Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 72 из 90

Más tranquilo al ver que hablaba inglés, Pitt señaló al matrimonio Lowenhardt.

– Encontramos a estos dos rondando por el cuarto piso. Nadie parecía saber cómo es que habían llegado allí. Nos dijeron que los entregáramos a los guardias en la azotea. Esos son ustedes.

La mujer miró a los Lowenhardt, que a su vez miraban a Pitt con una expresión de asombro y miedo.

– Conozco a estas personas. Son científicos que trabajan en el proyecto. Tendrían que estar encerrados en sus habitaciones.

– Hubo un incidente, un vehículo incendiado. Debieron de escapar en medio de la confusión.

La mujer, que vacilaba, no preguntó cómo era que los Lowenhardt habían acabado en el edificio de oficinas.

– ¿Quién le dijo que los trajera a la azotea?

Pitt se encogió de hombros.

– Una señora con un mono lavanda.

Los tres guardias que empuñaban los fusiles de asalto parecieron relajarse. Al parecer se habían tragado el cuento, aunque su superior dudaba.

– ¿Cuáles son sus puestos de trabajo? -preguntó la mujer.

Giordino dio unos cuantos pasos hacia el helicóptero y lo miró como si lo estuviese admirando. Pitt miró a la mujer directamente a los ojos.

– Trabajamos en los túneles. Nuestro supervisor nos mandó a la superficie para que disfrutáramos de dos días de descanso.

Por el rabillo del ojo vio que Giordino se situaba detrás de los guardias con mucho disimulo. La historia había funcionado antes; rezó para que lo hiciera de nuevo. Funcionó. La mujer asintió.

– Pero eso no explica por qué están ustedes en las oficinas centrales a estas horas de la noche.

– Nos han ordenado que bajemos mañana y nos dijeron que viniéramos aquí para recoger nuestros pases. -Esto último fue un error.

– ¿Qué pases? A los trabajadores de los túneles no les dan pases. Basta con la tarjeta de identificación.

– Oiga, sólo hago lo que me dicen -replicó Pitt, con tono enojado-. ¿Se hará cargo de los prisioneros o no?

Antes de que ella pudiera responder, Giordino ya tenía el pistolón en la mano. Con un movimiento velocísimo, descargó un golpe tremendo con el cañón en la cabeza de uno de los guardias, y sin solución de continuidad golpeó al segundo. El tercero dejó caer el fusil cuando vio que la pistola calibre.50 de Giordino le apuntaba entre los ojos.

– Esto pinta mucho mejor -comentó Pitt en tono bajo. Le sonrió a Giordino-. Un buen trabajo.

– Gracias. -Giordino le devolvió la sonrisa.

– Quítales las armas.

La mano de la mujer amagó un gesto hacia la cartuchera.

– Yo en su lugar no lo haría -le advirtió Pitt.

El rostro de la mujer estaba desfigurado por la cólera, pero era lo bastante lista como para saber que no tenía posibilidades. Levantó las manos mientras Giordino le quitaba la pistola.

– ¿Quién es usted? -preguntó, furiosa.

– Me gustaría que dejaran de preguntármelo. -Pitt señaló al único guardia que seguía en pie-. Quítese el uniforme. ¡Deprisa!

El guardia se apresuró a abrir la cremallera del mono y se lo quitó. Pitt hizo lo mismo con su mono negro, y se vistió con el azul.

– Pónganse boca abajo en el suelo, junto a sus compañeros -ordenó a la mujer y al guardia en calzoncillos.

– ¿Qué te propones? -preguntó Giordino tranquilamente.

– Al igual que las compañías aéreas, detesto despegar con un avión con la mitad del pasaje.

Giordino no necesitó hacer más preguntas. Se situó delante de los prisioneros para que vieran el arma que les apuntaba a la cabeza. Miró a los Lowenhardt.

– Es hora de abordar -dijo con voz firme.

La pareja mayor obedeció sin rechistar. Subieron al helicóptero, mientras Pitt entraba en el ascensor. Un par de segundos más tarde, se cerró la puerta y desapareció.





En el décimo piso había habitaciones, a cuál más lujosa. La suite lavanda, como bien indicaba su nombre, estaba decorada como si la hubiese barrido una oleada del mismo color. Los altos techos, con guardas color lavanda, eran cúpulas pintadas con escenas de extraños rituales religiosos y danzas interpretadas por mujeres con largas túnicas, sobre un fondo de árboles, junto a lagos y montañas míticas. La mullida alfombra que cubría todo el suelo era de color lavanda con reflejos dorados. Las sillas de mármol blanco tenían la forma de los tronos que a menudo aparecen reproducidos en las piezas de cerámica griega, con gruesos cojines color lavanda en los asientos. Los candelabros tenían un revestimiento de un color lavanda iridiscente, con los caireles que rodeaban las bombillas teñidos a juego. Las paredes estaban tapizadas en terciopelo del mismo color. Las cortinas también eran de terciopelo. Sensual, exótico, decadente, una auténtica fantasía onírica, el efecto sorprendía al ojo del observador mucho más de lo que cualquiera habría podido imaginar.

Dos mujeres ocupaban un gran diván de mármol, reclinadas cómodamente sobre los cojines. En la mesa de cristal tallado junto al diván había un cubo y una botella de champán, con la etiqueta lavanda. Una de las mujeres vestía una túnica dorada, y la otra la misma prenda pero de color rojo. Sus largas cabelleras rojas tenían exactamente el mismo tono y peinado, como si hubiesen compartido el frasco de tinte y el peluquero. Si no se estuvieran moviendo, un espectador habría creído que formaban parte del extravagante decorado.

La dama de rojo bebió un sorbo de champán y después dijo, con voz carente de inflexión:

– Estamos cumpliendo los plazos. Tendremos acabadas diez millones de unidades Macha para la venta al detalle cuando se produzca la primera nevada. Luego, nuestros amigos chinos tendrán las líneas de montaje a pleno rendimiento. Sus nuevas fábricas estarán listas para finales del verano y la producción subirá a dos millones de unidades mensuales.

– ¿Ya están preparados los canales de distribución? -preguntó su compañera, que era una belleza despampanante.

– Los almacenes que se han construido o alquilado en toda Europa y el nordeste de los Estados Unidos ya están recibiendo el producto transportado por la flota de carga china.

– Nos ha favorecido mucho que Druantia ocupara el lugar de su padre. Ha garantizado el abastecimiento de platino que nos era imprescindible.

– De no haber sido por eso, nunca habríamos podido atender la demanda.

– ¿Ya han calculado cuál será el mejor momento para abrir los túneles?

La dama de rojo asintió.

– Nuestros científicos han calculado que el diez de septiembre. De acuerdo con sus estimaciones, tardarán sesenta días en bajar la temperatura de la corriente del Golfo a un valor que origine un frío extremo en las latitudes boreales.

La dama de dorado sonrió, al tiempo que llenaba las copas.

– Entonces todo está a punto.

La otra levantó la copa para ofrecer un brindis.

– A tu salud, Epona, que no tardarás en convertirte en la mujer más poderosa en la historia del mundo.

– Por ti, Flidais, que lo has hecho posible.

Pitt dedujo correctamente que las oficinas principales estarían en el último piso, debajo de la azotea. Las secretarias y oficinistas se habían marchado hacía horas y los pasillos se veían desiertos cuando salió del ascensor. Vestido con el mono azul de los guardias, no tuvo ningún problema con los dos hombres encargados de la vigilancia, que apenas si le dedicaron una ojeada cuando entró en la antesala de la suite principal. No vio a nadie más, de modo que abrió la puerta sigilosamente y entró. La cerró con el mismo cuidado y al volverse se quedó boquiabierto ante la decoración.

Escuchó voces en la otra habitación y se deslizó entre la pared y las cortinas de la arcada, de color lavanda y sujetas con cordones dorados. Vio a dos mujeres cómodamente reclinadas en un diván y observó la ostentosa habitación que, a su juicio, convertía al más lujoso prostíbulo en una chabola junto a un vertedero. No había nadie más. Salió de detrás de las cortinas y permaneció en el centro de la arcada, dedicado a admirar la extraordinaria belleza de las dos mujeres, que continuaban conversando sin advertir la presencia de un intruso.

– ¿Te marcharás pronto? -le preguntó Flidais a Epona.

– En unos días. Tengo que ocuparme del control de daños en Washington. Un comité del Congreso está investigando nuestras actividades en las minas que compramos en Montana. Los políticos están inquietos porque utilizamos todo el iridio extraído y no abastecemos a la industria privada norteamericana. -Epona se reclinó en los cojines-. ¿Qué me dices de ti, mi querida amiga? ¿Qué tienes en tu agenda?

– He contratado una agencia internacional de detectives para que sigan la pista de los dos hombres que consiguieron saltarse nuestros sistemas de vigilancia y recorrieron los túneles antes de escapar por el pozo de ventilación del faro.

– ¿Tienes alguna idea de su identidad?

– Sospecho que eran miembros de la National Underwater and Marine Agency . Los mismos de los que conseguí escapar luego de que destruyeran nuestro yate.

– ¿Crees que puede estar en peligro el secreto de nuestras actividades?

– No lo creo. -Flidais sacudió la cabeza para reforzar la negativa-. Al menos, no todavía. Nuestros agentes no han mencionado que las agencias de inteligencia norteamericanas hayan demostrado interés por investigar los túneles. De momento hay un silencio absoluto. Es como si aquellos demonios de la NUMA hubiesen desaparecido de la faz de la tierra.

– No es necesario preocuparnos antes de hora. Ya es demasiado tarde para que los norteamericanos detengan nuestra operación. Además, dudo que hayan descubierto la verdadera finalidad de los túneles. Además, sólo faltan ocho días para abrirlos y que las bombas comiencen a desviar la corriente ecuatorial sur hacia el Pacífico.

– Espero que la razón de su silencio sea que no han conseguido atar cabos y descubrir la amenaza.

– Eso explicaría que no hayan emprendido ninguna acción.

– Por otro lado -señaló Epona con tono pensativo-, no deja de ser curioso que no busquen vengar el asesinato de un miembro de su tripulación.

– Una ejecución que fue necesaria -afirmó Flidais.

– No estoy de acuerdo -intervino Pitt-. El asesinato a sangre fría nunca es una cuestión de necesidad.

Fue como si se hubiese detenido el tiempo. La copa de champán cayó de la mano de Epona y rodó silenciosamente por la mullida alfombra. Ambas cabezas giraron a la vez, y las largas cabelleras imitaron el movimiento de un latigazo. En los ojos de largas pestañas la sorpresa fue reemplazada por la furia al verse interrumpidas por la intrusión no autorizada de uno de sus propios guardias. Luego reapareció el asombro al verse encañonadas por una pistola.