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– ¿Eso es todo?

– ¿No es suficiente?

La respuesta dejó traslucir su displicencia.

– Nos quedamos con la habitación -le dije-. Nos quedamos con la habitación y nos encantará disfrutar de la degustación.

Volví a salir y le ayudé a Harriet a salir del asiento. Noté que aún sufría dolores. Caminamos despacio por la nieve, subimos por la rampa para las sillas de ruedas y entramos en el cálido ambiente. El hombre estaba otra vez sentado al piano.

– Non ho l'età - dijo Harriet-. Nosotros la bailábamos. ¿Recuerdas quién la cantaba? Gigliola Cinquetti. Ganó el festival de Eurovisión en 1963 o 1964.

Lo recordaba. Al menos, me empeñé en que así era. Después de todos aquellos años de soledad en la isla de mis abuelos, ya no confiaba en mi memoria.

– Bajaré a formalizar el registro más tarde -le dije-. Primero, vamos a la habitación.

El hombre tomó una llave y nos condujo por un largo pasillo que desembocaba en una única puerta con el número incrustado en la oscura madera. Ocuparíamos la habitación número tres. Abrió con la llave y encendió la luz. Era amplia y muy hermosa. Pero la cama doble era más pequeña de lo que yo había imaginado.

– La cocina cierra dentro de una hora.

El hombre se marchó y Harriet se dejó caer pesadamente y se sentó en el borde de la cama. De pronto, la situación se me antojó irreal. ¿En qué me había metido? ¿Iba a compartir la cama con Harriet después de tanto tiempo? ¿Por qué lo consentía ella?

– Seguro que hay algún sofá en el que yo pueda dormir -le dije.

– A mí me da igual -aseguró Harriet-. Nunca me has dado miedo. Y yo, ¿te doy miedo a ti? ¿Temes que te aseste un hachazo mientras duermes? Necesito estar a solas un momento. Me gustaría comer dentro de media hora. Y no te preocupes. Pagaré mi parte.

Fui a la recepción, donde el hombre seguía al piano, y formalicé el registro. Desde la parte del comedor que estaba separada por una puerta corredera se oía el murmullo del grupo que le daba la bienvenida a su pariente americano. Entré en una de las salas y me senté a esperar. Había sido un día muy largo. Me sentía inquieto. Los días siempre transcurrían lentos en la isla. Ahora me sentía como atacado por unas fuerzas de las que no me veía capaz de defenderme.

Por la puerta entreabierta vi que Harriet se acercaba por el pasillo apoyada en su andador. Era como si viniese remando a bordo de una extraña embarcación. Avanzaba con paso vacilante. ¿Habría vuelto a beber? Entramos en el comedor. La mayoría de las mesas estaban vacías. Una solícita camarera de piernas hinchadas y doloridas nos asignó una mesa en un rincón. Tal y como mi padre me había enseñado, comprobé si los zapatos que llevaba la camarera eran buenos y adecuados. Y lo eran, pero estaban sucios. A diferencia de lo que había sucedido la vez anterior que nos detuvimos a comer, en esta ocasión Harriet sí tenía hambre. Yo, en cambio, no. Pero bebí ansioso los vinos que nos iba ofreciendo un joven escuálido con el rostro sembrado de acné. Harriet le hizo algunas preguntas, pero yo me limité a apurar lo que me servían. Eran vinos australianos y algunos de Sudáfrica. Pero ¿qué importancia tenía eso? En aquel momento, lo único que me interesaba era el vértigo.

Brindamos y noté que Harriet se emborrachaba enseguida. No era sólo yo quien bebía demasiado. ¿Cuándo fue la última vez que me emborraché hasta el punto de no poder controlar mis movimientos? En contadas ocasiones, cuando la melancolía se adueñaba de mí en la isla, me sentaba a beber en la cocina. Siempre acababa echando a la calle al perro y al gato y durmiéndome vestido en la cama sin deshacer. Durante los seis meses de invierno apenas me sucedía. Eran más bien las claras tardes de primavera o de principios de otoño; entonces la angustia hacía su aparición y yo sacaba algunas de las botellas que siempre tenía a mano. A través de Jansson, podía hacer pedidos al Systemet, [1] pero a mí no se me había pasado por la cabeza permitirle que conociese mis hábitos de bebida. Yo compraba mis botellas personalmente.

El comedor cerró. Nosotros fuimos los últimos comensales. Habíamos comido y bebido y, como por un acuerdo tácito, no abordamos en la conversación ni nuestras vidas ni adónde nos dirigíamos. Ni siquiera hablamos de Sara Larsson y su perro. Anoté la cena en la cuenta de la habitación, pese a las protestas de Harriet. Después, nos marchamos con paso indeciso. De algún modo que se me escapaba, Harriet parecía poder tropezar con el andador. Abrí la puerta y le dije que saldría a dar un paseo. Ni que decir tiene que no era cierto, pero no quería que Harriet se sintiese incómoda quedándome allí mientras ella se metía en la cama. Supongo que así también me evitaría a mí mismo esa incomodidad.

Me senté en una sala de lectura llena de estanterías con libros y revistas antiguos. La sala estaba vacía. El hombre del piano había desaparecido. Y no sabía dónde se habría metido el gran grupo de huéspedes. Agucé el oído, pero no se oía nada. El sueño me sobrevino, como si se hubiese arrojado sobre mí. Cuando desperté, no sabía dónde me encontraba. Miré el reloj y comprobé que había estado durmiendo casi una hora. Me levanté, me tambaleé por los efectos de tanto vino y regresé a la habitación. Harriet estaba dormida. Había dejado encendida la lámpara de mi mesilla. Me desvestí despacio, me lavé un poco y me acurruqué en la cama. Intenté averiguar, por el ruido de su respiración, si Harriet dormía o sólo fingía dormir. Estaba tumbada de lado. Me sentí tentado de acariciarle la espalda. Llevaba un camisón de color azul claro. Apagué la luz y me quedé a oscuras, escuchando su respiración. Había en mí un núcleo de desasosiego. Sin embargo, también había otro sentimiento que llevaba tiempo añorando. La sensación de no estar solo. Así de sencillo. La soledad, ahuyentada por un instante.

Debí de dormirme. Me desperté por los gritos de Harriet. Medio dormido, logré encender la lámpara de la mesilla. Estaba sentada en la cama y gritaba de dolor y desesperación. Cuando intenté tocarle el hombro, me golpeó con fuerza en la cara.

Empecé a sangrar por la nariz.

Ya no dormimos más aquella noche.

7

El alba surgió como un humo gris sobre el lago nevado.

Yo estaba junto a la ventana pensando que había visto a mi padre en aquella misma postura. Claro que yo no estoy tan obeso como él, aunque mi estómago también ha empezado a sobresalir. Pero ¿quién me veía a mí junto a la ventana? Nadie, salvo Harriet, que se había sentado en la cama tras acomodar los almohadones a su espalda.

Pensé en lo que había sucedido después de que sus gritos me despertasen y ella me atizase con el puño en la nariz.





Podría decirse que yo era un hombre medio desnudo en un paisaje invernal.

Reflexioné sobre si debía bajar hasta el lago helado y cavar un agujero. Añoraba el dolor de exponerme al agua gélida. Pero sabía que no lo haría. Me quedaría en la habitación, con Harriet. Debíamos vestirnos, desayunar y proseguir el viaje.

Pensé en el sueño que habría despertado a Harriet entre gritos. Lo que me contó parecía bastante confuso en un principio. Se diría que rebuscaba el sueño en su memoria y que no encontraba más que fragmentos. Alguien le había clavado clavos en el cuerpo, porque ella se había negado a cederlo. Alguien que se había empeñado en arrancarle las costillas. Ella se había opuesto, se hallaba en una habitación o tal vez en un paraje natural, y estaba rodeada de personas cuyos rostros no reconocía. Sus voces se asemejaban a gritos de aves amenazantes.

Finalmente gritó de verdad y me despertó. Al intentar tocarla y tranquilizarla, o tal vez tranquilizarme a mí mismo, aún se encontraba en la zona fronteriza del sueño y la vigilia, donde cuesta saber quién resulta vencedor, si el sueño o la realidad. De ahí que me golpease; en realidad, estaba defendiéndose de los seres sin contorno que querían arrancarle el pecho. Me propinó un buen golpe que me recordó al dolor que sentí el día en que me golpearon y me robaron en Roma.

En esta ocasión, no obstante, no llegó a rompérseme el tabique nasal.

Me puse papel higiénico en la nariz, me apliqué en el cuello una toalla empapada en agua muy fría y, tras un instante, noté que dejaba de sangrar. Harriet dio unos golpéenos en la puerta del baño y me preguntó si podía hacer algo por mí. Yo quería que me dejara en paz, así que le dije que no. Cuando salí del baño con las bolitas de papel en la nariz, Harriet ya había vuelto a la cama. Se había quitado el camisón y lo había dejado en el cabecero. Clavó en mí su mirada.

– No era mi intención pegarte.

– Por supuesto que no. Estabas soñando.

– Alguien me arrancaba el cuerpo a trozos. Mi lado de la cama está empapado en sudor. Por eso me he quitado el camisón.

Me senté en una de las sillas que había junto a la gran ventana que daba al lago. Fuera, aún estaba oscuro. En la distancia se oían los ladridos de un perro.

Ladridos aislados, como frases entrecortadas. O como cuando uno habla sin que lo escuche nadie.

Harriet me contó su sueño.

La miraba pensando que era la misma que yo había conocido y amado. Pese a lo mucho que había cambiado. Me pregunté qué me movía a pensar en aquellos términos. Al final comprendí que su voz no había cambiado en absoluto en los años transcurridos. En muchas ocasiones le había dicho que siempre se las arreglaría trabajando como telefonista. Por teléfono tenía la voz más bonita que jamás había oído.

– Una caballería hostil esperaba en el bosque -explicó-. De repente, avanzaron y atacaron sin darme la menor oportunidad de defenderme. Pero ya pasó. Además, sé bien que ciertas pesadillas nunca se repiten. Cuando nos sobrevienen, se vacían de toda su fuerza y dejan de existir.

– Sé que estás muy enferma -confesé.

No había planeado en absoluto decírselo. Simplemente, las palabras surgieron de mi boca. Harriet me miró inquisitiva.

– Había una carta en tu bolso. Estaba buscando una explicación a tu desmayo en el hielo. Encontré el papel y lo leí.

– ¿Por qué no me lo dijiste antes?

– Me avergonzaba de haber curioseado en tu bolso. Si alguien me hiciese a mí algo parecido, me pondría furioso.

– A ti siempre te ha gustado husmear. Siempre has sido así.

– Eso no es cierto.

– Lo es. Ninguno de los dos tiene ya fuerzas para mentir. ¿No crees?

[1] Systemet, o Systembolaget, únicos comercios con autorización estatal para la venta de bebidas alcohólicas en Suecia. (N. de la T.) PAGE *Arabic 11