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Al otro lado de la puerta oía cómo por megafonía llamaban a los médicos y repetían los códigos de urgencia. Unas figuras borrosas pasaron junto al cristal, y sus imágenes centellearon como luces estroboscópicas mientras corrían para ayudar a los pacientes. Era como si hubieran transcurrido cien años desde que ella era una interna. Ahora todo parecía más complicado y, aunque estaba segura de que la vida era tan agobiante como cuando era joven, siempre pensaba en esos días con nostalgia. Aprender a ser cirujano, tratar casos críticos que exigían el empleo de toda su disciplina, había sido algo tan adictivo como la heroína. Todavía le daba un subidón cuando se acordaba de lo que era trabajar en el Grady. En cierto momento de su vida, el hospital había sido más importante que el aire. Hasta su familia parecía poca cosa en comparación.
Tomar la decisión de volver a Grant le había parecido fácil en aquel momento. Quería -necesitaba- estar con su familia, regresar a sus raíces y sentirse segura, volver a ser una hija y una hermana. Había sido muy cómodo asumir el papel de pediatra de una pequeña población, y sabía que le había proporcionado cierta paz poder devolver a esa población todo lo que le había dado de niña y adolescente. Sin embargo, desde que se fuera de Atlanta, no pasaba una semana sin que se preguntara qué habría sido de su vida de haberse quedado. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que lo echaba de menos.
Sara recorrió el despacho de Mason con la mirada, preguntándose cómo sería volver a trabajar con él. Cuando era interno, Mason era muy meticuloso, lo que le convirtió en un cirujano muy bueno. Contrariamente a Sara, dejaba que ese rasgo se traspasara a su vida personal. Era de esos hombres que no podían dejar un plato sucio en el fregadero ni un montón de ropa arrugada en la secadora. La primera vez que Mason visitó su apartamento, casi le da una apoplejía al ver el cesto de ropa sin doblar que llevaba dos semanas en la mesa de la cocina. Cuando Sara se despertó a la mañana siguiente, Mason había doblado la ropa antes de iniciar su turno de las cinco de la mañana.
Un golpe en la puerta sacó a Sara de su ensueño.
– Pase -dijo poniéndose en pie.
Mason James abrió la puerta. Llevaba una caja de pizza en una mano y dos latas de Coca-Cola en la otra.
– Pensé que tendrías hambre.
– Siempre -dijo ella, cogiendo los refrescos.
Mason puso varias servilletas de papel sobre la mesita, sosteniendo en lo alto la pizza mientras decía:
– Les he llevado una a tus padres.
– Has sido muy amable -dijo Sara, dejando las latas sobre la mesa para ayudarle con las servilletas.
Mason le dio la caja de pizza para que pudiera poner las servilletas bajo las latas.
– Cuando ibas a la facultad te encantaba esta pizzería.
– Shroomies -leyó en lo alto de la caja-. ¿De verdad?
– Siempre ibas a comer allí. -Se frotó las manos-. Voilá.
Sara bajó la vista. Mason había alineado las servilletas formando un cuadrado perfecto. Sara le entregó la caja.
– Dejaré que la pongas tú para que quede perfecta.
Mason se rió.
– Hay cosas que nunca cambian.
– No -asintió Sara.
– Tu hermana tiene buen aspecto -dijo Mason, colocando la caja de modo que coincidiera con los ángulos de la mesa-. Camina mucho mejor que ayer.
Sara se sentó en el sofá.
– Creo que mi madre le ha estado insistiendo en que debe caminar.
– Sé lo insistente que puede ser Cathy. -Abrió una servilleta y se la colocó sobre el regazo-. ¿Te llegaron las flores?
– Sí -dijo Sara-. Gracias. Son preciosas.
Mason abrió las latas.
– Sólo quería que supieras que pensaba en ti.
Sara jugó con la servilleta, sin saber qué decir.
– Sara -dijo Mason, apoyando la mano en el respaldo del sofá, detrás de Sara-. Nunca he dejado de amarte.
Sara se sonrojó, un tanto incómoda, pero, antes de que ella pudiera reaccionar, Mason se inclinó hacia ella y la besó. Ante su propia sorpresa, Sara devolvió el beso. Antes de saber lo que estaba ocurriendo, Mason se acercó un poco más, la empujó suavemente sobre el sofá hasta quedar encima de ella. Sus manos se adentraron bajo la blusa de Sara mientras apretaba su cuerpo contra el de ella. Ella le rodeó con los brazos, pero en lugar de la despreocupada euforia que sentía en tales momentos, sólo pensaba en que la persona a la que estaba abrazando no era Jeffrey.
– Espera -dijo Sara, deteniendo la mano de Mason, ya en el botón de sus pantalones.
Mason se incorporó con tanta precipitación que se dio con el cogote contra la pared que había detrás del sofá.
– Lo siento.
– No -dijo ella, abrochándose la blusa, y sintiéndose como una adolescente a la que han pillado en la fila de los mancos-. Soy yo la que lo siente.
– No te disculpes -dijo Mason, colocando el tobillo sobre la rodilla.
– No, yo…
Mason sacudió el pie.
– No debería haberlo hecho.
– No pasa nada -dijo Sara-. Yo tampoco me he resistido.
– Y que lo digas -dijo Mason, soltando un resoplido-. ¡Dios!, cuánto te deseo.
Sara tragó saliva, con la sensación de que tenía demasiada dentro de la boca.
Mason se volvió hacia ella.
– Eres maravillosa, Sara. Me parece que tal vez lo has olvidado.
– Mason.
– Eres extraordinaria.
Sara se sonrojó, y él extendió un brazo y le puso el pelo detrás de la oreja.
– Mason -repitió ella, cogiéndole una mano.
Mason se inclinó para volver a besarla, pero ella le apartó la cara.
Él se echó para atrás con tanta brusquedad como la primera vez.
– Lo siento. Es sólo que…
– No tienes que darme explicaciones.
– Sí, Mason. Quiero que sepas que…
– No, de verdad.
– Deja de decirme que no -le ordenó Sara, y a continuación comenzó a hablar muy deprisa-. Sólo he estado con Jeffrey. Desde que me fui de Atlanta, quiero decir. -Se apartó de él, temiendo que si se quedaba muy cerca volviera a besarla. O peor aún, que ella aceptara el beso-. Desde entonces él ha sido el único.
– Eso parece una costumbre.
– Puede que lo sea -dijo Sara, cogiéndole la mano-. Es posible… No lo sé. Pero ésta no es la manera de romper con ella.
Él bajó la mirada hacia las manos de ambos.
– Me engañó -le explicó ella.
– Entonces es un idiota.
– Sí -dijo Sara-. A veces lo es, pero lo que intento decirte es que sé lo que es sentirse engañado, y no quiero ser responsable de que nadie se sienta así.
– Pagar con la misma moneda no es jugar sucio.
– No se trata de un juego -le recordó Sara-. Todavía sigues casado, vivas en el Holiday I
Mason asintió.
– Tienes razón.
Sara no había esperado que capitulara tan fácilmente, porque estaba acostumbrada a la empecinada terquedad de Jeffrey, y no a la despreocupada calma de Mason. Entonces se acordó de por qué había sido tan fácil dejar a Mason, al igual que todo lo que había dejado en Atlanta. No había química entre ellos. Mason nunca había tenido que luchar por nada en la vida. Hasta pensó que, más que desearla por sí misma, la deseaba porque era lo que tenía a mano.
– Voy a ver cómo está Tessa -dijo ella.
– ¿Y si te llamo?
Si él lo hubiera expresado de otra manera, a lo mejor ella hubiera dicho que sí. Por lo que lo que le contestó fue:
– Mejor que no.
– Muy bien -dijo Mason, ofreciéndole una de sus sonrisas fáciles.
Sara se puso en pie para marcharse, y él no dijo nada hasta que ella no estuvo a mitad de camino de la puerta.
– ¿Sara? -Mason esperó a que ella se volviera. Le vio reclinado en el sofá, el brazo aún extendido sobre el respaldo, las piernas cómodamente cruzadas-. Diles a tus padres que se cuiden, de mi parte.
– Lo haré -dijo Sara, y cerró la puerta.
Sara estaba junto a la ventana de la habitación de su hermana, observando cómo el tráfico avanzaba lentamente hacia la ronda que llevaba al centro. La respiración regular de Tessa a su espalda era la música más dulce que Sara había oído nunca. Cada vez que miraba a su hermana, Sara tenía que hacer un enorme esfuerzo para no meterse en la cama con ella, cogerle la mano y decirle que estaba a salvo.
Cathy entró en la habitación con una taza de té en cada mano. Sara se acordó de cuando su hermana salió del Dairy Queen con una tarrina de helado cubierto de chocolate en cada mano, no hacía ni una semana, de un humor de perros. Sara se aferró a ese momento con tanta intensidad que casi lo saboreó.
– ¿Papá está bien? -preguntó Sara.
Cuando ella les contó lo de Richard Carter, su padre no pudo soportarlo, y se fue antes de que Sara terminara su relato.
– Está al final del pasillo -dijo Cathy, sin responder a su pregunta.
Sara bebió un sorbo de té y puso mala cara.
– Está fuerte -dijo Cathy-. ¿Jeffrey llegará pronto?
– Debe de estar a punto de llegar.
Cathy acarició el cabello a Tessa.
– Recuerdo que cuando erais bebés os miraba dormir.
A Sara le encantaba oír a su madre hablarle de cuando eran pequeñas, pero ahora tenía una sensación tan nítida del paso del tiempo que le resultaba penoso escucharla.
– ¿Cómo está Jeffrey? -preguntó Cathy.
Sara tomó un sorbo de su té amargo.
– Bien.
– Esto ha sido muy duro para él -dijo Cathy, sacando un tubo de crema para manos de su bolso-. Siempre fue como un hermano mayor para Tessa.
Sara nunca lo había considerado, pero era cierto. Si ella había estado aterrada durante el incidente del bosque, Jeffrey estaba igual de asustado.
– Empiezo a comprender por qué ya no estás furiosa con él -dijo Cathy mientras le ponía crema a Tessa en las manos-. ¿Recuerdas aquella vez que se fue en coche a Florida para ir a buscarla?
Sara soltó una carcajada, sobre todo porque le sorprendía haber olvidado la historia. Años atrás, en unas vacaciones de primavera de la facultad, el coche de Tessa quedó totalmente destrozado tras chocar contra un camión robado que transportaba cervezas, y Jeffrey condujo hasta Panama City en plena noche para hablar con los policías de la localidad y recogerla.
– Tessa no quería que tu padre fuera a buscarla -dijo Cathy-. No quería ni que se lo mencionáramos.
– Papá se habría pasado el viaje repitiéndole: «Ya te lo había dicho» -le recordó Sara.
Eddie había dicho que sólo un idiota se llevaría un MG descapotable a Florida, donde había veinte mil universitarios borrachos.