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– Por mi hija.

Llenó los vasos con mano vacilante, el vino rojo se derramó sobre la mesa y ella lo secó con la palma de la mano.

– Cuando oí el coche que se detenía y salí al jardín, me pregunté con qué clase de viejo se habría juntado Harriet en esta ocasión.

– ¿Es que suele venir con distintos hombres?

– Viejos. No hombres. Siempre encuentra quien la traiga hasta aquí y vuelva a llevarla a casa después. Es capaz de sentarse en una pastelería del barrio de Söder, en el centro de Estocolmo, con su aspecto triste y cansado. Siempre aparece alguien que le pregunta si puede ayudarla, tal vez llevarla a casa. Y una vez en el coche, últimamente hasta con el andador en el maletero, le cuenta que su casa está a unos trescientos kilómetros hacia el norte, justo al sur de Hudiksvall. Por sorprendente que parezca, casi nadie se niega a traerla hasta aquí. Pero pronto se cansa del mismo y suele cambiar. Mi madre es una mujer impaciente. Durante largos periodos de mi niñez y mi adolescencia, despertaba cada domingo con un hombre distinto. A mí me encantaba saltar a su cama y despertar a aquellos hombres hasta que hacían el desagradable descubrimiento de que yo existía. Después ella se pasaba largas temporadas sin mirar siquiera a los hombres.

Salí a orinar. La noche centelleaba. A través de la ventana vi cómo Louise ponía un almohadón bajo la cabeza de su madre. Sentí deseos de llorar. O de salir corriendo de allí, meterme en el coche y marcharme. Pero seguí mirándola por la ventana con la sensación de que ella sabía que yo estaba allí observándola a hurtadillas. De repente, volvió la cabeza hacia la ventana y me sonrió.

No me metí en el coche, sino que entré en la caravana.

Nos sentamos de nuevo en la angosta caravana a beber y a continuar con nuestra torpe conversación. Creo que, en el fondo, ninguno de los dos dijo lo que en verdad quería decir. Louise sacó unos álbumes de fotos de un cajón. Instantáneas descoloridas, en blanco y negro, pero sobre todo malas fotos en color, de las que se hacían en los años sesenta, cuando a casi todo el mundo le salían reflejos del flash en los ojos y los fotografiados miraban al espectador como vampiros. Había fotografías de la mujer a la que yo había abandonado y de la hija que yo habría querido tener más que nada. Una niña pequeña, no una mujer adulta. Había una expresión vigilante en su mirada. Como si en realidad no quisiera que la vieran.

Hojeé el álbum. Louise apenas hablaba, sólo respondía cuando yo preguntaba. ¿Quién había tomado la foto? ¿Dónde estaban? El verano que mi hija cumplió los siete años, ella, Harriet y un hombre llamado Rickard Munter pasaron varias semanas en la isla de Getterö, cerca de Varberg. Rickard Munter era un hombre corpulento y calvo, que siempre llevaba un cigarrillo entre los labios. Sentí un atisbo de celos. Él había estado con mi hija cuando era pequeña, como yo deseaba que fuese aún. Rickard Munter había muerto pocos años más tarde, cuando su relación con Harriet ya había terminado. Un tractor le volcó encima y lo aplastó. Ahora no quedaba de él más que aquella imagen con el cigarrillo en la boca y los reflejos rojos del flash en las pupilas.

Cerré el álbum. No tenía fuerzas para seguir viendo fotos. El contenido de la garrafa de vino iba disminuyendo. Harriet dormía. Le pregunté a Louise para quién escribía cartas. Ella negó con un gesto.

– Ahora no. Mañana, cuando despertemos y nos hayamos recuperado de la resaca. Ahora será mejor dormir. Por primera vez en mi vida podré acostarme entre mis padres.

– No creo que quepamos en esa cama -observé-. Yo dormiré en el suelo.

– Cabremos.

Louise movió con cuidado a Harriet y cerró la mesa después de retirar tazas y vasos. La cama era extensible, pero yo veía que, aun así, estaríamos terriblemente estrechos.

– No pienso quitarme la ropa delante de ti -me dijo-. Sal afuera. Daré unos golpes en la pared cuando me haya metido en la cama.

Hice lo que me pedía.

El firmamento parecía girar sobre mí. Di un traspié y me caí sobre la nieve. Me había enterado de que tenía una hija a la que tal vez yo llegase a gustarle, que tal vez llegase incluso a amarme a mí, a un padre al que jamás hasta ese momento había conocido.

Contemplé mi vida.

Hasta ahí había llegado. Quizá quedasen aún un par de encrucijadas. Pero no muchas. Y no por mucho tiempo.

Louise aporreó la pared. Había apagado todas las lámparas y había encendido una vela que tenía sobre el pequeño frigorífico. Vi los dos rostros, muy pegados el uno al otro. Harriet junto a la pared; junto a ella, mi hija. Para mí quedaba una delgada franja de la cama.

– Apaga la vela -me dijo Louise-. No quiero que ardamos la primera noche que duermo con mis padres.

Me quité la ropa, aunque me dejé los calzoncillos y la camiseta interior, apagué la vela y me arrebujé bajo el edredón. Era imposible evitar rozar a Louise. Noté con horror que pensaba dormir desnuda.

– ¿No podrías ponerte un camisón? -le pregunté-. No puedo dormir contigo desnuda a mi lado. Me imagino que lo comprendes.

Louise trepó por encima de mí y se puso algo que me pareció un vestido. Después se acostó de nuevo.

– Bien, ahora, a dormir -dijo-. Por fin podré oír roncar a mi padre. Estaré despierta hasta que te hayas dormido.

Harriet murmuró algo en sueños. Cuando se dio la vuelta, los demás tuvimos que hacer otro tanto. El cuerpo de Louise era cálido. Deseé que fuese una niña que durmiese segura junto a mí, con su camisón. No una mujer adulta que, de repente, irrumpía en mi vida.





No sé cuándo me dormí. Seguro que pasó un buen rato, hasta que la cama dejó de dar vueltas.

Cuando desperté, estaba solo en la cama.

La caravana estaba vacía. No tuve que levantarme y abrir la puerta para saber que se habían llevado el coche.

3

Me imaginaba perfectamente cómo le dio Louise la vuelta al coche y cómo partieron de allí. De repente se me ocurrió que quizá lo tendrían calculado desde el principio. Harriet fue a buscarme, me permitió encontrarme con mi hija desconocida y, después, se llevaron mi coche y se marcharon. Me habían dejado tirado en el bosque.

Eran las diez menos cuarto. El tiempo había cambiado y estábamos a varios grados sobre cero. El agua goteaba de la sucia caravana. Volví a entrar, me dolía la cabeza y tenía la boca seca. No habían dejado ningún mensaje que explicase su partida. Sobre la mesa vi un termo de café. Saqué una taza desportillada, decorada con publicidad de una cadena de herbolarios.

El bosque parecía estar acercándose más y más a la caravana.

El café era muy fuerte y la resaca muy pesada. Salí con la taza en la mano. Una húmeda niebla se había extendido sobre los árboles. A lo lejos, oí disparos de una escopeta. Contuve la respiración. Otro disparo. Después, nada más. Se diría que los sonidos se veían obligados a guardar cola para que se les diese acceso al silencio, con reservas, tan sólo un sonido cada vez.

Entré y comencé a registrar metódicamente el interior de la caravana. Pese a ser tan pequeña, contenía una sorprendente cantidad de espacios de almacenamiento. Louise lo mantenía todo en perfecto orden. Le gustaba vestir prendas de color castaño, a veces de un rojo apagado, principalmente los colores de la tierra.

En un pequeño cofre rústico que llevaba la fecha de 1822 pintada sobre la tapa encontré, para asombro mío, una gran cantidad de dinero. Billetes de mil y de quinientas que sumaban un total de cuarenta y siete mil coronas. Después seguí revisando unos cajones que contenían documentos y cartas. Lo primero que encontré fue una fotografía firmada de Erich Honecker. En el reverso decía que había sido tomada en 1986 y que la había enviado la embajada de la República Democrática Alemana en Estocolmo. En el cajón había además otra serie de fotografías, todas ellas firmadas. De Gorbachov, de Ronald Reagan, así como de lo que supuse eran dignatarios de estados africanos a los que yo no conocía. Asimismo, hallé la instantánea de un primer ministro australiano cuyo nombre no pude descifrar.

Continué mi revisión con el siguiente cajón, que estaba lleno de cartas. Tras haber leído cinco de ellas, empecé a intuir a qué se dedicaba mi hija. Escribía cartas a los líderes políticos de todo el mundo para protestar por su modo de tratar tanto a sus ciudadanos como a las personas de otros países. En cada sobre había una copia de la carta que ella misma había enviado, escrita con su abigarrada caligrafía, y la respuesta recibida. A Erich Honecker le había escrito, en inglés y con tono apasionado, que el muro que dividía Berlín era una vergüenza. La respuesta a aquella carta había sido una fotografía en la que Honecker aparecía sobre un podio saludando a una borrosa masa popular. En otra carta, Louise le decía a Margaret Thatcher que debía tratar con decencia a los mineros del carbón que estaban en huelga. No hallé ninguna respuesta de la Dama de Hierro. O, al menos, el sobre estaba vacío, salvo por la fotografía de la mencionada dama blandiendo el bolso. Pero ¿de dónde había sacado Louise el dinero? No conseguí averiguarlo.

Y no pude seguir. De pronto, oí el ruido del coche que se acercaba. Cerré los cajones y salí. Louise conducía muy deprisa. El coche se bamboleaba de un lado a otro sobre la nieve mojada.

Louise sacó el andador del maletero.

– No queríamos despertarte. Me alegro de que mi padre conozca el arte de roncar.

Le ayudó a Harriet a salir del coche.

– Hemos ido de compras -dijo ufana-. He comprado medias, una falda y un sombrero.

Louise sacó unas bolsas de ropa del maletero.

– Mi madre siempre se ha vestido fatal -aseguró.

Llevé las bolsas a la caravana mientras Louise sujetaba a Harriet por la resbaladiza pendiente.

– Nosotras ya hemos comido -explicó Louise-. ¿Tienes hambre?

La tenía, pero negué con un gesto. No me había gustado lo más mínimo que cogiese el coche sin preguntarme.

Harriet se echó a descansar un rato. Comprendí que la excursión le había sentado bien pero, al mismo tiempo, le había supuesto un esfuerzo. No tardó en dormirse. Louise sacó el sombrero rojo que Harriet se había comprado.

– Le va muy bien -aseguró-. Este sombrero parece hecho para ella.

– Jamás la he visto llevar sombrero. En nuestra juventud, nunca lo llevábamos. Ni siquiera cuando hacía frío.

Louise puso de nuevo el sombrero en la bolsa y miró a su alrededor en la caravana. ¿Habría dejado alguna pista? ¿Descubriría que había invertido mi tiempo en registrar sus cosas? Louise se volvió hacia mí y observó mis zapatos, que estaban sobre un periódico, junto a la puerta. Eran unos zapatos que tenía desde hacía muchos años. Estaban muy desgastados y los agujeros de los cordones desgarrados. Louise se levantó, tapó a Harriet con una manta y se puso el abrigo.