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Entonces vieron cómo los reflectores bajaban para comenzar a barrer la superficie de la bahía. Se sumergieron sin desperdiciar el aliento en avisar al otro, conscientes de que sus instintos estaban fuertemente ligados con el paso de los años. Pitt se giró a una profundidad de tres metros y miró hacia arriba. Las potentes luces de los reflectores hacían que la superficie brillara como si la alumbrara el sol. Sólo cuando las luces se alejaron, salieron a la superficie para respirar. Habían estado sumergidos más de un minuto, pero ninguno de los dos jadeó, porque habían aprendido la técnica de contener la respiración para las inmersiones a gran profundidad sin botellas.

En cuanto las luces se alejaron, salieron a la superficie, cogieron aire y se sumergieron de nuevo. Siempre atentos a los movimientos de los reflectores y coordinando sus pasadas para salir a respirar, comenzaron a nadar hacia la costa, que estaba a poco menos de un centenar de metros. Por fin se apagaron los reflectores y pudieron volver a nadar en la superficie. Diez minutos más tarde pisaron arena. Se pusieron de pie, dejaron caer los cinturones de lastre y avanzaron al amparo de las sombras de un saliente rocoso. Descansaron unos momentos mientras evaluaban la situación.

– ¿Hacia dónde vamos? -susurró Giordino.

– Hemos pisado tierra al sur de la casa y a unos doscientos metros al este de la réplica de Stonehenge -respondió Pitt.

– Un decorado -dijo Giordino.

– ¿Qué?

– Los falsos castillos y las copias de antiguas estructuras se llaman decorados. ¿No lo recuerdas?

– Lo tengo grabado en el cerebro -murmuró Pitt-. Vamos. Echemos una ojeada. Tenemos que encontrar esos reflectores y sabotearlos. Sería un estorbo que nos iluminaran como a un par de conejos.

Tardaron ocho minutos en localizar los reflectores gemelos. Casi tropezaron con ellos en la oscuridad. La única cosa que los salvó de ser descubiertos por los guardias que atendían las luces fueron sus trajes de neopreno negro, que los hacían prácticamente invisibles en la oscuridad. Distinguieron la silueta de un hombre que descansaba tumbado en la arena mientras que otro observaba el mar a través de unos prismáticos de visión nocturna. Como no esperaban la aparición de intrusos por la retaguardia, no estaban alerta.

Giordino salió de la oscuridad silenciosamente, pero un crujido de sus botas de goma delató su presencia. El hombre de los prismáticos se volvió a tiempo para ver una sombra que se abalanzaba sobre él. Cogió el fusil automático apoyado en la cureña del reflector y apuntó a Giordino. Nunca llegó a apretar el gatillo. Pitt había llegado por el lado opuesto cinco pasos por delante de su compañero. Arrebató el fusil de las manos del guardia y descargó un culatazo contra su cabeza. Giordino, por su parte, se lanzó sobre el guardia tumbado en la arena y lo dejó inconsciente de un puñetazo en la mandíbula.

– ¿No te hace sentir mejor saber que estamos armados? -preguntó Giordino con un tono alegre, mientras desarmaba a los guardias y le daba a Pitt uno de los fusiles.

Pitt no se molestó en contestar. Quitó las sujeciones de las lentes de los reflectores, las abrió y con mucho cuidado, para no hacer ruido, destrozó los filamentos.

– Iremos primero a la casa. Después a tu decorado.

No había luna, pero no se arriesgaron y avanzaron lenta y cautelosamente, casi sin ver el suelo que pisaban. Las gruesas botas de goma les protegían los pies de los afilados corales que había entre la arena. Encontraron una rama de palmera y la arrastraron detrás de ellos, para borrar las huellas. Si no podían abandonar la isla antes del amanecer, tendrían que encontrar un lugar donde ocultarse hasta que Moreau y Gu

La casa era un gran edificio colonial, con una amplia galería que la rodeaba por entero. Subieron a la galería y avanzaron silenciosamente gracias a las botas de goma. Un único rayo de luz escapaba entre las tablas que cubrían las ventanas, colocadas para protegerlas de los vientos huracanados.

Pitt se acercó a gatas hasta la ventana para espiar a través de la grieta. Vio un cuarto sin ningún mobiliario. El interior tenía el aspecto de no haber sido habitado en años. A la vista de que no había ninguna necesidad de actuar con sigilo, Pitt se puso de pie y le dijo a Giordino con un tono normal:

– Este lugar está abandonado y lleva así mucho tiempo.

La expresión de extrañeza en el rostro de Giordino era imposible de ver en la oscuridad.

– Eso no tiene sentido. El propietario de una exótica isla en las Antillas nunca se aloja en la única casa. ¿Qué sentido tiene poseer este lugar?

– Moreau mencionó que van y vienen aviones durante algunos meses del año. Tiene que haber algún otro sitio para alojar a los huéspedes.

– Ha de ser subterráneo -opinó Giordino-. Las únicas edificaciones en la superficie son la casa, el decorado y el hangar donde funciona el taller de mantenimiento.

– En ese caso, ¿por qué un comité de recepción armado? -murmuró Pitt-. ¿Qué intenta ocultar Epona?





La respuesta se la dio el repentino sonido de una música extraña, seguido por un despliegue de luces de colores en el decorado que imitaba a Stonehenge.

La puerta del calabozo de Dirk golpeó contra la pared cuando la abrieron violentamente. Las paredes de piedra retenían el calor de la tarde, y el interior de la pequeña celda era como un horno. La guardia movió el cañón del fusil para indicarle que saliera. Dirk sintió un frío súbito, como si hubiese entrado en una cámara frigorífica. Se le puso la carne de gallina en los brazos y la espalda. Comprendió que era inútil hacerle preguntas a la mujer. No le diría nada de interés.

Esta vez no entraron en la sala de la decoración exótica. Pasaron por una puerta que daba a un largo pasillo de cemento que parecía extenderse hasta el infinito. Caminaron por lo que le pareció un par de kilómetros antes de llegar a una escalera de caracol que subía hasta una altura que Dirk calculó de cuatro pisos. En lo alto, el rellano llevaba a través de una arcada de piedra a una silla muy parecida a un trono, pobremente iluminada por una luz dorada. Dos mujeres vestidas con túnicas azules salieron de entre las sombras y lo encadenaron a las argollas atornilladas a la silla. Una de las mujeres lo amordazó con un pañuelo de seda negra. Luego las tres se esfumaron entre las sombras.

Sin solución de continuidad, un despliegue de luces color lavanda se encendieron y comenzaron a ondular en el interior de un anfiteatro de piedra cóncavo, sin asientos para espectadores. Luego una batería de rayos láser atravesaron el cielo nocturno e iluminaron las columnas alrededor del cuenco y otro anillo más grande de columnas de lava negra. Sólo entonces Dirk vio el gran bloque de piedra negra con la forma de un sarcófago. Al comprender que se trataba de un altar de sacrificios, se tensó y se echó hacia delante, pero lo retuvieron las cadenas. El horror apareció en sus ojos por encima de la mordaza cuando vio a Summer vestida con una túnica blanca tendida, con los brazos y las piernas en aspa, como si estuviese pegada en la superficie. Se estremeció de terror mientras forcejeaba como un loco en un inútil intento por romper las cadenas o arrancar las anillas. A pesar de la adrenalina que multiplicaba su fuerza, no consiguió nada. Habría sido necesario tener la fuerza de cuatro Arnold Schwarzenegger para romper los eslabones de las cadenas o arrancar de cuajo las anillas. Así y todo, continuó luchando hasta que se le agotaron las fuerzas.

Las luces se apagaron bruscamente y los extraños sones de la música celta se escucharon entre las columnas. Se encendieron de nuevo diez minutos más tarde y quedaron a la vista treinta mujeres vestidas con largas túnicas de colores. Sus cabellos rojos resplandecían con las luces, y la purpurina plateada en su piel brillaba como las estrellas. Luego las luces ondularon como habían hecho muchas veces antes, mientras Epona aparecía, vestida con su peplo dorado. Se acercó al altar negro, levantó una mano y comenzó a cantar:

– Oh, hijas de Ulises y Circe, que la vida pueda ser arrebatada de aquellos que no son dignos…

La voz de Epona continuó con la letanía, con algunas pausas cuando las demás mujeres levantaban los brazos y cantaban a coro. Como antes, se repitió el canto cada vez más fuerte, hasta descender de pronto hasta un susurro mientras bajaban los brazos.

Dirk vio que Summer permanecía ajena a todo lo que ocurría a su alrededor. Miraba a Epona y las columnas que se levantaban alrededor del altar, sin verlas. No había miedo en sus ojos. Estaba tan drogada que no se daba cuenta de la amenaza contra su vida.

Epona sacó de entre los pliegues de su túnica la daga ceremonial y la alzó por encima de la cabeza. Las otras mujeres subieron los escalones para rodear a su diosa, todas con las dagas por encima de sus cabezas.

Los ojos verdes de Dirk amenazaban con salirse de las órbitas; eran los ojos de alguien que sabe que su mundo no tardará en quedar hundido en la tragedia. Soltó un grito de angustia, pero el sonido de su voz quedó ahogado por la mordaza.

Epona cantó la estrofa mortal:

– Aquí yace alguien que no debería haber nacido.

Su daga y las de todas las demás brillaron con las luces ondulantes.

47

En la fracción de segundo que transcurrió antes de que ella y las demás pudieran clavar las dagas en el cuerpo indefenso de Summer, dos fantasmas vestidos totalmente de negro aparecieron como por arte de magia delante del altar. El más alto sujetó por la muñeca el brazo alzado de Epona y se lo retorció hasta hacerla caer de rodillas, para el más absoluto asombro de las mujeres que rodeaban a Summer.

– Esta noche no -dijo Pitt-. La función ha terminado.

Giordino se movió como un gato alrededor del altar al tiempo que apuntaba con el fusil a las mujeres, ante la posibilidad de que a alguna de ellas se le ocurriera intervenir.

– ¡Apártense! -ordenó con voz áspera-. Dejen caer las dagas y retrocedan hasta los escalones.

Con la boca del fusil apoyada en el pecho de Epona, Pitt procedió con toda calma a liberar a Summer, que estaba sujeta al altar por una faja alrededor del estómago.

Desconcertadas y temerosas, las mujeres pelirrojas se apartaron lentamente del altar y se agruparon, como impulsadas por un instinto colectivo de protección. Giordino no se dejó engañar ni por un momento. Sus hermanas habían luchado como fieras contra las fuerzas especiales en Ometepe. Tensó los músculos al ver que no hacían el menor amago de soltar las dagas, y comenzaban a moverse en círculo a su alrededor.