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Berrington adoptó un tono conciliador.

– Acabamos de terminar de cenar -dijo-. ¿Quieres algo? Maria

La tensión había puesto un nudo en el estómago de Steve, pero seguramente Harvey querría cenar y Steve deseaba parecer lo más natural posible, de modo que simuló aplacarse un poco y dijo:

– Claro, tomaré un bocado.

– ¡Maria

– Ahora mismo, monsieur -articuló la joven sosegadamente.

Steve la observó retirarse; tomó nota mental de que atravesaba el salón camino de la cocina. Supuso que el comedor estaría también en esa dirección, a no ser que comiesen en la cocina.

Proust se inclinó hacia delante.

– Bueno, chico, ¿qué averiguaste?

Steve se había inventado un ficticio plan de acción para Jea

– Me parece que podéis tranquilizaros, al menos de momento -explicó-. Jea

A los tres hombres pareció quitárseles un peso de encima.

– Una demanda por despido improcedente -comentó Proust-. Eso llevará un año por lo menos. Tenemos tiempo de sobra para hacer lo que debemos hacer.

«Qué equivocados estáis, viejos cabrones.»

– ¿Te enteraste de algo acerca del caso de Lisa Hoxton?

– Sabe quien soy y cree que fui yo quien lo hizo, pero no tiene ninguna prueba. Probablemente piensa acusarme, pero opinó que lo considerarán una acusación lanzada a ciegas por una antigua empleada vengativa.

Berrington asintió.

– Eso está bien, pero a pesar de todo te hará falta un abogado.

Ya sabes lo que vamos a hacer. Te quedarás aquí esta noche… De todas formas, es demasiado tarde para conducir hasta Filadelfia.

«¡No quiero pasar la noche aquí!»

– No sé…

– Por la mañana me acompañarás a la conferencia de prensa e inmediatamente después iremos a ver a Henry King.

«¡Es demasiado arriesgado!» «No te dejes dominar por el pánico, piensa.» «Si me quedase aquí, conocería con absoluta exactitud y en todo momento lo que tramarán estos asquerosos. Eso bien vale cierto grado de riesgo. Supongo que no puede suceder gran cosa mientras estoy dormido. Podría hacer una llamada sigilosa a Jea

– Conforme -se avino.

– Bueno, hemos estado sentaditos aquí, preocupándonos como locos, por nada en absoluto -dijo Proust.

Barck no corrió tanto a aceptar la buena noticia.

– ¿No se le ocurrió a la chica demandar a la Genético y sabotear su venta? -dijo, receloso.

– Es lista, pero no creo que tenga mucho de mujer de negocios -dijo Steve.

Proust hizo un guiño y preguntó:

– ¿Qué tal es en el catre, eh?

– Guerrera -respondió Steve, con una sonrisa, y Proust soltó una rugiente carcajada.

Entró Maria

– Gracias -dijo-. Tiene un aspecto suculento.

Al dirigirle Maria

Empezó a comer.

– ¿Te acuerdas -dijo Barck- que te llevé al hotel Plaza de Nueva York cuando tenías diez años?

Steve estaba a punto de decir «Sí» cuando captó la expresión de perplejidad que reflejaba el rostro de Berrington. «¿Me está sometiendo a prueba? ¿Desconfía Barck?»

– ¿El Plaza? -preguntó a su vez, fruncido el entrecejo. Aparte de eso, la única respuesta que podía dar era-: Caray, tío Preston, no me acuerdo de eso.

– Tal vez fue el chico de mi hermana -se echó atrás Barck.

«Uffff»

Berrington se puso en pie. -Toda esta cerveza me está haciendo orinar como un caballo -dijo. Salió del estudio.

– Necesito un whisky -manifestó Proust.

– Mira en el último departamento del archivador -sugirió Steve-. Ahí es donde papá suele guardarlo.

Proust se acercó al archivador y tiró del cajón.

– ¡Bien dicho, chaval! -jaleó. Sacó la botella y unos vasos.





– Conozco ese escondite desde que tenía doce años -confesó Steve-. Por esas fechas fue cuando empecé a meterle mano.

Proust dejó escapar una sonora risotada. Steve lanzó a Barck una mirada de reojo. La expresión de desconfianza había desaparecido de su rostro. Sonreía.

60

El señor Oliver sacó un descomunal pistolón que guardaba desde la Segunda Guerra Mundial.

– Se lo quité a un prisionero alemán -explicó-. En aquellas fechas no se permitía llevar armas a los soldados de color.

Estaba sentado en el sofá de Jea

Al teléfono, Lisa trataba de localizar a George Dassault.

– Voy a registrarme en el hotel -dijo Jea

Puso unas cuantas cosas en una maleta y condujo rumbo al hotel Stouffer, mientras pensaba en cómo se las arreglaría para introducir a Harvey en una habitación sin que los miembros de la seguridad del hotel se percatasen de la jugada.

El Stouffer tenía garaje subterráneo; lo cual era un buen principio. Jea

¿Llevarían a Harvey en peso, lo tendrían que arrastrar o se mostraría dispuesto a colaborar e iría andando? Le resultó difícil aventurarlo.

Se inscribió, fue a la habitación, dejó la maleta, volvió a salir del cuarto al instante y regresó a su apartamento.

– ¿Ya he entrado en contacto con George Dassault! -anunció Lisa, exultante, en cuanto vio entrar a Jea

– ¡Eso es formidable! ¿Dónde?

– Localicé a su madre en Buffalo y me dio su número de Nueva York. Es actor e interviene en una obra experimental de las que se representan en cafés y pequeñas salas de Broadway.

– ¿Vendrá mañana?

– Sí. Dijo: «Me haré un poco de publicidad». Le concerté el vuelo y he quedado en encontrarme con él en el aeropuerto.

– ¡Eso es maravilloso!

– Tendremos tres clones; en televisión parecerá increíble.

– Si podemos colar a Harvey en el hotel. -Jea

El señor Oliver manifestó, dubitativo:

– Con todo y con eso, vamos a tener que obligarle a estar calladito durante sus buenos cinco o incluso diez minutos, mientras lo trasladamos desde el coche hasta la habitación. ¿Y qué pasará si alguno de los huéspedes del hotel lo ve maniatado? Puede que les dé por hacer preguntas o por avisar a la seguridad.

Jea

– He pensado en todo eso y se me han ocurrido algunas ideas -dijo Jea

– Claro.

Mientras el señor Oliver lo hacía, Jea

El señor Oliver estaba poniendo en pie a Harvey. En cuanto estuvo erguido, Harvey lanzó un golpe al señor Oliver con las manos atadas. Jea

– Quiero vestirlo -dijo Jea

– Adelante -dijo el señor Oliver-. Yo sólo me quedaré a su lado y le sacudiré de vez en cuando para convencerle de que debe colaborar.

Nerviosamente, Jea

– Ha ido a un baile de disfraces, vestido como Nancy Reagan, y está borracho -determinó Jea

– Queda pero que muy bien -alabó el señor Oliver.

Sonó el teléfono. Jea

– ¡Dígame!

– Aquí Mish Delaware.

Jea

– Hola.

– Tenías razón. Lo hizo Harvey Jones.

– ¿Cómo lo sabes?

– La policía de Filadelfia se dio bastante prisa en poner manos a la obra. Se presentaron en su piso. No estaba allí, pero un vecino les franqueó la entrada. Encontraron la gorra y comprobaron que encajaba perfectamente con la descripción que tenían.

– ¡Estupendo!

– Voy a arrestarle, pero no sé donde está. ¿Y tú?

Jea