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– Bueno -dijo Cathy, frotando con la crema el brazo de Tessa-, tenía razón.

Sara sonrió, pero no hizo ningún comentario.

– Me alegrará ver a Jeffrey -dijo Cathy, más para sí que para Sara-. Tessa necesita oír de sus labios que todo ha acabado.

Sara sabía que era imposible que su madre supiera lo ocurrido entre ella y Mason James, pero se sintió como si la hubiera descubierto.

– ¿Qué? -preguntó Cathy, que siempre se daba cuenta cuándo pasaba algo.

Sara confesó enseguida, pues necesitaba desahogarse.

– He besado a Mason.

Cathy pareció perpleja.

– ¿Sólo besado?

– Mamá -dijo Sara, intentando disfrazar su vergüenza de indignación.

– ¿Y? -Cathy se echó más crema en la palma y se frotó las dos manos para calentarla-. ¿Qué tal?

– Al principio bien, pero luego… -Se llevó las dos manos a las mejillas, sintiendo el rubor.

– Pero ¿luego?

– No tan bien -admitió Sara-. No dejaba de pensar en Jeffrey.

– Deberías sacar alguna lección de eso.

– ¿Cuál? -preguntó Sara.

Más que ninguna otra cosa, quería que su madre le dijera qué hacer.

– Sara -dijo Cathy con un suspiro-. La inteligencia ha sido siempre tu perdición.

– Estupendo -dijo Sara-. Procuraré decírselo a mis pacientes.

– No te pongas impertinente conmigo -le espetó Cathy, sin levantar la voz, como siempre que estaba enfadada- últimamente has estado muy agitada, y estoy harta de verte suspirar por la vida que hubieras podido llevar en Atlanta.

– Eso no es verdad -dijo Sara, pero nunca había sabido mentir, y mucho menos a su madre.

– A tu vida no le falta de nada, y hay mucha gente que te quiere y se preocupa por ti. ¿Hay algo que quieras y no tengas?

Horas antes, Sara podría haber hecho una lista, pero ahora sólo podía negar con la cabeza.

– No te iría mal recordar que, al final del día, tanto da lo inteligente que sea ese cerebro que tienes ahí arriba, lo que necesita más cuidados es el corazón. -Le lanzó a Sara una penetrante mirada-. Y sabes lo que tu corazón necesita, ¿verdad?

Sara asintió, aunque, a decir verdad, no estaba segura.

– ¿Lo sabes?

– Sí, mamá -contestó Sara.

– Bien -dijo Cathy, poniéndose más crema en la mano-. Ahora ve a hablar con tu padre.

Sara besó a Tessa y a su madre antes de salir. Vio a su padre al extremo del pasillo, junto a la ventana, contemplando el tráfico igual que había hecho ella en la habitación de Tessa. Eddie aún tenía los hombros encorvados, pero su camiseta blanca descolorida y sus tejanos gastados le hacían inconfundible. A veces, Sara se parecía tanto a su padre que eso la asustaba.

– Hola, papá -dijo.

Él no se volvió, pero Sara percibió su dolor con la misma claridad con que sentía el frío entrando por la ventana. Eddie Linton era un hombre al que definía su familia. Su mujer y sus hijas eran su mundo, y Sara había estado tan metida en su propio sufrimiento que apenas se había dado cuenta de lo que había soportado su padre. Había trabajado muy duro para construir un hogar seguro y feliz para sus hijas. Si Eddie se había mostrado reservado con Sara durante toda la semana no había sido porque la culpara, sino porque se culpaba a sí mismo.

Eddie señaló la ventana.

– ¿Has visto cómo cambia la rueda ese tío?

Sara vio una furgoneta de un vivo color amarillo verdoso, una de las brigadas de emergencias que el ayuntamiento de Atlanta había contratado para impedir los atascos de tráfico. Iban equipados con ruedas de recambio, y si te quedabas parado a un lado de la carretera te daban un empujón o un galón de gasolina gratis. En una ciudad donde el trayecto medio entre el domicilio y el trabajo podía llegar a las dos horas y era legal llevar un arma en la guantera, era una buena manera de gastar el dinero de los contribuyentes.

– ¿El de la furgoneta? -preguntó Sara.

– No te cobran por eso. Ni un centavo.

– Pues vaya.

– Ajá. -Eddie exhaló largamente-. ¿Tessie aún duerme?

– Sí.

– ¿Jeffrey está de camino?

– Si no quieres que…

– No -la interrumpió Eddie, terminante-. Debe estar aquí.

Sara sintió que le quitaban un peso de encima.

– Mamá y yo estábamos recordando aquella vez que se fue en coche a Florida a buscar a Tess.

– Le dije que no se llevara ese maldito coche a Florida.

Sara contempló el tráfico y ocultó su sonrisa.

Eddie se aclaró la garganta más veces de las necesarias, como si aún no tuviera toda la atención de Sara.

– Un tipo entra en un bar con un gato enorme encima del hombro.

– Vaaaale… -dijo Sara alargando la palabra.

– Y el camarero le dice: «¿Cómo se llama su gato?». -Eddie hizo una pausa-. El tipo dice: «Nino». El camarero se rasca la cabeza. -Eddie se rascó la cabeza-. Y dice: «¿Por qué le llama Nino?». -Eddie hizo una pausa dramática-. Y el tipo dice: «Porque es mi nino».

Sara repitió el final varias veces en voz alta antes de pillarlo. Se echó a reír tan fuerte que le saltaron las lágrimas.

Eddie sonrió, y se le iluminó la cara, como si la risa de su hija le llenara de alegría.

– Dios mío, papá -dijo Sara, secándose las lágrimas y todavía riendo-. Es el peor chiste que he oído nunca.

– Sí -admitió Eddie, echándole un brazo por los hombros y atrayéndola hacia sí-. Ha sido bastante malo.