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Yo había intuido ya que a mi padre le resultaba tan humillante recibir demasiada propina como demasiado poca o ninguna en absoluto. Pero en aquella ocasión convirtió la propina en un sombrero rojo para mi madre.

Ella no quiso acompañarnos cuando mi padre le propuso que emprendiésemos un viaje al norte, permitirnos el lujo de unos días de vacaciones antes de que tuviese que ponerse a buscar trabajo de nuevo.

Teníamos un coche muy viejo. Seguro que mi padre había estado ahorrando para comprárselo desde que era joven. Y en él abandonamos Estocolmo una mañana muy temprano, por la carretera de Uppsalavägen.

Dormimos en aquel hotel que tal vez se llamase Furuvik. Recuerdo que me desperté justo antes del alba porque mi padre estaba desnudo ante la ventana, mirando a través de la cortina. Era como si se hubiese quedado congelado en mitad de un pensamiento. Durante un instante que se me antojó infinito, me horrorizó la idea de que estuviese escapándoseme. De que lo único que había allí era su piel. Y, en el interior de la piel, un gran vacío. Ignoro cuánto tiempo estuvo allí inmóvil, pero recuerdo el pánico sin límites que sentí al pensar que fuese a abandonarme. Al final se dio la vuelta, echó una ojeada hacia la cama, donde yo estaba tumbado con el edredón hasta la barbilla y los ojos medio cerrados. Volvió a la cama y yo, acurrucado con la cabeza contra la pared, no pude dormirme hasta que no oí que respiraba profundamente.

Llegamos a nuestro destino al día siguiente.

La laguna no era muy grande. El agua, totalmente negra. En la orilla contraria a la nuestra se alzaban varios roquedales de gran altura, pero por lo demás todo era bosque espeso. No había playa ni tránsito entre el agua y el bosque. Era como si la laguna y los árboles se abrazasen con fuerza sin que ninguno de los dos pudiese dejar al otro a un lado.

Mi padre me dio una palmadita en el hombro.

– Vamos a bañarnos -me animó.

– No me he traído el bañador.

Mi padre me observó risueño.

– ¿Crees que yo me lo he traído? ¿Crees que hay alguien que pueda vernos? ¿Peligrosos trolls ocultos entre los árboles?

Mi padre empezó a desvestirse. Observé a hurtadillas y con rubor su enorme cuerpo. Tenía un estómago inmenso que sobresalió de repente cuando se quitó los calzoncillos.

Yo, por mi parte, me quité la ropa con la sensación de que, pese a todo, alguien me estaba viendo. Mi padre se adentró en las aguas y se tiró de cabeza. Parecía como si su cuerpo avanzase revolcándose, como una ballena gigantesca, revolucionando toda la laguna. La brillante superficie se quebró, el agua empezó a estrellarse contra las piedras de la otra orilla. Yo me metí en el agua y, enseguida, sentí frío. Por alguna razón, esperaba que tuviese la misma temperatura que el aire. El calor que despedía el interior del bosque era bochornoso. Pero el agua estaba fría. Así que me mojé rápido y salí corriendo del agua.

Mi padre nadaba dando brazadas y moviendo los pies enérgicamente, alborotando el agua a su alrededor. Y además cantaba. No recuerdo qué, pues más bien parecía un rugido de gozo que una canción, una sonora cascada de agua negra que se incorporaba al singular canto de mi padre.

Cuando me vi sentado en el coche con Harriet a mi lado pensando en aquel remoto recuerdo, comprendí que no existía en mi vida ningún otro recuerdo que hubiese permanecido tan claro en mi memoria. Pese a que hacía ya cincuenta y cinco años, vi mi vida sintetizada en aquella imagen: mi padre nadando solo en las aguas de la laguna. Yo, desnudo entre los árboles, estoy de pie, mirándolo. Éramos dos personas unidas por una relación, pero ya separadas.

Así era la vida: una persona nada, la otra la contempla.

Empecé a sentir el anhelo del reencuentro con la laguna. No era ya cuestión de cumplir la promesa que en su día le hice a Harriet. Me concedería a mí mismo la alegría de volver a ver algo que nunca creí que podría revivir.

Atravesamos un paisaje invernal.

Sobre los blancos campos pendían nubes de polvo de nieve y una gélida neblina. El humo formaba una densa columna sobre las chimeneas. De todas las antenas parabólicas que volvían sus ojos metálicos hacia los remotos satélites colgaban carámbanos.

Un par de horas después, giramos para detenernos en una gasolinera. Tenía que poner más líquido limpiaparabrisas. Y, además, necesitábamos comer algo. Harriet desapareció en dirección al bar, que formaba parte del complejo de la estación de servicio. Observé que se movía con extrema cautela, paso a paso, vencida por el dolor. Cuando entré, ella ya se había sentado y había empezado a comer. El menú del día era salchicha de manteca. Yo opté por un filete de pescado de la carta. Harriet y yo estábamos prácticamente solos en el local. La mesa del rincón la ocupaba un camionero que dormitaba ante una taza de café. En su chaleco se leía: «Mantenemos Suecia en marcha».

«¿Qué hacemos aquí?», me pregunté. «Harriet y yo viajando hacia el norte… ¿Puede decirse que también nosotros mantenemos el país en marcha o que somos seres insignificantes de los suburbios de la vida?»

Harriet masticaba despacio su salchicha. Contemplé sus manos rugosas y pensé que hubo un tiempo en que aquellas manos acariciaron mi cuerpo generando en mí una sensación de bienestar que difícilmente había vuelto a experimentar después.





El camionero se levantó y abandonó el establecimiento.

Una jovencita maquillada en exceso y con un delantal muy sucio se acercó a la mesa con mi plato de pescado. Desde algún lugar indeterminado se oía una radio. Comprendí que eran las noticias, pero no lo que decían. Yo había sido una persona siempre ansiosa de noticias, las leía, las escuchaba, las veía. El mundo exigía mi presencia. Un día se ahogan dos niñas en el canal de Gota; otro día matan a tiros a un presidente. Sentía en todo momento la obligación de saber. Durante los años de creciente aislamiento que pasé en la isla de mis abuelos, aquella costumbre fue desapareciendo. No leía los periódicos y sólo veía las noticias de la televisión de vez en cuando.

Harriet dejó la mayor parte de lo que tenía en el plato. Fui a buscarle un café. Al otro lado de la ventana habían empezado a caer leves copos de nieve. El local seguía desierto. Harriet tomó el andador para ir al baño. Cuando volvió, observé que tenía de nuevo aquel brillo en los ojos. Su debilidad me indignaba, sin saber por qué. De ningún modo podía reprocharle que intentase mitigar su dolor. Ni tampoco podía considerarme responsable de que bebiese a escondidas.

Fue como si Harriet me hubiese leído el pensamiento. De improviso, me preguntó en qué estaba pensando.

– En Roma -contesté evasivo-. No sé por qué. Allí participé una vez en un congreso de cirugía agotador y mal organizado. Los dos últimos días no asistí a las ponencias y me dediqué a pasear sin rumbo por Villa Borghese y me trasladé del lujoso hotel donde vivían los ponentes del congreso a la pensión de los Dinesen donde Karen Blixen solía alojarse en otro tiempo. Partí de Roma con la sensación de que jamás volvería.

– ¿Sólo eso?

– Sólo eso. No estaba pensando en otra cosa.

Pero no fue así. Dos años más tarde volví a Roma, pese a todo. Se había producido la gran catástrofe y yo salí huyendo de Estocolmo, enfurecido, para poder estar en paz. Los únicos vuelos hacia el sur de Europa tenían como destino Madrid y Roma. Y elegí Roma, pues el viaje era más corto.

Durante toda una semana deambulé por las calles con el alma emponzoñada por la gran injusticia que me habían infligido. Bebí demasiado y, en varias ocasiones, me vi rodeado de malas compañías hasta que, la última noche, me golpearon y me robaron lo que llevaba encima. Regresé a Suecia con un muñón ensangrentado por nariz. Un médico del hospital Södersjukhuset me la colocó en su lugar y me recetó analgésicos. Después de aquello, Roma se convirtió en el lugar del mundo al que menos ganas tenía de volver.

– Yo he estado en Roma -dijo Harriet-. Porque los zapatos han protagonizado mi vida. Lo que yo, en mi juventud, creía algo transitorio, el hecho de ser dependiente en una zapatería, puesto que mi padre había trabajado como jefe de Oscaria, en Örebro, me ha acompañado toda la vida. En realidad nunca hice otra cosa que levantarme por la mañana y empezar a pensar en zapatos casi al mismo tiempo. En una ocasión viajé a Roma y me quedé durante un mes como aprendiza de un viejo maestro zapatero que confeccionaba zapatos para los pies más ricos del mundo. Cada par era como un Stradivarius. Solía describir los pies como seres con personalidad propia. Así, había una cantante de ópera, ya no recuerdo su nombre, cuyos pies él describía como malvados, pues nunca se tomaban en serio los zapatos ni les mostraban respeto. Los pies de un hombre de negocios húngaro, en cambio, sí parecían sentir cariño por su calzado. De aquel anciano aprendí no sólo sobre zapatos, sino también sobre arte. A partir de entonces, vender zapatos ya nunca fue lo mismo.

– La mayoría de los viajes de nuestra vida nunca se realizan -le dije-. O los emprendemos en nuestro interior. La ventaja es que siempre hay espacio suficiente para las piernas cuando uno viaja por las vías aéreas internas.

Reanudamos el viaje.

Me había puesto a pensar dónde pasaríamos la noche. Aún no había empezado a atardecer, pero yo prefiero no conducir de noche. Desde hace unos años veo peor cuando está oscuro.

El paisaje invernal gozaba de una belleza especial por su uniformidad. Atravesábamos un entorno en el que no sucedía prácticamente nada.

Claro que aquello eran figuraciones mías. Siempre ocurre algo que viene a romper la uniformidad. Justo cuando acababa de pasar por la cima de una colina, ambos descubrimos al mismo tiempo la presencia de un perro sentado junto al arcén. Frené para no atropellado si echaba a correr hacia la carretera. Cuando lo dejamos atrás, Harriet dijo que el perro llevaba una correa. Vi por el espejo retrovisor que nos seguía. Volví a frenar y el animal nos alcanzó.

– Viene siguiéndonos -constaté.

– Creo que lo han abandonado.

– ¿Por qué iba a ser un perro abandonado?

– Los perros que corren tras los coches suelen ladrar, pero éste no ladra.

Harriet tenía razón. Me desvié al arcén y detuve el coche. El perro se sentó con la lengua fuera. Extendí el brazo para acariciarlo y no se apartó. Lo tomé por la correa y vi que había grabado en ella un número de teléfono. Harriet sacó su móvil y marcó el número. Cuando empezó a oírse el tono de llamada, me dio el aparato. Pero nadie contestó.