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Demasiado tarde, se lamentó Morton para sus adentros mientras miraba a través de la ventana de su despacho la tormenta que se dirigía directamente hacia el hotel como si se tratara de un tiranosaurio enloquecido. A pesar de las advertencias y las constantes actualizaciones del Centro de Huracanes, no había sido capaz de concebir la increíble velocidad ni la distancia que había recorrido la tormenta desde la mañana. Por mucho que Heidi Lisherness le hubiera facilitado los últimos cálculos de la magnitud y la velocidad, no parecía posible que el mar calmo y el cielo despejado pudieran cambiar con tanta celeridad. Se negaba a aceptar la evidencia de que la avanzadilla de Lizzie ya estaba atacando el edificio.

– ¡Llame a todos los directores para que acudan a la sala de conferencias inmediatamente! -le ordenó a su secretaria.

Su enojo ante la vacilación de Specter a la hora de ordenar la evacuación de los mil cien huéspedes y los empleados cuando todavía contaban con el tiempo necesario para trasladarlos a un lugar seguro en la República Dominicana, que sólo estaba a unos pocos kilómetros de distancia, rayaba en la cólera. Se enfureció todavía más cuando el sonido de unos motores que se ponían en marcha hizo vibrar los cristales. Se acercó a la ventana en el preciso momento en que Specter y su comitiva subían a bordo del Beriev Be210. No habían acabado de cerrar la escotilla cuando el piloto aceleró los motores y el avión comenzó a ganar velocidad y despegó en medio de una enorme nube de espuma. Apenas había ganado altura, cuando viró para dirigirse a tierra firme.

– ¡Cobarde, canalla! -gritó Morton al ver cómo Specter escapaba para salvar su sucio pellejo sin preocuparse en lo más mínimo por las mil cien almas que dejaba atrás.

Siguió al avión con la mirada hasta que desapareció entre las nubes, y luego se volvió cuando entraron los directores de los servicios y se reunieron alrededor de la mesa. Era evidente por las expresiones de sus rostros que a duras penas se mantenían en la línea entre la calma y el pánico.

– Hemos subestimado la rapidez del huracán -manifestó-. Se nos echará encima con toda su fuerza en menos de una hora. Dado que es demasiado tarde para ordenar la evacuación, debemos trasladar a todos los huéspedes y al personal a las plantas altas, donde estarán más seguros.

– ¿Los remolcadores no podrían apartarnos de la trayectoria de la tormenta? -preguntó la directora de reservas, una mujer alta, de treinta y cinco años de edad, vestida con mucha elegancia.

– Ya les avisamos y no tardarán en llegar, pero con la mar arbolada les será tremendamente difícil sujetar los cabos de arrastre. Si no lo consiguen, no tendremos más alternativa que capear la tormenta.

Morton vio que el director de los recepcionistas levantaba la mano y le cedió la palabra.

– ¿No sería más seguro refugiarnos en los pisos debajo de la superficie?

– Si ocurre lo peor y la fuerza de las olas rompe los amarres, y el hotel queda a la deriva… -Morton sacudió la cabeza y encogió los hombros-. No quiero ni pensar en lo que pasaría si nos viéramos empujados contra el banco de la Natividad, que está a sesenta y cinco kilómetros al este, o contra la rocosa costa de Dominicana, donde se destrozarían todas las ventanas de los pisos inferiores.

– Gracias por la explicación. Si el agua inunda los pisos inferiores, los tanques de lastre no podrían mantener el hotel a flote y las olas lo harían pedazos contra las rocas.

– ¿Qué haremos si eso acaba pasando? -quiso saber el segundo de Morton.

En el rostro de Morton apareció una expresión solemne mientras miraba a todos los reunidos en la sala.

– Entonces abandonaremos el hotel, nos embarcaremos en los botes salvavidas y rogaremos a Dios para que al menos algunos nos salvemos.

9

Machacados por el despiadado castigo del huracán Lizzie, Barrett y Boozer luchaban a brazo partido para mantener al avión en un vuelo nivelado. Las diabólicas rachas dobles que golpeaban a Galloping Gertie por las dos bandas casi simultáneamente amenazaban con precipitarla al mar. Los pilotos trabajaban en equipo en sus esfuerzos para conseguir que Gertie volara recto. Con el timón averiado, cambiaban de dirección aumentando o reduciendo el número de revoluciones por minuto de los dos motores que les quedaban, al tiempo que accionaban los alerones.

Nunca en todos los años que llevaban persiguiendo las tormentas tropicales se habían encontrado con alguna que se aproximara ni siquiera remotamente a la increíble fuerza del huracán Lizzie. Era como si estuviese empeñado en destrozar el mundo entero.

Por fin, después de lo que parecieron treinta horas -pero que en realidad había sido poco más de media-, el color del cielo comenzó a cambiar del gris a un blanco sucio y luego a un azul brillante, cuando el maltrecho Orion escapó de los bordes de la tormenta y se encontró con el buen tiempo.

– Es imposible que podamos llegar a Miami -opinó Boozer después de mirar la carta de navegación.

– Está muy lejos para un avión con sólo dos motores, el fuselaje que apenas si se aguanta y el timón averiado -manifestó Barrett con tono grave-. Lo mejor será desviarnos a San Juan.

– Pues a San Juan de Puerto Rico y no se hable más.





– Es todo tuyo -dijo Barrett y apartó las manos de los controles-. Voy a ver cómo están los científicos. No quiero ni pensar en lo que encontraré.

Se desabrochó el arnés de seguridad y salió de la cabina.

El compartimiento principal del Orion era una ruina. Los ordenadores, las pantallas y las estanterías con los instrumentos electrónicos estaban desparramados como si los hubiesen volcado de un camión en el patio de un chatarrero. Los equipos, que habían estado sujetos con soportes capaces de aguantar las peores turbulencias, habían sido arrancados de cuajo como si la mano de un gigante se hubiera ensañado con ellos. La mayoría de los científicos estaban tumbados en el suelo, algunos inconscientes y malheridos. Los pocos que aún se mantenían en pie se ocupaban de atender a los demás dentro de sus posibilidades.

Sin embargo, eso no era lo peor. Barrett vio horrorizado que el fuselaje del Orion aparecía rajado en un centenar de lugares, y que habían saltado los remaches que sujetaban las planchas de aluminio a las costillas. A través de algunas de las grietas se veía el azul del cielo. Era evidente que si hubiesen permanecido cinco minutos más en la tormenta, el avión se hubiera deshecho en pleno vuelo y todos habrían acabado engullidos por el mar.

Steve Miller, uno de los meteorólogos, estaba atendiendo a un técnico en electrónica que tenía una fractura múltiple en el antebrazo.

– ¡Es increíble! -le dijo a Barrett, al tiempo que hacía un gesto en derredor-. Primero nos golpeó una ráfaga de trescientos cuarenta kilómetros por estribor y un par de segundos después otra todavía más violenta nos pegó por babor.

– Nunca había visto nada parecido -respondió Barrett, asombrado.

– Te lo juro. No hay registros de que hubiese ocurrido antes nada así. Dos rachas opuestas que chocan en una misma tormenta es una rareza meteorológica, y sin embargo ha ocurrido. En algún lugar en medio de todo este desastre tenemos todo lo necesario para demostrarlo.

– Galloping Gertie no está como para llegar a Miami -le informó Barrett-. Ya ves cómo quedó el fuselaje. Intentaremos llegar a San Juan; pediré que los vehículos de emergencia estén preparados.

– No te olvides de pedirles que tengan más ambulancias y asistentes sanitarios. Todos tenemos cortes y lesiones menores. Sólo las heridas de Delbert y Morris revisten cierta gravedad. Es una suerte que no tengamos a nadie en estado crítico.

– Tengo que volver a la cabina para ayudar a Boozer. Si hay algo…

– Nos la apañaremos -afirmó Miller-. Tú ocúpate de mantenernos en el aire y llevarnos a casa.

– Ten por seguro que lo estamos intentando.

Dos horas más tarde avistaron el aeropuerto de San Juan. Barret pilotó el avión con un toque exquisito apenas por encima de la velocidad de sustentación, para reducir al máximo el esfuerzo en la maltrecha estructura. Bajó los alerones y comenzó a dar una larga vuelta de aproximación a la pista. Podía hacer un único intento. No tendría una segunda oportunidad si no conseguía aterrizar a la primera.

– Ruedas abajo -ordenó en cuanto enfiló hacia la pista.

Boozer activó el tren de aterrizaje. Afortunadamente, las ruedas bajaron sin problemas. Los camiones de incendio y las ambulancias bordeaban la pista, con las dotaciones atentas al desastre después de escuchar por la radio los daños que había sufrido el avión.

El personal de la torre de control, que observaba al avión por prismáticos desde que había aparecido como un punto en el cielo, no daba crédito a sus ojos. Con un motor parado del que salía una columna de humo y un hueco en el ala donde había estado otro, parecía imposible que el Orion se mantuviera en el aire. Habían desviado todos los vuelos comerciales y los aviones daban vueltas alrededor del aeropuerto a la espera de que el drama llegara a su final. Ahora no podían hacer otra cosa que rezar.

El Orion se acercó muy bajo y con una lentitud desesperante. Boozer se ocupaba de los aceleradores para mantener el aparato en el rumbo correcto mientras Barrett accionaba los controles con gran finura. Posó al aparato con toda la suavidad humanamente posible cuando apenas había recorrido doscientos metros de la pista. Solo se notó un ligero rebote cuando los neumáticos chirriaron contra el cemento. No había posibilidad alguna de invertir el sentido de las dos hélices para que actuaran de freno. Boozer cerró los aceleradores y dejó que los motores funcionaran al ralentí mientras el avión continuaba carreteando por la pista.

Barrett pisó con delicadeza los frenos, atento a la verja que se elevaba un poco más allá del final de la pista. Siempre tenía el último recurso de pisar a fondo el freno izquierdo para desviarse bruscamente hacia la zona de hierba. Pero esta vez lo tenía todo a favor, y Gertie fue aminorando la marcha y se detuvo cuando le quedaban menos de sesenta metros para salirse de la pista.

Barrett y Boozer se reclinaron en los asientos y soltaron el aliento en el preciso momento en que el avión volvió a sacudirse y se escuchó un gran estrépito. Se quitaron los arneses y salieron de la cabina en un santiamén. Más allá del lugar donde estaban tumbados los científicos y se amontaban los instrumentos rotos, vieron la pista a través de un enorme boquete en el fuselaje.