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– No tengo nada que ponerme para dormir.

– ¿Desde cuándo te ha dado por ponerte pijama?

La voz de Berrington lo mismo podía ser recelosa que simplemente perpleja; Steve no fue capaz de determinarlo. Improvisó a lo loco:

– Pensé que podía ponerme una camiseta grande de manga corta.

– Nada te caerá bien con esos hombros, hijo mío -dijo Berrington, y, ante el alivio de Steve, soltó una carcajada.

Steve se encogió de hombros.

– No importa.

Siguió adelante. Al final del pasillo había dos puertas, una frente a otra: el cuarto de Harvey y el de la criada, presumiblemente. «Pero ¿cuál es de cuál?»

Steve remoloneó un poco, con la esperanza de que Berrington desapareciese dentro de su dormitorio antes de que él, Steve, efectuara su elección.

Cuando llegó al final del pasillo volvió la cabeza. Berrington estaba observándole.

– Buenas noches, papá -dijo Steve.

– Buenas noches.

«¿Derecha o izquierda? No hay forma de adivinarlo. Es cuestión de elegir una a la buena de Dios» Steve abrió la puerta de su derecha.

Camiseta de rugby en el respaldo de una silla, un disco compacto de Snoop Doggy Dog encima de la cama. Playboy sobre la mesa escritorio. «La habitación de un chico. Gracias a Dios.»

Entró y cerró la puerta tras de sí, con el talón. Apoyó la espalda contra el paño de la puerta, débil de puro alivio.

Al cabo de un momento se desvistió y se metió en la cama. Se sentía muy extraño en el lecho de Harvey, en el cuarto de Harvey y en la casa del padre de Harvey. Apagó la luz y yació despierto, mientras escuchaba los ruidos de aquella casa extraña. Durante cierto tiempo oyó rumor de pasos, puertas que se cerraban y grifos que dejaban correr el agua, luego el silencio se enseñoreó del lugar.

Se sumió en un sueño ligero, del que despertó súbitamente. «Había alguien más en la habitación.»

Percibió el olor característico de un perfume de flores, mezclado con el de ajos y especias; luego vio cruzar por delante de la ventana la silueta de la figura menuda de Maria

– ¡Eh! -susurró Steve.

– Voy a hacerte una mamada como a ti te gusta -dijo Maria

– No -replicó Steve, que la rechazó cuando ella se deslizaba bajo la ropa de la cama en dirección a la entrepierna.

– Por favor, no me hagas daño esta noche, por favor, «Arvey» -rogó. Tenía acento francés.

Steve lo comprendió todo. Maria





– No voy a hacerte ningún daño, Maria

Ella empezó a besarle en la cara.

– Se bueno, por favor, se bueno. Haré todo lo que quieras, pero no me pegues.

– Maria

Ella se quedó rígida.

Steve le pasó un brazo por los delgados hombros. La piel de la muchacha era suave y calida.

– Quédate aquí un momento y cálmate -recomendó Steve, al tiempo que le acariciaba la espalda-. Nadie volverá a hacerte daño, te lo prometo.

Maria

El tuvo una erección, no podía evitarlo. Se daba cuenta de que no le costaría nada hacer el amor. Acostado allí, con aquel cuerpo tembloroso entre los brazos, la tentación era muy fuerte. Nadie lo sabría nunca. Sería una verdadera delicia acariciar a aquella chica hasta despertar su libido. Maria

Steve suspiro. Pero estaría mal hecho. Ella no actuaba por propia voluntad. Le habían llevado a aquella cama la inseguridad y el miedo, no el deseo.

«Sí, Steve, puedes jodértela… y explotarás a una inmigrante asustada que cree que no tiene otra salida. Y eso sería abyecto. Tú despreciarías a un hombre capaz de cometer tal infamia.»

– ¿Te sientes mejor ya? -preguntó.

– Sí…

Ella le tocó la cara, y luego le besó suavemente en la boca.

Steve mantuvo los labios firmemente apretados, pero le acarició el pelo afectuosamente.

Maria

– Tú no eres él, ¿verdad? -dijo.

– No -respondió Steve-. No soy él.

Al cabo de unos segundos, la muchacha se había ido. Steve seguía con su erección. «¿Por qué yo no soy él? ¿Por el modo en que me educaron? Diablos, no.» Podía habérmela follado. Podía ser Harvey. Yo no soy él porque opté por no serlo.

Mis padres no tomaron esa decisión en este momento: la tomé yo. Gracias por vuestra ayuda, papá y mamá, pero he sido yo, no vosotros, quien envió a esa chica a su habitación.

»Berrington no me creó, ni tampoco me creasteis vosotros.

«Me hice yo.»