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– ¿Cómo pudo pasar? -quiso saber Louise cuando dejé de hablar.

– Pudo pasar -respondí-. Si vives lo suficiente, llegarás a comprender que no hay nada imposible.

– Tengo pensado llegar a vieja -aseguró-. Pero, dime, ¿por qué pareces enojado? ¿Por qué te has puesto tan desagradable?

Yo alcé los brazos en un gesto de resignación.

– No era mi intención. Tal vez porque estoy cansado. Pronto serán las seis y media de la mañana y llevamos toda la noche aquí. Deberíamos dormir unas horas.

– Bueno, pues vamos a casa -dijo Louise al tiempo que se levantaba-. No han llamado del hospital.

Yo me quedé sentado.

– No puedo dormir en esa cama tan estrecha.

– Bien, pues me acostaré en el suelo.

– Creo que sólo nos dará tiempo de llegar a la caravana y ya tendremos que volver al hospital.

Louise volvió a sentarse. Me di cuenta de que estaba tan cansada como yo. El hombre que había detrás de la barra había vuelto a dormirse con la barbilla incrustada en el pecho.

Las luces de neón del techo seguían observándonos como los burlones ojos de un dragón.

5

El alba llegó como una liberación.

A las ocho y media regresamos al hospital. Habían empezado a caer ligeros copos de nieve. Vi en el retrovisor mi rostro cansado y sentí un pinchazo, una sensación de muerte, de fatalidad.

Caía en picado, inmerso en mi propio epílogo. Me quedaban una serie de entradas y salidas, pero poco más.

Absorto en mis cavilaciones me pasé la salida hacia el hospital. Louise me miró inquisitiva.

– Tendríamos que haber girado a la derecha.

No respondí, sino que di la vuelta a la manzana y entré por donde debía. Ante la puerta de urgencias se encontraba una de las enfermeras con la que habíamos hablado durante la noche. Estaba fumándose un cigarrillo y nos dio la impresión de que no se acordaba de nosotros. De haber vivido en otra época, me dije, aquella mujer podría haber formado parte de uno de los cuadros de Caravaggio.

Entramos. La puerta de la habitación en la que habíamos dejado a Harriet estaba abierta. La sala, vacía. Le pregunté por Harriet a una enfermera que venía por el pasillo. La mujer nos miró curiosa. Debíamos de parecer dos escarabajos que se hubiesen arrastrado a la superficie después de pasar la noche bajo las frías piedras.

– La señora Hörnfeldt no está -explicó la enfermera.

– ¿Adónde la han enviado?

– No la hemos enviado a ninguna parte. Se marchó. Se vistió y desapareció. Y nosotros no podemos hacer nada.

La mujer parecía enojada, como si Harriet la hubiese traicionado a ella personalmente.

– Alguien debió de verla salir, ¿no? -pregunté.

– El personal de guardia iba a controlar sus constantes de forma periódica. A las siete y cuarto ya no estaba.

Miré a Louise, que movió los ojos de un modo que yo interpreté como una señal.

– ¿Se dejó algo olvidado? -preguntó Louise.

– Nada.

– En ese caso, seguro que se ha ido a casa.

– Si no quería quedarse aquí, debería habernos avisado.

– Bueno, ella es así -dijo Louise-. Es mi madre.

Salimos del hospital por la puerta de urgencias.

– Yo la conozco bien -insistió Louise-. Y sé dónde está. Ella y yo hicimos un trato cuando yo era niña. Si nos perdíamos, nos veríamos en la cafetería más cercana.

Rodeamos el hospital hasta llegar a la puerta principal. Allí, en el gran vestíbulo de la entrada, había una cafetería.

Harriet estaba sentada a una mesa, con una taza de café. Cuando nos vio acercarnos, nos hizo una seña. Casi parecía contenta de vernos.

– Aún no sabemos qué es lo que te ocurre -la reprendí en tono severo-. Deberías haber dejado que los médicos comprobasen los resultados de las pruebas.

– Tengo cáncer y voy a morir -sentenció Harriet-. No dispongo de tiempo para quedarme ingresada en un hospital agobiándome. No sé qué me pasó ayer. Supongo que bebí demasiado. Pero ahora quiero irme a casa.

– ¿A la mía o a Estocolmo?

Harriet se agarró al brazo de Louise para levantarse. Tenía el andador junto a una estantería con periódicos. Se aferró al manillar con sus frágiles dedos. No conseguía explicarme cómo me sacó de la laguna.

Cuando volvimos a la caravana, nos tumbamos los tres sobre la estrecha cama. Yo ocupaba el sitio del borde exterior, con un pie apoyado en el suelo, y no tardé en caer vencido por el sueño.

Mientras dormía se me apareció Jansson con el hidrocóptero. Se recortaba en la neblina como un tiburón visto a través del hielo. Yo me escondí tras una roca hasta que desapareció. Cuando me levanté, vi a Harriet con el andador en medio del hielo. Estaba desnuda y, a sus pies, había un gran agujero.





Me desperté sobresaltado. Las dos mujeres dormían. Pensé fugazmente que debería ponerme el chaquetón y salir de la caravana. Pero me quedé allí. Y no tardé en volver a dormirme.

Nos despertamos al mismo tiempo. Era la una. Salí a orinar. Había dejado de nevar y las nubes empezaban a despejarse.

Nos bebimos un café y Harriet me pidió que le tomase la tensión, pues le dolía la cabeza. Constaté que estaba un poco alta. Louise quiso que se la tomase también a ella.

– Será uno de los primeros recuerdos que tenga de mi padre, el día en que me tomó la tensión -dijo-. Primero, los cubos de agua; luego esto.

La tenía muy baja. Le pregunté si sufría mareos.

– Sólo cuando estoy borracha.

– Y de lo contrario, ¿nada?

– Jamás en mi vida he sufrido un desmayo.

Guardé el tensiómetro. Nos tomamos el café y ya eran las dos y cuarto. Hacía calor en la caravana. ¿Quizá demasiado? Un calor pobre en oxígeno, sofocante, que a lo mejor las hizo perder el buen humor. Como quiera que fuese, de repente me vi atacado desde dos frentes al mismo tiempo. Todo empezó cuando Harriet me preguntó cómo me sentía al saber que tenía una hija, ahora que ya habían pasado varios días desde que recibí la noticia.

– ¿Que cómo me siento? Creo que no puedo contestarte.

– Tu indiferencia es aterradora -aseguró ella.

– Tú no tienes ni idea de cómo me siento -respondí.

– Te conozco.

– ¡Llevamos casi cuarenta años sin vernos! No soy el mismo de entonces.

– No sólo eres demasiado cobarde para admitir que tengo razón. En aquella ocasión, no tuviste el valor de decirme que querías que lo dejásemos. Huiste entonces como huyes ahora. ¿No podrías decir la verdad, por una vez en tu vida? ¿No hay en ti el menor vestigio de verdad?

Antes de que alcanzase a contestar, Louise replicó que, de un hombre capaz de abandonar a Harriet como yo lo hice, no cabe esperar otra reacción que la de la indiferencia ante la inesperada noticia de que tiene un hijo; tal vez miedo, en el mejor de los casos, cierta curiosidad.

– No pienso admitir lo que decís -repuse-. He pedido perdón por lo que hice entonces y no tenía por qué saber que tenía un hijo, puesto que tú nunca me lo dijiste.

– ¿Cómo iba a contártelo si desapareciste?

– Cuando íbamos en el coche, camino de la laguna, tampoco me dijiste que hubieses intentado localizarme.

– ¿Estás acusando de mentirosa a una moribunda?

– No estoy acusando a nadie.

– ¡Di la verdad! -gritó Louise-. Responde a su pregunta.

– ¿Qué pregunta?

– Sobre la indiferencia.

– No soy indiferente. Me siento feliz.

– Pues yo no veo en ti el menor rastro de felicidad.

– La caravana es demasiado pequeña para ponerse a bailar sobre la mesa, si es eso lo que quieres ver.

– No te creas que hago esto por ti -exclamó Harriet-. Lo hago por ella.

Nos gritamos. En el reducido espacio de la caravana, las paredes parecían a punto de reventar. Como es natural, en el fondo, yo sabía que ellas tenían razón. Las había decepcionado y, seguramente, no había dado muestras de especial alegría ante el inesperado encuentro con mi hija. Pese a todo, no pude soportarlo. Ignoro cuánto tiempo nos dedicamos a aquel griterío absurdo, a aquella airada discusión. En varias ocasiones creí que Louise cerraría su puño de boxeador para asestarme un golpe. No me atrevía a imaginar siquiera a cuánto subiría la tensión de Harriet. Al final me levanté, agarré mi maleta, mi chaquetón y los zapatos.

– ¡Ahí os quedáis! -grité antes de salir de la caravana.

Louise no salió a buscarme. Ninguna de las dos me llamó. El silencio era absoluto. Fui descalzo hasta el coche, me senté al volante y me marché de allí. Ya en la carretera principal me detuve, me quité los calcetines mojados y me puse los zapatos en los pies desnudos.

Aún estaba indignado por las acusaciones. Una y otra vez, durante el viaje, acudía a mi mente la conversación. A veces modificaba ligeramente lo que había dicho, exponía mi defensa de forma más clara, más exhaustiva. Pero ellas respondían siempre lo mismo.

Conducía a demasiada velocidad y llegué a Estocolmo a medianoche, dormí varias horas en el coche, hasta que empecé a sentir frío, y reemprendí la marcha hacia Södertälje. Una vez allí y sin fuerzas para continuar, entré en un motel y me dormí en cuanto me metí en la cama. Hacia la una de la tarde reemprendí el viaje en dirección sur, después de haber llamado a Jansson y dejarle un mensaje en el contestador. ¿Podría recogerme a las cinco y media? No estaba seguro de si le gustaba volar en la oscuridad. Lo único que podía hacer era confiar en que escuchase el contestador y que el hidrocóptero tuviese buenos focos.

Cuando llegué al puerto, Jansson estaba esperándome. Me contó que les había dado de comer a los animales. Le di las gracias y le dije que tenía prisa por llegar a casa.

Una vez allí, Jansson no me quiso cobrar.

– Uno no puede cobrarle a su médico.

– Yo no soy tu médico. Ya haremos cuentas la próxima vez que vengas.

Me quedé en el embarcadero hasta que desapareció tras las rocas y las luces de los focos empezaron a difuminarse. De repente me encontré con que el perro y el gato habían venido al embarcadero y estaban sentados a mi lado. Me agaché para acariciarlos. El perro parecía más delgado. Dejé la maleta en el embarcadero, estaba demasiado cansado para preocuparme de ella.

En aquella isla éramos tres, como en la caravana. Sólo que aquí nadie me atacaría. Fue una liberación verme de nuevo en la cocina. Les eché de comer a los animales, me senté ante la mesa y cerré los ojos.

Aquella noche me costó conciliar el sueño. No paré de levantarme una y otra vez. Había luna llena y el cielo estaba despejado. La luz de la luna bañaba las rocas y el blanco hielo. Me puse las botas y el abrigo de piel y bajé al embarcadero. El perro no se dio cuenta de que había salido; el gato entreabrió los ojos, pero no se movió del sofá. Fuera hacía frío. La maleta se había abierto y las camisas y los calcetines estaban esparcidos por el hielo. Por segunda vez, lo dejé todo allí.