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Poco después de volver a su casa en Hawai, los hermanos se enteraron por boca de su madre moribunda de que el padre -al que nunca habían conocido- era el director de proyectos especiales de la National Underwater and Marine Agency en Washington. La madre no les había hablado de él hasta que se encontró en su lecho de muerte. Sólo entonces les relató su amor y la razón por la que le había dejado creer que había muerto en un terremoto submarino, ocurrido veintitrés años atrás. Gravemente herida y desfigurada, había considerado que lo mejor para su marido era que viviera su propia vida, sin tener que cargar con ella. Varios meses más tarde había dado a luz a los mellizos. En recuerdo de su amor había llamado a su hija Summer, que era su nombre, y al hijo Dirk, como el padre.

Después del funeral, Dirk y Summer volaron a Washington para conocer a su padre. Su súbita aparición fue toda una sorpresa. Atónito al verse frente a un hijo y una hija de cuya existencia no tenía ni la más mínima idea, Dirk Pitt se sintió abrumado de felicidad, porque durante más de veinte años había creído que el gran amor de su vida estaba muerta. Pero luego lo invadió una profunda tristeza al saber que ella había vivido todos aquellos años como una inválida sin decirle ni una palabra y que había muerto sólo un mes antes.

Feliz a más no poder con la familia que nunca había sabido que tenía, los llevó inmediatamente al viejo hangar donde vivía con su gran colección de coches antiguos. Cuando se enteró de que por influencia de la madre ambos habían estudiado ciencias oceánicas, se había apresurado a conseguirles un empleo en la NUMA.

Ahora, después de dos años de trabajar en proyectos oceánicos por todo el mundo, ella y su hermano se habían embarcado en un viaje extraordinario para investigar y recoger datos de la extraña contaminación tóxica que estaba aniquilando la frágil vida marina en el banco de la Natividad y otros en el mar Caribe.

La mayoría de los arrecifes aún estaba a rebosar con peces y corales sanos. Las doradas se mezclaban con los enormes peces loros -de brillantes colores- y los meros, mientras que los pececillos tropicales de color amarillo y púrpura iridiscente se movían velozmente entre los diminutos hipocampos castaños y rojos. Las morenas miraban con expresión feroz, con la cabeza asomada en los agujeros del coral al tiempo que abrían y cerraban las mandíbulas amenazadoramente, a la espera de clavar sus dientes de aguja en la presa. Summer sabía que ese aspecto feroz sólo se debía a su forma de respirar, dado que carecían de agallas en el cuello. Nunca atacaban a los humanos a menos que se las provocara. Para que a uno lo mordiera una morena moray, casi había que meterle la mano en la boca.

Una sombra se deslizó sobre la arena en un claro del arrecife y la muchacha miró hacia arriba, casi convencida de que el tiburón martillo había regresado para echarle otra ojeada, pero se trataba de un grupo de cinco mantas moteadas. Una de ellas se apartó de la formación como si se tratara de un caza y dio una vuelta alrededor de Summer, mirándola con curiosidad antes de ascender rápidamente y unirse a las demás.

Después de recorrer otros treinta metros pasó por encima de una formación de gorgónidas y avistó un pecio. Una gran barracuda de un metro y medio de largo nadaba sobre los restos, y sus ojos como cuentas vigilaban atentamente todo lo que ocurría en sus dominios.

El buque de vapor Vandalia había naufragado en el banco de la Natividad en 1876, durante un feroz huracán. No había sobrevivido ni uno solo de los ciento ochenta pasajeros y treinta tripulantes. En las listas del Lloyd's de Londres figuraba como perdido sin dejar rastro, y su destino había continuado siendo un misterio hasta que los submarinistas aficionados habían descubierto sus restos cubiertos de coral en 1982.

Quedaba muy poco que permitiera identificar al Vandalia como un pecio. Después de ciento treinta años en el banco, lo cubría una capa coralina y de otras formas de vida marinas que iba desde los treinta centímetros a un metro de espesor. Las únicas señales evidentes de lo que había sido antaño un magnífico buque eran las calderas y las máquinas, que aún asomaban entre las cuadernas. La mayor parte de la madera había desaparecido, podrida por el agua salada o devorada por las criaturas del mar que comían cualquier cosa orgánica.

Construido por encargo de la West Indies Packet Company en 1864, el Vandalia tenía una eslora de noventa y ocho metros desde la punta de la proa al mástil de la bandera en la popa, trece metros de manga, alojamiento para doscientos cincuenta pasajeros y tres bodegas de carga. Hacía la ruta de Liverpool a Panamá; allí desembarcaba a los pasajeros y la carga, que cruzaban el istmo en tren hasta la costa del Pacífico, donde otros buques los llevaban en la última parte del viaje hasta California.

Eran muy pocos los buceadores que habían rescatado objetos del Vandalia . Resultaba difícil de encontrar debido a que se confundía con el resto del arrecife. Quedaba poco del barco después de haber sido aplastado en plena noche por las tremendas olas levantadas por el huracán, que lo habían sorprendido antes de que pudiera refugiarse en los puertos de Dominicana o de las islas Vírgenes.

Summer vagabundeó sobre el viejo pecio, arrastrada por una suave corriente, mientras intentaba imaginarse a las personas que una vez habían caminado por sus cubiertas. Notaba una sensación espiritual. Era como si estuviese volando sobre un cementerio y las almas de los difuntos le hablaran desde el pasado.

No olvidó ni por un momento a la gran barracuda que se mantenía inmóvil en el agua. La comida no representaba un problema para el pez de aspecto feroz. Había suficientes peces que vivían en el viejo Vandalia o en sus alrededores, tantos como para llenar una enciclopedia de ictiología.





Se obligó a no pensar en la tragedia. Nadó con mucha precaución alrededor de la barracuda, que no le quitaba los ojos de encima. Cuando estuvo a una distancia prudencial, se detuvo para leer en el medidor de presión la cantidad de aire que le quedaba en las botellas, marcó su posición en el GPS, alineó la aguja de la brújula en relación con el habitáculo submarino donde ella y su hermano estaban viviendo mientras realizaban sus estudios del arrecife y anotó la lectura. Notó una ligera flotación y la neutralizó, dando salida a un poco de aire del compensador de flotación que llevaba a la espalda.

Vio que los brillantes colores se apagaban y el coral perdía su color después de nadar otro centenar de metros. Cuanto más se alejaba mayor era el número de esponjas quebradizas y enfermas, hasta que morían y dejaban de existir. La visibilidad en el agua también disminuyó drásticamente, hasta que llegó a un punto que no veía más allá de la punta de los dedos.

Tenía la sensación de haber entrado en una densa niebla. Era el llamado légamo marrón, un misterioso fenómeno que aparecía por todo el mar Caribe. El agua cerca de la superficie era una siniestra masa marrón que los pescadores describían con el aspecto de aguas residuales. Hasta ahora nadie sabía exactamente qué causaba el légamo ni cómo se originaba. Los científicos marinos creían que estaba vinculado con algún tipo de alga, aunque aún tenían que demostrarlo.

Curiosamente, el légamo no parecía matar a los peces, como ocurría con su famosa prima, la marea roja. Los peces evitaban el contacto con lo peor de los efectos tóxicos, pero muy pronto comenzaban a pasar hambre después de perder sus zonas de alimentación y refugio. Summer advirtió que las brillantes anémonas marinas, con sus filamentos extendidos para capturar la comida en la corriente, también parecían muy castigadas por la aparición del extraño invasor en sus terrenos. Su proyecto más inmediato era sencillamente recoger unas cuantas muestras preliminares. Más tarde utilizarían cámaras e instrumentos de análisis químico en la zona muerta del banco de la Natividad para detectar y medir su composición, con el propósito de descubrir las contramedidas adecuadas para erradicarlo.

La primera inmersión del proyecto era puramente de exploración, para ver de primera mano los efectos del légamo. De ese modo, ella y los otros científicos marinos a bordo del barco de exploración científica fondeado en la zona podrían evaluar el problema en toda su dimensión y establecer los procedimientos precisos para estudiarlo.

El primer aviso de la invasión del légamo marrón lo había dado en 2002 un buceador profesional que trabajaba frente a las costas de Jamaica. El desconcertante fenómeno había dejado un rastro de destrucción submarina invisible desde la superficie, mientras salía del golfo de México y rodeaba los cayos de Florida. Summer comenzaba a descubrir que aquella irrupción se parecía muy poco a la de aquí. El légamo en el banco de la Natividad era mucho más tóxico. Vio estrellas de mar y también crustáceos, como gambas y langostas, muertos. Observó asimismo que los peces que nadaban en el agua descolorida parecían aletargados, casi comatosos.

Sacó varios frasquitos de una bolsa que llevaba sujeta a uno de los muslos y comenzó a tomar muestras del agua. También recogió varias estrellas de mar y crustáceos y los metió en la bolsa de red que llevaba sujeta al cinturón de lastre.

Cuando acabó de tapar los frasquitos, los guardó en la bolsa y comprobó de nuevo la reserva de aire. Todavía le quedaban más de veinte minutos de inmersión. Verificó una vez más las lecturas de la brújula y comenzó a nadar en la dirección por la que había venido, y no tardó en encontrarse de nuevo en aguas limpias y cristalinas.

Al observar por casualidad el fondo, que se había convertido en un delgado río de arena, vio la entrada a una pequeña caverna en el coral, que no había advertido antes. A primera vista se parecía a cualquiera de las otras veinte que había pasado en los últimos cuarenta y cinco minutos, pero en esta había algo diferente. La entrada tenía las esquinas cuadradas, como si la hubiesen tallado. En su imaginación vio un par de columnas revestidas de coral.

Una cinta de arena conducía al interior. Dominada por la curiosidad, y con una amplia reserva de aire, nadó hasta la entrada de la caverna y espió en la penumbra.

A un par de metros en el interior de la caverna, el azul de las paredes reverberaba con los rayos del sol. Summer nadó lentamente sobre el fondo arenoso mientras el azul se oscurecía cada vez más y acababa por convertirse en marrón al cabo de unos metros. Una súbita inquietud la hizo mirar por encima del hombro, pero se tranquilizó al ver la luminosidad que le señalaba la entrada. Sin una linterna no podía ver nada, y no hacía falta tener mucha imaginación para pensar que algo peligroso podía estar al acecho en la oscuridad. Dio media vuelta y nadó hacia la entrada.