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Era como asistir a una ceremonia. Giaconelli miraba mis pies, pasaba por ellos los dedos y me preguntaba si me encontraba bien.

– Creo que sí.

– ¿Estás totalmente sano?

– Sufro cefaleas.

– ¿Y los pies, están bien?

– Por lo menos no me duelen.

– ¿No se te hinchan?

– No.

– Lo más importante para fabricar un zapato es medir el pie en condiciones de absoluta calma, nunca por la noche, nunca con luz artificial. A mí sólo me interesa ver tus pies cuando están bien.

Me pregunté si me estaban gastando una broma. Pero Louise parecía seria, dispuesta a empezar a escribir.

A Giaconelli le llevó algo más de dos horas hacer una valoración de mis pies y redactar un protocolo con todas las medidas que le permitirían fabricar mis hormas y, a partir de ellas, los zapatos que mi hija pensaba regalarme. Durante esas dos horas aprendí que el universo de los pies es mucho más complejo y amplio de lo que podía creerse. Giaconelli buscó largo rato el eje de longitud imaginario que determinaba si mi pie derecho o izquierdo señalaba hacia fuera o hacia dentro. Comprobó la forma de la planta y el empeine, intentó localizar deformaciones características, si tenía los pies planos, si tenía torcido el dedo meñique o si los pulgares se elevaban por encima de lo normal, como los dedos en martillo. Comprendí que existía una regla de oro que Giaconelli seguía rigurosamente: los mejores resultados se obtenían con los instrumentos de medición más sencillos. Así, él se contentaba con dos moldes de talón y una cinta métrica para zapateros. Dicha cinta, de color amarillo, contenía dos escalas. Con una se medía la longitud del pie en puntadas francesas, de 6,66 milímetros. La otra medía el ancho y el contorno del pie según el sistema métrico decimal, en centímetros y milímetros. Aparte de estos instrumentos utilizaba una vieja escuadra y, cuando me coloqué sobre el papel blanco, dibujó la silueta de mis pies con un simple lápiz. Entre tanto no cesaba de hablar, como cuando, según recordaba de mis años de cirujano, los médicos de más edad aludían a cada movimiento que hacían, valoraban cada corte, el flujo sanguíneo, el estado general del paciente. Del mismo modo, mientras dibujaba el contorno de mis pies, Giaconelli contaba que, al ejecutar aquello, el lápiz debía formar un ángulo de noventa grados exactamente. Si el ángulo era inferior a los noventa grados, explicó en su sueco de peculiar acento, los zapatos resultarían un número más pequeños, como mínimo.

Seguía con el lápiz la forma del pie desde el talón, siempre había que empezar por el talón, para continuar por la parte interior del pie hasta el dedo pulgar, pasar después las puntas de los demás dedos y dibujar luego la parte exterior hasta volver al talón. Me pidió que apretase los dedos contra el suelo. Eso dijo, pese a que me encontraba sobre la mesa y tenía un papel bajo los pies. Para Giaconelli, la base siempre era el suelo y nada más.

– Unos buenos zapatos han de ayudar al hombre a olvidar la existencia de sus pies -decía-. Nadie camina por la vida sobre una mesa ni tampoco sobre un papel extendido. El pie y el suelo que pisa forman una unidad.

Puesto que el pie izquierdo y el derecho nunca son exactamente iguales, tuvo que dibujar el contorno de ambos. Una vez listos los contornos, Giaconelli marcó la posición de los dedos primero y quinto, así como los puntos más sobresalientes del empeine y el talón. Dibujaba despacio, como si no sólo siguiese cuidadosamente el contorno de mi pie, sino que se hallase también inmerso en un proceso interior del que yo todo lo ignoraba, que yo sólo podía intuir. Ya había observado esa misma actitud en los cirujanos que más admiraba. Esos médicos creaban, durante sus operaciones, algo que guardaban secretamente para sí.

Cuando por fin pude bajarme de la mesa, repitió toda la operación mientras yo estaba sentado en una vieja silla de mimbre. Supuse que Giaconelli se la había traído de Roma cuando decidió continuar su trabajo en el corazón de los bosques de Norrland. Seguía mostrándose igual de exhaustivo pero, en lugar de hablar, tarareaba la ópera que estaba sonando cuando Louise y yo entramos en su casa.

Después, una vez concluidas las mediciones, pude ponerme los calcetines y los zapatos, en su lamentable estado, y nos tomamos otra copa de vino. Giaconelli parecía cansado, como si la operación de medirme los pies lo hubiese dejado exhausto.

– Propongo un par de zapatos negros con un matiz violeta -sugirió Giaconelli-. Un pespunte en la parte superior y agujeros para los cordones. Para mantener un tono discreto y, al mismo tiempo, darles un toque personal, utilizaremos dos clases de piel. Para la parte superior tengo un trozo de piel curtida hace doscientos años que otorgará un toque particular al color y la impresión que causen los zapatos.

Volvió a llenar las copas con el vino que quedaba en la botella.

– Dentro de un año estarán listos -aseguró-. En estos momentos estoy trabajando en los zapatos de un cardenal del Vaticano. Además, tengo un par para el dirigente Keskinen y le he prometido a la cantante Klinkowa un par de zapatos para sus actuaciones. Empezaré los tuyos dentro de ocho meses; dentro de un año estarán listos.

Apuramos las copas. Nos estrechó la mano y se marchó. Cuando salimos, volvimos a oír la música procedente de la habitación en la que tenía el taller.

Acababa de conocer a un maestro que vivía en un pueblo desierto de los grandes bosques. Muy lejos de las ciudades se escondían personas que poseían conocimientos maravillosos y sorprendentes.

– Un hombre extraordinario -comenté mientras nos dirigíamos al coche.

– Un artista -precisó mi hija-. Sus zapatos no pueden compararse con los demás, no pueden imitarse.

– ¿Por qué vino aquí, en realidad?

– La ciudad lo enloquecía. La angostura, la impaciencia que no le permitía realizar su trabajo con calma. Vivía en la Via Salandra. Y yo me he propuesto ir allí un día para ver lo que dejó atrás.

Recorrimos el creciente ocaso. Cuando nos acercamos a una parada de autobús, me pidió que me desviase y me detuviese.

El bosque estaba cerca. La miré antes de preguntar:





– ¿Por qué paramos?

Louise extendió la mano hacia mí. Yo la estreché entre las mías. Nos mantuvimos así, sentados y en silencio. Un camión que transportaba madera se acercaba atronador levantando nubes de polvo de nieve.

– Sé que registraste mi caravana mientras estábamos fuera. No importa. No encontrarás mis secretos en cajones y estanterías.

– Vi que escribes cartas y que, a veces, te responden. Pero no recibes las respuestas que deseas, ¿no?

– Recibo fotografías firmadas de políticos a los que acuso de algún crimen. La mayoría de ellos responde con evasivas, si es que responden.

– ¿Qué esperas conseguir con ello?

– Una diferencia tan nimia que, seguramente, no se percibe. Pero no por ello deja de ser una diferencia.

Yo tenía muchas preguntas, pero Louise me interrumpió antes de que me diese tiempo de formularlas.

– ¿Qué quieres saber de mí?

– Llevas una vida extraña, aquí en medio del bosque. Pero tal vez no pueda considerarse más extraña que la mía. Me cuesta preguntar acerca de todo aquello que me suscita una duda. Pero puedo ser un buen oyente. Los médicos deben serlo.

Louise permaneció en silencio un instante, antes de comenzar a hablar.

– Tu hija ha estado en la cárcel. Hace once años. No había cometido ningún crimen violento. Sólo estafas.

Entreabrió la puerta pese a que el frío se adueñaría enseguida del interior del coche, como así ocurrió.

– Yo digo la verdad -prosiguió-. Da la impresión de que tú y mi madre os habéis mentido todo el tiempo. No quiero ser como vosotros.

– Éramos jóvenes -me excusé-. Ninguno de los dos sabía lo bastante de sí mismo como para actuar siempre correctamente. La verdad puede resultar mucho más difícil de sobrellevar. Las mentiras son más simples.

– Quiero que sepas cómo lo he pasado. Cuando era niña, me veía a mí misma como un objeto de intercambio. O como si estuviese en casa de mi madre sólo de forma provisional, a la espera de mis verdaderos padres. Ella y yo manteníamos una guerra sin cuartel. Has de saber que no era fácil vivir con Harriet. De eso te has librado.

– ¿Qué pasó?

Louise se encogió de hombros.

– El lamentable repertorio de siempre. Todo según el orden habitual. Pegamento, disolvente, drogas, hacer novillos. Pero no me hundí. Salí a flote. Recuerdo aquel tiempo como una época de jugar a la gallina ciega. Vivía con una venda en los ojos. Mi madre, en lugar de ayudarme, me reprendía. Intentaba mostrar su amor por mí a gritos. Huí de casa en cuanto pude. Me vi envuelta en una maraña de deudas que me llevó a las estafas y, de ahí, a una puerta que se cerró tras de mí. ¿Sabes cuántas veces me visitó Harriet cuando estuve encerrada?

– No.

– Una. Justo antes de que me soltaran. Para asegurarse de que no tenía planes de mudarme a casa. Después de aquello estuvimos cinco años sin hablarnos. Y tardamos en recuperar el contacto.

– ¿Qué pasó después?

– Conocí a Ja

Interrumpió su relato y me dijo que hacía demasiado frío en el coche para continuar. Yo tenía la sensación de que lo que me había contado podría leerse en la contraportada de un libro. El resumen de una vida, vivida tanto tiempo. En realidad, aún lo ignoraba todo sobre mi hija. Pero al menos ya había empezado a hablar.

[3] «El marino ama las olas del mar», canción de marineros atribuida al capitán y aventurero Gustaf Arthur Ossian Limborg (1848-1908) y sobre cuya melodía se han compuesto numerosas variantes de canciones de brindis. (N. de la T.)