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No me indicaba la dirección a la que podía escribirle. Aun así, aquella noche me senté a redactar una carta. Le hacía en ella comentarios sobre las fotografías, le hablaba de mi memoria, que fallaba, y le describía mis paseos por las rocas en compañía de Carra. Intenté explicarle cómo andaba a tientas por mi vida, como si hubiese ido a parar a un paisaje lleno de espinos en el que apenas si podía abrirme paso.

Pero sobre todo le decía que la echaba de menos. Lo repetía una y otra vez en la carta.

Cerré el sobre, le puse un sello y escribí su nombre. Después, la dejé en la mesa, a la espera de que un día me enviase su dirección.

Acababa de acostarme aquella noche, cuando sonó el teléfono. Me sobresalté, el corazón se me aceleró. A aquellas horas, no podía tratarse de una buena noticia. Bajé a la sala y contesté al teléfono. Carra, que estaba tumbada en el suelo, me miró inquisitiva.

– Soy Agnes. Espero no haberte despertado.

– No importa, de todos modos, duermo demasiado.

– Voy a ir a verte.

– ¿Estás en el muelle del puerto?

– No, aún no. Pensaba llegar mañana, si te va bien.

– Desde luego que sí.

– ¿Puedes ir a recogerme?

Oí el viento y las olas que se estrellaban contra los acantilados de Norrudden.

– Hace demasiado viento para mi barco. Pero lo arreglaré con alguien. ¿Cuándo llegas?

– A la hora del almuerzo.

– Ya procuraré que haya alguien esperándote para traerte.

Se despidió de forma tan brusca como había comenzado la conversación. Noté que estaba nerviosa. Al parecer, tenía prisa por venir.

Empecé a limpiar a las cinco de la mañana. Cambié la bolsa de la antigualla que tenía por aspiradora y comprendí que mi casa estaba, una vez más, llena de polvo.

Me llevó tres horas conseguir que quedase más o menos limpia. Después del baño, me sequé para entrar en calor y me senté a la mesa de la cocina para llamar a Jansson. Pero en lugar del suyo, marqué el número de la guardia costera. Hans Lundman se encontraba en uno de los barcos, pero me devolvió la llamada quince minutos después. Le pregunté si podía recoger en el embarcadero a una mujer y traerla a mi casa.

– Ya sé que no te está permitido llevar pasajeros -le dije-. Sé que está prohibido.

– Bueno, podemos hacer una patrulla por tu islote -respondió-. ¿Cómo se llama el pasajero?

– No, es una mujer. No puedes confundirte: sólo tiene un brazo.

Hans se parecía a mí. Al contrario que Jansson, ocultábamos nuestra curiosidad y apenas si hacíamos preguntas i

Fui con Carra a dar un paseo por la isla. Era el 1 de noviembre, el mar se tornaba cada vez más gris, los árboles perdían sus últimas hojas. La visita de Agnes provocó en mí una gran expectación. Ante mi sorpresa, noté que me excitaba. Me la imaginaba en medio del suelo de la cocina, desnuda con el muñón al descubierto. Me senté en el banco junto al embarcadero y soñé una historia de amor imposible. Ignoraba qué querría Agnes, pero estaba seguro de que no venía a declararme su amor.

Tomé la espada y la maleta de Sima, que estaban en el cobertizo, y las llevé a la cocina. Agnes no me había dicho si pensaba quedarse, pero le preparé la cama en la habitación del hormiguero.

Había decidido sacar el hormiguero con la carretilla y asignarle algún lugar del prado, ya cubierto de arbustos y maleza. Pero como tantos otros planes, no había llegado a ponerlo en práctica.

Hacia las once me afeité y elegí una ropa que me puse para desecharla enseguida. Estaba nervioso como un adolescente ante aquella visita. Finalmente, volví a vestirme con la ropa de siempre, pantalón oscuro, mis botas recortadas y un jersey grueso con algún que otro cabo suelto. Ya por la mañana había sacado un pollo del congelador.

Recorrí la casa, quitando el polvo, aunque ya estaba limpio. A las doce me puse el chaquetón y bajé al embarcadero a esperarla. No era día de correo, así que Jansson no vendría a molestar. Carra estaba sentada en el borde del embarcadero y parecía intuir que algo iba a suceder.

Hans Lundman venía en el gran crucero de la guardia costera. Sus potentes motores se oían desde lejos. Cuando el barco asomó por la bocana de la bahía, me levanté del banco. Hans fondeó sólo por la proa, pues las aguas eran poco profundas junto al embarcadero. Agnes salió de la cabina de mandos con una mochila colgada al hombro. Hans llevaba el uniforme. Se inclinó apoyando las manos sobre la falca.

– ¡Gracias! -le grité.

– Tenía que pasar por aquí de todos modos. Vamos a Gotland a buscar un velero sin capitán.

Nos quedamos viendo cómo retrocedía la gran embarcación. El cabello de Agnes se agitaba al viento. Sentí un deseo casi irrefrenable de besarla.





– Esto es muy hermoso -comentó-. He intentado imaginarme tu isla muchas veces. Pero veo que mis figuraciones eran erróneas.

– ¿Qué veías en tu imaginación?

– La fronda. Pero no los acantilados de cara al mar abierto.

El perro se nos acercó y Agnes me miró inquisitiva.

– ¿No decías que tu perro había muerto?

– Me dieron otro. Una policía. Es una larga historia. Se llama Carra.

Emprendimos la subida hacia la casa. Yo quise llevarle la mochila, pero ella se negó. Cuando entramos en la cocina, lo primero que vio fue la espada y la maleta de Sima. Agnes se sentó en una silla.

– ¿Fue aquí donde ocurrió? Quiero que me lo cuentes todo. Inmediatamente. Ahora mismo.

Le fui dando cuenta de todos los detalles, tan desagradables que jamás se borrarían de mi memoria. Hasta que se le empañaron los ojos. Mi descripción resultó más bien un discurso fúnebre, no las observaciones clínicas de un suicidio que culminó en la cama de un hospital. Cuando terminé, Agnes no me hizo ninguna pregunta. Simplemente, revisó el contenido de la maleta.

– ¿Por qué lo hizo? -pregunté-. Algo debió de ocurrir para que viniese aquí. Jamás imaginé que intentaría quitarse la vida.

– Tal vez porque aquí encontró cierta seguridad. Algo inesperado para ella.

– ¿Seguridad? ¡Pero si se suicidó!

– Quizás esas situaciones sean tan desesperadas, que se precisan unas condiciones de tranquilidad para dar el último paso hacia la muerte. Quién sabe si no encontró esas condiciones aquí, en tu casa. Ella intentaba quitarse la vida de verdad. Sima no quería vivir. El que se hiciera los cortes no suponía un grito de socorro. Se los hizo para no tener que seguir oyendo el eco de sus propios gritos dentro de sí.

Le pregunté cuánto pensaba quedarse. Y ella me preguntó si podía quedarse hasta el día siguiente. Le mostré la cama en la habitación de las hormigas. Y se echó a reír. Por supuesto, me dijo, podía dormir allí sin problemas. Le dije que había pollo para cenar. Agnes fue al cuarto de baño y, cuando volvió, se había cambiado de ropa y se había recogido el pelo.

Me pidió que le mostrase la isla. Carra nos seguía. Le hablé del día que la vimos corriendo detrás del coche y cómo después nos guió hasta el cadáver de Sara Larsson. Noté que le molestaba mi charla. Quería disfrutar de lo que veía. Hacía un frío día otoñal, la fina alfombra de brezo se encogía al viento. El mar tenía un color plúmbeo y las rocas estaban cubiertas de olorosas algas. Algún que otro pájaro alzaba el vuelo desde las grietas y se dejaba llevar por las corrientes de aire que solían formarse frente a los acantilados. Llegamos hasta Norrudden, desde donde sólo se ven los atolones de Sillhällarna, los cuales apenas si dejan ver sus cimas sobre la superficie del agua, antes de que el mar abierto tome el relevo. Yo me quedaba un poco rezagado, observándola. Parecía emocionada ante lo que veía. Después, se volvió hacia mí y gritó:

– Hay algo que no te perdonaré jamás. Que ya no puedo aplaudir. Es uno de los derechos humanos, poder alegrarse por dentro y después poder expresarlo entrechocando las palmas de las manos.

Ni que decir tiene que no había nada que yo pudiese responder. Y ella lo sabía. Vino hacia mí, dándole la espalda al viento.

– Ya lo hacía de niña.

– ¿El qué?

– Aplaudía cada vez que salía al campo y veía algo hermoso. ¿Por qué habríamos de aplaudir sólo cuando vamos a un concierto o cuando alguien pronuncia un discurso? ¿Por qué no va uno a aplaudir aquí, en medio de un acantilado? Yo creo que no he visto nunca nada más hermoso que esto. Te envidio por vivir aquí.

– Yo puedo aplaudir por ti -le propuse.

Agnes asintió y me condujo hasta la roca más alta y saliente. Mientras ella gritaba ¡bravo!, yo aplaudía. Fue una experiencia extraordinaria.

Proseguimos nuestro paseo hasta que llegamos a la caravana, en la parte trasera de la casa.

– No hay ningún coche, ni tampoco ninguna carretera, pero sí una caravana -observó-. Y un par de preciosos zapatos de tacón de color rojo.

La puerta estaba abierta y fija con un trozo de madera que yo le había puesto para que no diese golpes con el viento. Los zapatos relucían en la entrada. Nos sentamos en el banco, al abrigo de la brisa. Y le hablé de mi hija y de la muerte de Harriet. Pero evité contarle mi traición. De repente, me di cuenta de que no me escuchaba. Su mente estaba ocupada en otro asunto y comprendí que existía una razón concreta para su presencia en mi isla. No sólo quería ver mi cocina y recuperar la espada y la maleta.

– Hace frío -observó-. Es posible que los mancos seamos más sensibles que los demás al frío. La sangre se ve obligada a tomar otros caminos.

Entramos y nos sentamos en la cocina. Encendí unas velas que coloqué sobre la mesa. Ya empezaba a atardecer.

– Van a quitarme la casa -confesó de pronto-. La tengo alquilada, pues nunca pude permitirme comprarla. Ahora los propietarios piensan quitármela. Sin la casa, no me es posible continuar. Claro que puedo encontrar trabajo en alguna institución estatal. Pero no es eso lo que yo quiero.

– ¿Quiénes son los propietarios?

– Dos hermanas millonarias que viven en Lausana. Se han agenciado una fortuna vendiendo falsos productos de salud. Al final, siempre terminan por verse obligadas a dejar de hacerles publicidad, porque sólo contienen un polvo sin propiedad alguna, mezclado con vitaminas. Pero enseguida vuelven a la carga con nuevos nombres y otros envases. La casa pertenecía a su hermano, que falleció sin más herederos que las hermanas. Y ahora quieren quitarme la casa puesto que los habitantes del pueblo se han quejado de mis muchachas. Y con la casa, me quitan también a las chicas. Vivimos en un país donde la gente pretende que aquellos que son diferentes vivan aislados en el bosque, o quizás en una isla como ésta. Sentía que necesitaba alejarme un tiempo para reflexionar. Tal vez para pasar mi luto. O tal vez para soñar que tenía dinero para comprar la casa. Pero no lo tengo.