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– ¿Qué debo hacer con ella? -pregunté.

– Si tuvieras niños pequeños, podrías haberla convertido en una casita de juegos. Pero en tu caso no sirve más que para hacer leña.

Le conté que Louise vendría a casa en diciembre.

– En realidad, no comprendo cómo pudiste verla en la foto del periódico. Era muy mala. Y aun así, descubriste que era ella.

– Uno nunca sabe por qué ve lo que ve. Andrea la echa de menos. No pasa un día sin que se ponga los zapatos y pregunte por ella. Así que la recordamos a menudo.

– ¿Le mostraste a Andrea la fotografía?

– Por supuesto que sí.

– Pues no creo que sea apropiada para niños. Después de todo, ¡estaba desnuda!

– ¿Y qué? No es bueno para los niños ocultarles la verdad. Los niños sufren con las mentiras, al igual que los adultos.

Hans desapareció tras la rueda del timón y metió la marcha atrás. Yo fui al cobertizo a buscar un hacha, volví y corté la cabina en pedazos. Me resultó bastante fácil, puesto que la madera estaba podrida.

Acababa de terminar y estaba estirando la espalda cuando sentí en el pecho un dolor punzante. Puesto que había diagnosticado angina de pecho muchas veces en mi vida, supe enseguida a qué se debía el dolor. Me senté sobre una piedra, respiré hondo, me desabotoné la camisa y aguardé. Después de unos diez minutos, pasó el dolor. Esperé otros diez minutos antes de volver a casa, caminando muy despacio. Eran las once de la mañana. Llamé a Jansson. Tuve suerte, era uno de los días en que no salía a repartir correo. No le dije nada de mi dolor, sólo que viniese a buscarme.

– Pues vaya una decisión más repentina -observó.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Por lo general, sueles preguntarme con una semana de antelación.

– ¿Puedes venir a recogerme o no?

– Estaré en el embarcadero dentro de media hora.

Cuando llegamos a tierra, le dije que lo más probable era que volviese ese mismo día, pero que no podía precisar la hora. Jansson estallaba de curiosidad, pero no le di ninguna pista.

En el centro de salud expliqué lo que me había sucedido. Tras una breve espera me sometieron a los exámenes habituales, me hicieron una ecografía y pude hablar con un médico. Pensé que sería uno de los médicos contratados que van y vienen entre los centros de salud de pueblos que no logran atraer a personal dispuesto a quedarse periodos más largos. Me dio la medicación y el tratamiento que yo esperaba. Y también un volante para el hospital, donde me examinarían más a fondo.

Llamé a Jansson y le pedí que viniese a recogerme. Luego compré dos botellas de coñac y volví al puerto.

Y fue después, ya de vuelta en la isla, cuando sentí miedo. La muerte había venido a probar mi capacidad de resistencia. Me tomé una copa de coñac. Entonces subí a la cumbre y lancé al mar un grito, con todas mis fuerzas. Grité para deshacerme del miedo, que yo disfrazaba de ira.

El perro estaba sentado a cierta distancia, observándome.

Ya no quería estar solo. No quería llegar a ser como algunas de las rocas, mudos testigos del paso inexorable de los días y del tiempo.

El 3 de diciembre me hicieron las pruebas en el hospital. Mi corazón no presentaba ningún fallo grave. Los medicamentos, algo de ejercicio y una alimentación adecuada podrían mantenerme vivo muchos años aún. El médico tenía más o menos mi edad. Y le dije la verdad, que yo también había sido médico pero que ahora me encargaba de un puerto pesquero de la costa. Mostró un amable desinterés por mi confidencia y, a modo de despedida, me dijo que padecía una angina de pecho nada grave.

Louise llegó el 7 de diciembre. La temperatura había descendido, el otoño empezaba a dejar paso al invierno. El agua de lluvia que formaba charcos en las rocas empezó a congelarse por las noches. Louise me llamó desde Copenhague y me pidió que avisase a Jansson para que la recogiera. La comunicación se interrumpió antes de que yo pudiese hacerle más preguntas. Encendí el radiador en la caravana, cepillé sus zapatos, barrí y puse sábanas limpias en la cama.

El dolor en el pecho no se había repetido. Le escribí una carta a Agnes para preguntarle si había terminado de pensárselo. Recibí una postal por respuesta. Era una reproducción de un cuadro de Van Gogh, y me decía simplemente: «Aún no».

Me pregunté qué habría pensado Jansson cuando la leyó.

Louise bajó al embarcadero sin más equipaje que la misma mochila que llevaba cuando partió. Pensé que aparecería arrastrando grandes maletas llenas de todo lo que hubiese ido comprando durante su expedición. Pero la mochila se veía más vacía si cabe que cuando se marchó.

Jansson parecía querer quedarse en el embarcadero. Le tendí un sobre con la cantidad que solía pedir por cada carrera y le di las gracias. Louise saludó al perro. El animal y ella parecieron conectar de inmediato. Abrí la puerta de la caravana, que estaba caldeada. Ella dejó la mochila y vino conmigo a la casa. Antes de entrar, se detuvo un instante ante el pequeño túmulo bajo el manzano.

Para cenar preparé bacalao, que Louise comió como si llevase tiempo pasando hambre. Me pareció más pálida y quizá también más delgada que cuando se marchó. Me contó que, cuando dejó la isla, ya había estado madurando la idea de irrumpir en alguna de las cumbres políticas que se celebraban cada año.

– Lo planeé todo sentada en el banco que hay junto al cobertizo -confesó-. Me daba la sensación de que las cartas no tenían la menor repercusión. Comprendí que tal vez nunca la hubiesen tenido, salvo para mí misma. Y, en esta ocasión, opté por otra vía.

– ¿Por qué no me dijiste nada?

– No te conozco lo suficiente. Quizás hubieses intentado impedírmelo.

– ¿Por qué iba a hacer tal cosa?





– Harriet siempre intentaba convencerme para que hiciese lo que ella quería. ¿Por qué ibas a ser tú distinto?

Yo quería hacerle más preguntas sobre su viaje, pero ella negó con un gesto. Estaba cansada y necesitaba dormir.

Hacia la medianoche la acompañé a la caravana. El termómetro del exterior indicaba un grado. Louise se estremeció de frío y me tomó del brazo. Era la primera vez que hacía algo así.

– Echo de menos el bosque -confesó-. Y echo de menos a mis amigos. Pero ahora la caravana está aquí. Has sido muy amable al caldearla antes de mi llegada. Esta noche dormiré profundamente y soñaré con todos los cuadros que he visto durante los meses que he estado fuera.

– También he cepillado los zapatos rojos -advertí.

Louise me besó en la mejilla antes de entrar en la caravana.

Se mantuvo algo apartada los primeros días después de su llegada. Venía a comer cuando la llamaba, pero hablaba poco y llegaba incluso a irritarse cuando le hacía demasiadas preguntas. Una noche bajé a la caravana a mirar por la ventana. Estaba sentada a la mesa, escribiendo algo en un bloc de notas. De repente, volvió el rostro hacia la ventana. Yo me agaché como un rayo y contuve la respiración. No abrió la puerta y yo confiaba en que no me hubiese visto.

Mientras esperaba a que volviese a ser accesible, me dediqué a dar a diario un paseo con el perro, para mantenerme en forma. El mar tenía un color plúmbeo y las aves escaseaban cada vez más. El archipiélago estaba encerrándose en su cascarón invernal.

Una noche, redacté lo que sería mi nuevo testamento. Por supuesto, Louise heredaría todo cuanto poseía. Me angustiaba la idea de la promesa que le había hecho a Agnes. Pero hice lo que siempre hacía, ahuyentaba el desasosiego y pensaba que, seguramente, hallaríamos una solución llegado el momento.

La mañana del decimoctavo día de su llegada, encontré a Louise sentada a la mesa de la cocina cuando yo bajé a desayunar, hacia las siete.

– Ya me he repuesto del cansancio -declaró-. Ahora ya estoy en disposición de volver a ver gente.

– Agnes -propuse-. Me gustaría invitarla a venir. Tal vez tú puedas convencerla de que venga con las chicas.

Louise me miró inquisitiva, como si no me hubiese oído bien. Pero no intuí el inminente peligro. Le conté la visita de Agnes, aunque, claro está, nada dije de lo sucedido entre nosotros.

– Se me había ocurrido que Agnes y sus chicas podrían mudarse aquí cuando pierdan la casa en la que tienen el centro de rehabilitación.

– ¿Piensas regalar la isla?

– Aquí no estamos más que el perro y yo. Todo este espacio podría empezar a ser otra vez de alguna utilidad, ¿no te parece?

Louise golpeó fuera de sí la taza que tenía delante y que, junto con el plato, cayó al suelo rompiéndose en mil pedazos.

– ¿Piensas regalar mi herencia? ¿Ni siquiera me darás la satisfacción de poder heredarte? Yo, que hasta ahora no he recibido nada de nada.

Más que responder, balbuceé:

– No voy a darle nada. Simplemente, le permitiré vivir aquí.

Louise se quedó observándome un rato. Parecía una serpiente. Después, se levantó de la silla con tal violencia que la volcó. Agarró su cazadora y se marchó dejando la puerta abierta. Esperé que volviese hasta el último instante.

Al cabo de unos minutos cerré la puerta. Por fin había comprendido qué había supuesto para ella el hecho de que yo, un buen día, apareciese ante la puerta de su caravana. Con ello le había otorgado un entorno al que pertenecer. Incluso había abandonado el bosque por el mar, por mí y por mi isla. Y ahora creía que pensaba arrebatárselo todo.

Yo había apartado todo pensamiento acerca de lo que sería de la isla cuando yo faltase. Salvo Louise, nadie podía reclamarla en herencia. En alguna ocasión, sopesé la idea de donarla a alguna fundación del archipiélago. Pero tal gesto no conduciría más que a facilitarles a los avariciosos políticos la posibilidad de sentarse a disfrutar del mar en mi embarcadero. Ahora, en cambio, todo era distinto. Si fallecía aquella misma noche, Louise aparecería como mi única heredera por línea directa. Lo que hiciese a partir de ese momento, sería su opción y su responsabilidad.

Louise no volvió a subir a la casa en todo el día. Por la noche, bajé a la caravana y la encontré tumbada en la cama. Tenía los ojos abiertos, pero dudé antes de dar unos golpecitos en la puerta.

– ¡Vete de aquí!

Me gritó con voz chillona y tensa.

– No puede ser que no podamos hablar de ello.

– Me voy.

– Nadie podrá quitarte la isla nunca. No tienes por qué preocuparte.

– ¡Fuera!

– ¡Abre la puerta!

Tanteé el picaporte y comprobé que no había echado la llave. Pero no me dio tiempo a abrirla, pues ella se adelantó y me la estampó en la boca. Me reventó los labios y, al caer hacia atrás, me golpeé la cabeza contra una piedra. Antes de que hubiese logrado levantarme, ella se me vino encima y me golpeó en el rostro con los restos de una vieja cinta de corcho que había en el suelo.