de un director financiero que tenía a un auditor del Gobierno husmeando en su territorio privado.

Pero no había recelado ni vacilado cuando Hagen le había pedido comprobar el registro de llamadas telefónicas de los últimos tres años. Aunque su experiencia contable en el Departamento de Justicia se había limitado a fotografiar libros de contabilidad en plena noche, conocía bastante la jerga para expresarse en ella. Cualquiera que se hubiese asomado a la oficina en que se hallaba y visto cómo garrapateaba notas y examinaba atentamente la cinta de la máquina calculadora habría pensado que era un viejo profesional.

Los números en la cinta eran exactamente esto: números. Pero las notas que tomaba consistían en un metódico diagrama del emplazamiento y los ángulos visuales de las cámaras de TV de seguridad instaladas entre aquella oficina y la de Mooney. También escribió dos nombres y añadió varias anotaciones al lado de cada uno. El primero era Raymond LeBaron y el segundo Leonard Hudson. Pero ahora tenía un tercero: Gu

Estaba seguro de que Eriksen había simulado su muerte lo mismo que Hudson y se había alejado del mundo de los vivos para trabajar en el proyecto de la Jersey Colony. También sabía que Hudson y Eriksen no habrían cortado por entero sus lazos con el Laboratorio Pattenden. Sus instalaciones y su personal eficiente de jóvenes científicos eran demasiado importantes para prescindir de ellos. Tenía que haber un canal subterráneo con el «círculo privado».

Los registros telefónicos de una institución donde había tres mil empleados llenaban varias cajas de cartón. El control era muy severo. Todos los que empleaban el teléfono para llamadas oficiales o personales tenían que llevar un diario de sus llamadas. Hagen no estaba dispuesto a examinarlos todos. Esta labor habría requerido semanas. Solamente le interesaban los asientos en las agendas mensuales de Mooney, en especial las que se referían a comunicaciones a larga distancia.

Hagen no era físico, ni tan preciso como algunos conocidos suyos que tenían un don especial para detectar cualquier irregularidad, pero sí que tenía un instinto especial para encontrar cosas ocultas, que raras veces le fallaba.

Copió seis números a los que había llamado Mooney más de una vez en los últimos noventa días. Dos de estos números correspondían a llamadas personales, y cuatro eran oficiales. Las probabilidades eran remotas. Sin embargo, era la única manera de encontrar una pista que condujese a otro miembro del «círculo privado».

Siguiendo las normas, descolgó el teléfono y llamó a la centralita del Laboratorio Pattenden, pidiendo línea abierta y prometiendo anotar todas sus llamadas. Era tarde y la mayoría de los números de la lista resultaron corresponder a teléfonos del Medio Oeste o de la Costa Este. Su horario llevaba dos o tres horas de adelanto y probablemente las oficinas estarían cerradas; pero de todos modos empezó tercamente a llamar.

– Cente

– Hola, ¿hay alguien ahí esta noche?

– La oficina está cerrada. Éste es el servicio donde recibimos encargos durante las veinticuatro horas del día.

– Me llamo Judge y estoy a las órdenes del Gobierno Federal -dijo Hagen, empleando su falsa identidad para el caso de que el teléfono estuviese intervenido-. Estamos realizando una auditoria del Laboratorio de Física Pattenden, en Bend, Oregón.

– Tendrá que llamar mañana, cuando abran las oficinas.

– Sí, lo haré. Pero, ¿puede decirme exactamente qué clase de negocios realiza Cente

– Suministramos elementos especializados de electrónica para sistemas de registro.

– ¿Con qué fines?

– Principalmente de negocios. Vídeos para grabar reuniones importantes, experimentos de laboratorio, sistemas de seguridad. Y material audio para las secretarias. Cosas así, ya sabe.

– ¿Cuántos empleados tiene?

– Una docena.

– Muchísimas gracias -dijo Hagen-. Me ha sido de gran ayuda. Ah, otra pregunta. ¿Reciben muchos pedidos de Pattenden?

– En realidad, no. Cada par de meses nos piden una pieza para poner al día o modificar sus sistemas de vídeo.

– Gracias de nuevo. Adiós.

Hagen borró aquel número y probó de nuevo. Sus dos llamadas siguientes fueron respondidas por un ordenador automático. Uno correspondía a un laboratorio químico de la Universidad Brandéis, de Waltham, y el otro a una oficina no identificada de la Fundación Nacional para la Ciencia, de Washington. Anotó este último para llamar de nuevo por la mañana, y probó un número personal.

– Diga.

Hagen miró el nombre en el diario de Mooney.

– ¿Doctor Donald Fremont?

– Sí.

Hagen siguió la rutina de siempre.

– ¿Qué desea usted saber, señor Judge?

La voz de Fremont parecía la de un anciano.

– Estoy haciendo una comprobación sobre llamadas telefónicas a larga distancia. ¿Le ha llamado alguien de Pattenden durante los tres últimos meses? -preguntó Hagen, mirando las fechas de las llamadas y haciéndose el tonto.

– Pues sí, el doctor Earl Mooney. Fue alumno mío en Stanford. Yo me jubilé hace cinco años, pero todavía estamos en contacto.





– ¿Tuvo también, por casualidad, un alumno llamado Leonard Hudson?

– Leonard Hudson -repitió el hombre, como tratando de recordar-. Le vi en un par de ocasiones. Pero no estuvo en mi clase. Era de una época anterior a la mía, de antes de que yo ejerciese en Stanford. Cuando él estudiaba allí, yo estaba enseñando en la USC.

– Gracias, doctor. No le molestaré más.

– De nada. Siempre a su disposición.

Tachó el cuarto número. El nombre siguiente del diario era el de un tal Anson Jones. Probó de nuevo, sabiendo que la cosa no sería fácil y que, para acertar, necesitaría una buena dosis de suerte.

– Diga.

– Señor Jones, soy Judge.

– ¿Quién?

– Thomas Judge. Trabajo para el Gobierno Federal y estamos haciendo una auditoria en el Laboratorio de Física Pattenden.

– El nombre de Pattenden me es desconocido. Debe de haberse equivocado de número.

– ¿Le dice algo el nombre del doctor Earl Mooney?

– Nunca le había oído nombrar.

– Ha llamado tres veces a su número durante los últimos dos meses.

– Debe ser un error de la compañía telefónica.

– Pero usted es Anson Jones, prefijo tres cero tres, número cinco cuatro siete…

– Se equivoca de nombre y de número.

– Antes de que cuelgue, tengo un mensaje para usted.

– ¿Qué mensaje?

Hagen hizo una pausa y después dijo:

– Dígale a Leo que Gu

Se hizo un silencio en el otro extremo de la línea, y después:

– Es una broma estúpida, ¿no?

– Adiós, señor Jones.

Aquello olía mal.

Llamó a un sexto número, para salvar las apariencias. Le respondió un contestador automático de una agencia de cambio y bolsa. Nada.

Entusiasmo; esto era lo que sentía. Y se entusiasmó todavía más al resumir sus notas. Mooney no era uno de los del «círculo privado», pero estaba relacionado con él; era un subordinado a las órdenes del alto mando.

Marcó un número de Chicago y esperó. Después de cuatro llamadas, contestó una voz suave de mujer:

– Drake Hotel.

– Me llamo Thomas Judge y quiero reservar una habitación para mañana por la noche.

– Un momento; le pongo con reservas.

Hagen repitió su petición de reserva al encargado. Cuando éste le pidió el número de su tarjeta de crédito para reservarle la habitación, dio el número de teléfono de Anson Jones a la inversa.

– Queda hecha la reserva, señor.

– Gracias.

¿Qué hora era? Una mirada a su reloj le dijo que faltaban ocho minutos para la medianoche. Cerró la cartera y la introdujo debajo de su abrigo. Sacó un encendedor de un bolsillo y extrajo sus piezas interiores. A continuación, sacó de una raja en el faldón del abrigo una fina varilla de metal con un espejo en un extremo.

Se acercó a la puerta. Sujetando la cartera entre las rodillas, se detuvo a poca distancia del umbral, enfocó el espejito arriba y abajo del pasillo. No había nadie. Volvió el espejo hasta que reflejó el monitor de televisión en el extremo del corredor. Entonces colocó el encendedor de manera que saliese ligeramente del marco de la puerta y apretó la palanca.

En el cuarto de seguridad de detrás del vestíbulo principal, la pantalla de uno de los televisores quedó de pronto en blanco. El guardia que estaba en la consola empezó a comprobar rápidamente los circuitos.

– Tengo un problema con el número doce -anunció.