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– Durante los últimos diez años -explicó Heckt-, Odyssey se ha apoderado del ochenta por ciento de las minas de platino en todo el mundo. Un fenómeno que le ha costado muy caro a la industria del automóvil, porque necesitan el platino para fabricar varios componentes de los motores.

– Una vez que tengamos los planos de los Lowenhardt -manifestó Seymour-, nos encontraremos con el mismo problema. Necesitaremos el platino para igualar la producción china.

– Mencionaron que todavía les queda pendiente el diseño de una celda de combustible para los automóviles -dijo Giordino.

– Con la información de los Lowenhardt y si dedicamos todos nuestros esfuerzos -declaró Martin-, quizá consigamos adelantarnos a Odyssey y a los chinos en ese campo.

– Desde luego, vale la pena intentarlo ahora que ya se ha hecho todo el trabajo previo y nos han dado la tecnología -opinó el general Stack-. Esto nos lleva al tema de elaborar un plan para resolver el asunto de los túneles de Odyssey. -El militar miró a Seymour.

– Enviar a las fuerzas especiales para destruir unos túneles no es lo mismo que enviar tropas para acabar con un dictador que tiene un arsenal de armas nucleares, químicas y biológicas, como se decía de Saddam en Irak -puntualizó Seymour-. Si he de ser sincero, no puedo aconsejar al presidente el uso de la fuerza.

– Sin embargo, las consecuencias de una terrible ola de frío por encima del paralelo treinta podrían causar la misma mortandad.

– Max tiene razón -afirmó Martin-. Convencer al resto del mundo del peligro será una tarea rayana en lo imposible.

– Con independencia de cómo enfoquen ustedes el problema -intervino Sandecker-, está claro que debemos destruir los túneles. En cuanto los abran y millones de litros de agua comiencen a pasar del Atlántico al Pacífico, serán mucho más difíciles de destruir.

– ¿Qué les parece enviar un pequeño grupo con explosivos para que hagan el trabajo?

– No conseguiría esquivar la vigilancia de Odyssey -respondió Giordino.

– Tú y Dirk lo lograsteis -dijo el almirante.

– No íbamos cargados con cien toneladas de explosivos, que es la cantidad necesaria para volarlos.

Pitt se había levantado para ir a mirar los monitores, los mapas y las fotografías que aparecían en las pantallas. Centró su atención en la ampliación de una foto de las instalaciones de Odyssey en la isla de Ometepe, tomada por un satélite espía. Se acercó para mirar las laderas del volcán Concepción. Un plan comenzó a formarse en su mente mientras volvía a sentarse.

– Podríamos enviar un B52 para que bombardeara el lugar con bombas de demolición de mil kilos -sugirió Stack.

– No podemos bombardear un país amigo, por muy grave que sea la amenaza -replicó Seymour.

– Entonces admite usted que la posibilidad de un invierno gélido es una amenaza para la seguridad nacional. -Stack lo había pillado.

– Eso es algo redundante -se defendió Seymour, con tono fatigado-. Lo que digo es que debe haber una solución lógica que no haga aparecer al presidente y al gobierno de Estados Unidos como unos monstruos inhumanos ante el resto de las naciones.

– Tampoco podemos olvidar -señaló Heckt con una sonrisa astuta- las implicaciones políticas y las consecuencias que podría tener en las próximas elecciones presidenciales, si tomamos las decisiones equivocadas.

– Quizá haya otra manera de abordar todo este asunto -dijo Pitt, con voz pausada y la mirada puesta en la foto del volcán-. Una manera que satisfaría a todas las partes implicadas.

– Muy bien, señor Pitt -dijo el general Stack, sin disimular su escepticismo-. ¿Cómo hacemos para destruir los túneles sin enviar a las fuerzas especiales o a una escuadrilla de bombarderos?

Pitt se convirtió en el blanco de todas las miradas.

– Propongo que le encarguemos el trabajo a la Madre Naturaleza.

Todos esperaron, mientras comenzaban a creer que había perdido la chaveta. Martin, el asesor científico, rompió el silencio.

– ¿Podría darnos una explicación?

– Según los geólogos, puede producirse un deslizamiento en una de las laderas del volcán Concepción, en Ometepe. Sin duda es una consecuencia de la excavación del túnel que pasa por las estribaciones del volcán. Cuando Al y yo estuvimos en el túnel más próximo al núcleo, notamos un considerable aumento de la temperatura.

– Estábamos a cuarenta grados -precisó Giordino.

– Los Lowenhardt mencionaron que uno de los científicos que tenían prisionero, un tal doctor Honoma de la Universidad de Hawai…

– Es uno de los de nuestra lista de desaparecidos -lo interrumpió Martin.

– El doctor Honoma les habló de la posibilidad de que se produjera un deslizamiento en cualquier momento, que provocaría el hundimiento de la ladera del volcán, con resultados catastróficos.

– Cuando habla de resultados catastróficos, ¿a qué magnitud se refiere? -insistió el general, poco convencido por el argumento.

– Todo el complejo de Odyssey y las personas que trabajan allí quedarían sepultadas bajo millones de toneladas de roca, y la ola que provocaría en el lago barrería todas las ciudades y pueblos de la costa.

– Desde luego, no contábamos con eso -dijo Heckt.

Seymour miró a Pitt con expresión pensativa.

– Si lo que dice es cierto, la montaña haría el trabajo por nosotros y destruiría los túneles…

– Es una de las alternativas posibles.





– Entonces sólo tenemos que sentarnos y esperar.

– Los geólogos no han sido testigos de tantos deslizamientos volcánicos como para establecer una cronología. La espera podría ser de unos pocos días a unos cuantos años. Entonces sería demasiado tarde para evitar el frío extremo.

– No podemos quedarnos de brazos cruzados -protestó Stack con aspereza-, y ver sin hacer nada cómo los túneles entran en funcionamiento.

– Podríamos quedarnos de brazos cruzados -replicó Pitt-, pero hay otra manera.

– ¿Podrías tener la bondad de decirnos qué se te ha ocurrido? -preguntó Sandecker, impaciente.

– Informen al gobierno nicaragüense que nuestros científicos han observado al volcán Concepción a través de los satélites, y que según ellos la ladera podría desplomarse en cualquier momento. Métanles el miedo en el cuerpo. Díganles que podría haber miles de muertos, y luego ofrézcanles el cebo.

– ¿El cebo? -repitió Seymour, desconcertado.

– Ofrecerles toda la ayuda necesaria para evacuar a zonas seguras a las personas del complejo y a los habitantes de las ciudades y pueblos costeros del lago de Nicaragua. Acabado el traslado y con la zona despejada, lanzaremos una bomba contra la ladera del volcán desde una altura de quince mil metros sin que nadie se dé cuenta, provocaremos el deslizamiento y destruiremos los túneles.

Sandecker se reclinó en la silla y contempló pensativamente la superficie de la mesa como si fuese una bola de cristal.

– Me parece algo demasiado sencillo, demasiado elemental para un acontecimiento de tanta magnitud.

– Por lo que sé de la región -intervino Martin-, el Concepción es un volcán activo. La bomba podría provocar una erupción.

– Lanzar la bomba en el cráter del volcán podría provocar una erupción -aceptó Pitt-. Sin embargo, no tendría que haber ningún problema si la guiamos para que estalle en la base de la ladera del volcán.

Por primera vez, apareció una sonrisa en el rostro del general Stack.

– Creo que el señor Pitt ha dado en el clavo. La simplicidad del plan lo hace lógico. Propongo que investiguemos las posibilidades.

– ¿Qué pasaría con los trabajadores en el interior de los túneles? -preguntó Seymour-. No tendrían posibilidades de escapar con vida.

– No lo creo -replicó Giordino-. Los habrán evacuado a todos por lo menos veinticuatro horas antes de abrir los túneles.

– No podemos perder ni un minuto -les advirtió Pitt-. Escuché la conversación de dos mujeres en las oficinas centrales de Odyssey. Dijeron que abrirían los túneles dentro de ocho días. Ya han pasado tres. Solo disponemos de cinco.

Heckt miró a Seymour por encima de sus gafas de lectura.

– Te toca a ti, Max, poner las cosas en marcha. Necesitamos la aprobación del presidente para proceder.

– La conseguiré en menos de una hora -respondió Seymour, muy seguro de sí mismo-. Ahora tendré que convencer a Hampton, el secretario de Estado, para que inicie las negociaciones con las autoridades nicaragüenses con miras a conseguir el permiso de entrada al país de la fuerza de rescate. -Miró a Stack-. En cuanto a usted, general, confío en que organice y dirija la evacuación. -Después le tocó el turno a Jack Martin-. Jack, usted se encargará de asustar al gobierno de Nicaragua hasta hacerles creer que la catástrofe es absolutamente verosímil e inminente.

– En eso puedo echarle una mano -ofreció Sandecker-. Soy amigo personal de dos de los mejores científicos oceánicos del país.

Por último, Seymour miró a Pitt y Giordino.

– Caballeros, tenemos una enorme deuda de gratitud con ustedes. Solo desearía saber cómo retribuirles.

– Hay algo que puede hacer -contestó Pitt, que cambió una mirada de complicidad con Giordino-. Hay un agente del servicio secreto que se llama Otis McGonigle. A mi compañero y a mí nos gustaría que lo ascendieran.

Seymour se encogió de hombros.

– No creo que sea difícil de hacer. ¿Algún motivo en particular para su elección?

– Tenemos una gran afinidad -dijo Giordino-. Es un crédito para el servicio.

– Quiero pedir otro favor -añadió Pitt, y miró a Heckt-. Me gustaría leer el expediente que tienen de Specter y su organización.

– Mandaré a uno de mis correos que se lo lleve al cuartel general de la NUMA. ¿Cree que puede haber algo que nos ayude en la presente situación?

– No lo sé -admitió Pitt sinceramente-. Pero desde luego lo leeré a fondo.

– Mis analistas ya lo han hecho, sin encontrar nada especial.

– Quizá, solo quizá -insistió Pitt-, puede que encuentre algo que se pasara por alto.

43

Vestido con un pantalón corto blanco, camisa blanca y calcetines largos, Moreau estaba puntualmente a las nueve de la mañana cuando Dirk y Summer salieron del vestíbulo del hotel con las bolsas del equipo de buceo. El conserje cargó las bolsas en el maletero y todos subieron al BMW 525 bajo una suave lluvia que caía de la única nube a la vista en el cielo azul. La brisa era suave y apenas si movía las largas hojas de las palmeras.