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El último paso fue comprobar el funcionamiento del equipo de comunicación submarina de Ocean Technology Systems . El receptor estaba sujeto a la correa de la máscara.

– Al, ¿me escuchas?

Giordino, que en esos momentos realizaba el mismo procedimiento en la esquina opuesta del hotel, respondió con una voz que parecía estar envuelta en algodones.

– Todas las palabras.

– Vaya, suenas muy coherente.

– Si vas a criticarme, renuncio ahora mismo y me voy al bar.

Pitt sonrió ante el imbatible sentido del humor de su amigo. Si había alguien en quien podía confiar con los ojos cerrados, era Giordino.

– Listo cuando tú digas.

– Di cuándo.

– Señor Brown…

– Emlyn.

– De acuerdo. Emlyn, que sus hombres estén junto a los cabrestantes hasta que les demos la señal de que suelten los cables y los bidones.

Brown le contestó desde la sala donde estaban los enormes cabrestantes con los cables de amarre.

– No tiene más que decirlo.

– Mantenga los dedos cruzados -dijo Pitt, mientras se calzaba las aletas.

– Que Dios los bendiga, y buena suerte -manifestó Brown.

Pitt le hizo un gesto a uno de los hombres de Brown, que estaba junto a uno de los carretes con la soga de Falcron. Era bajo y fornido e insistía en que lo llamaran Critter.

– Suéltela poco a poco. Si nota la más mínima tensión, suelte un poco más rápido o frenará mi avance.

– La soltaré con suavidad -le aseguró Critter.

Luego Pitt llamó al Sea Sprite .

– Paul, ¿estás preparado para recoger las sogas?

– En el momento en que me las entregues.

La voz firme de Barnum sonó con toda claridad en el receptor de Pitt. Sus palabras eran transmitidas por un transductor que había mandado sumergir en la popa de la nave.

– Al y yo sólo podemos arrastrar unos sesenta metros de soga por debajo del agua. Tendrás que acercarte para llegar hasta nosotros.

Barnum y Pitt sabían que cualquiera de las gigantescas olas podía empujar al Sea Sprite contra el hotel y enviarlos a pique. Sin embargo, Barnum no vaciló en jugárselo todo a una carta.

– De acuerdo, allá vamos.

Pitt hizo un lazo con la soga y se lo enganchó como un arnés. Se puso de pie e intentó abrir la puerta que daba a un pequeño balcón a unos seis metros del agua, pero la fuerza del viento la empujaba desde el otro lado. Antes de que pudiera pedir ayuda, Critter apareció a su lado.

Empujaron con todas sus fuerzas. En cuanto consiguieron abrirla un poco, el viento se coló por la grieta y lanzó la puerta contra las bisagras como si la hubiese coceado una mula. El hombre del hotel recibió el embate del viento y acabó lanzado hacia atrás como el proyectil de una catapulta.

Pitt consiguió mantenerse de pie, bien sujeto al marco. Pero en cuanto vio que una enorme ola venía hacia él, saltó por encima de la barandilla y se arrojó al agua.





Lo peor de la furia había pasado. El ojo del huracán estaba muy lejos y el Ocean Wanderer había sobrevivido a los coletazos finales de Lizzie. El viento había amainado hasta los setenta kilómetros y la altura de las olas rondaba los diez metros. Aunque la superficie del mar distaba mucho de estar calmada, al menos ya no mostraba la cólera anterior. El huracán Lizzie se movía hacia el oeste para continuar con su macabra obra de destrucción y muerte en la República Dominicana y Haití antes de entrar en el mar Caribe. En veinticuatro horas el mar recuperaría la calma después de soportar la tormenta más terrible de la historia.

El choque de las olas contra la costa parecía cada vez más cercano con el paso de los minutos. El hotel había derivado hacia la orilla hasta una distancia desde la cual los centenares de huéspedes y empleados veían las enormes nubes de espuma que se levantaban cuando las olas rompían en los rocosos acantilados. Se estrellaban con la misma fuerza de una avalancha. Las nubes de espuma giraban en el aire cuando se encontraban con el reflujo de la ola anterior. La muerte estaba a menos de un kilómetro y medio de distancia, y la velocidad de deriva del Ocean Wanderer era de aproximadamente un kilómetro y medio por hora.

Las miradas de todos iban alternativamente de la costa al Sea Sprite , que cabalgaba las olas como un pato cebado a unos pocos centenares de metros.

Cubierto de pies a cabeza con un chubasquero amarillo, Barnum soportaba el aguacero y el viento junto a la grúa instalada en popa. Miraba el lugar de la cubierta donde había estado el gran cabrestante y pensó en lo útil que habría sido en esos momentos. Pero tendría que apañarse con lo que había. No podían hacer otra cosa que sujetar los cables manualmente.

Protegido parcialmente por el armazón de la grúa, Barnum hizo caso omiso del viento y miró a través de los prismáticos la base del Ocean Wanderer . Él y cuatro miembros de la tripulación habían enganchado los arneses de seguridad a la barandilla, para evitar que alguna ola los arrojara por encima de la borda. Vio a Pitt y Giordino en el momento en que saltaban al agua y desaparecían debajo de la superficie. Apenas si veía a los hombres que permanecían junto a las puertas, azotadas por las olas, y se encargaban de soltar la soga Falcron roja que arrastraban los buceadores por debajo de las olas.

– Lanzad un par de boyas -ordenó, sin apartar los prismáticos- y preparad los bicheros.

El capitán rogó para sus adentros no tener que llegar al extremo de emplear los bicheros si se daba el caso de que los buceadores perdieran el conocimiento. Habían acoplado unos tubos de aluminio suplementarios para que los ástiles alcanzaran una longitud de diez metros.

Permanecieron expectantes aunque sin mucha fe, sin poder ver a Pitt o Giordino bajo el mar revuelto ni seguir el rastro de las burbujas, dado que el respirador de circuito cerrado no expulsaba al exterior la respiración del submarinista.

– Paren máquinas -ordenó.

– ¿Ha dicho paren máquinas, capitán? -replicó el jefe de máquinas desde las entrañas de la nave.

– Sí, hay unos buceadores que traen las sogas. Tenemos que dejar que el mar nos lleve hacia la orilla y acortar la distancia para que ellos puedan llegar con las sogas.

Volvió a mirar a través de los prismáticos la costa asesina, que parecía estar acercándose con una tremenda rapidez.

Después de nadar unos treinta metros desde el hotel, Pitt emergió durante unos segundos para orientarse. La mole del Ocean Wanderer , empujada inexorablemente por el viento y las olas hacia la costa, se levantaba en la superficie como un rascacielos en Manhattan. Alcanzó a ver al Sea Sprite cuando lo levantó una ola. Se balanceaba en el mar a lo que parecía una distancia de más de un kilómetro, pero en realidad estaba a menos de cien metros. Fijó la posición en la brújula antes de sumergirse a una profundidad donde las olas no lo afectaran.

Cada vez le resultaba más difícil avanzar con la soga, porque la resistencia aumentaba con cada palmo que soltaban. Agradeció que la soga de Falcron no fuera pesada o voluminosa, cosa que la habría hecho imposible de manejar. Para moverse con la menor resistencia aerodinámica posible, mantenía la cabeza gacha y las manos unidas detrás de la espalda por debajo del aparato respirador.

Intentaba mantenerse a la profundidad justa para evitar que los senos de las olas perturbaran su avance. Se desorientó en más de una ocasión, pero una rápida mirada a la brújula lo volvió a situar en el rumbo correcto. Movía las aletas con toda la fuerza de las piernas para arrastrar la soga que se le clavaba en el hombro, pero por cada par de metros que avanzaba perdía uno por culpa de la corriente.

Comenzaron a dolerle los músculos de las piernas y su avance perdió impulso. Notaba una cierta confusión mental provocada por el elevado consumo de oxígeno. El corazón le latía cada vez más rápido debido al esfuerzo y se le hacía difícil respirar. No se atrevía a hacer una pausa ante el riesgo de que la corriente le hiciera perder todo lo ganado. No había tiempo para un descanso. Todos los minutos contaban mientras el Ocean Wanderer se veía arrastrado hacia el desastre por un mar implacable.

Tras otros diez minutos de esfuerzo máximo, sus fuerzas empezaron a disminuir. Notó que su cuerpo estaba a punto de rendirse. La mente lo urgía a echar el resto, pero había un límite al esfuerzo de los músculos. Impulsado por la desesperación comenzó a bracear en un intento por aliviar la tarea de las piernas, que notaba cada vez más entumecidas.

Se preguntó si Giordino estaría pasando por el mismo trance, pero sabía que Al preferiría morir antes que renunciar, cuando estaban en juego las vidas de tantas mujeres y niños. Además, su amigo era fuerte como un toro. Si había alguien capaz de nadar a través de un mar arbolado con una mano atada a la espalda, ese era Al.

Pitt no desperdició el aliento en comunicarse con su amigo para saber cómo estaba. Hubo momentos en que lo dominó la angustia al pensar que no lo conseguiría, pero fue capaz de apartar el derrotismo y apeló a sus reservas interiores para seguir adelante.

Casi no podía respirar. El peso cada vez mayor de la soga semejaba una manada de elefantes que intentara arrastrarlo en la dirección opuesta. Comenzó a recordar los viejos anuncios de Charles Atlas, el hombre más fuerte del mundo, que arrastraba una locomotora. Ante la posibilidad de que se estuviera desviando de su objetivo, miró de nuevo la brújula. Milagrosamente, había conseguido nadar en línea recta hacia el Sea Sprite .

La nube negra del agotamiento total comenzaba a asomar en su visión periférica, cuando escuchó una voz que decía su nombre.

– Sigue, Dirk -gritó Barnum en su auricular-. Te vemos debajo del agua. ¡Sube!

Pitt obedeció la orden y salió a la superficie.

– ¡Mira a tu izquierda!

Pitt se volvió. A menos de tres metros había una boya sujeta a un cabo que llevaba hasta el Sea Sprite . No se molestó en responder. Le quedaban fuerzas para cinco brazadas, y las entregó a la causa. Con un alivio físico que nunca había experimentado antes, cogió el cabo, se lo pasó por debajo del brazo y tiró para que la boya quedara bien sujeta contra la espalda.

Se relajó mientras Barnum y sus hombres lo subían por la popa. Cuando estaba a media altura, engancharon el cabo con el bichero a un metro por detrás de Pitt y acabaron de subirlo con mucho cuidado hasta la cubierta.

Pitt levantó las manos y Barnum le quitó rápidamente el lazo del hombro y lo enganchó en el cabrestrante, junto con la soga que había llevado Giordino. Dos tripulantes se encargaron de quitarle la máscara y el respirador. Absorbió afanosamente el aire salobre con los ojos cerrados y cuando los abrió se encontró mirando el rostro sonriente de Al.