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Mientras examinaba el cuarto, empezó a entender con cierto detalle la personalidad de Harvey. En una pared había un encarte central, arrancado de una revista masculina, en el que aparecía la imagen de una mujer desnuda, con el vello púbico afeitado y la carne de los labios de la vagina atravesados por un aro. Jea

Inspeccionó la librería. Vio Los 120 días de Sodoma , del marqués de Sade, y una serie de cintas de video clasificadas X, con títulos como Dolor y Extremo. Había también algunos textos sobre economía y temas comerciales; al parecer Harvey cursaba un master de administración de empresas.

– ¿Puedo echar un vistazo a su guardarropa? -preguntó. No deseaba que Maldwyn se molestase.

– Claro, ¿por qué no?

Abrió cajones y armarios. Las ropas de Harvey eran como las de Steve, un tanto conservadoras para su edad: pantalones clásicos y polos, chaquetas deportivas de tweed, camisas, zapatos de cordones y mocasines. El frigorífico estaba vacío de alimentos, pero tenía dos paquetes de seis botellines de cerveza y una botella de leche: Harvey comía fuera. Debajo de la cama encontró una bolsa de deporte con una raqueta de squash y una toalla sucia.

El desencanto cundió en Jea

– Se acabó -le dijo a Maldwyn-. No estoy segura de lo que buscaba, pero no está aquí.

Y entonces la vio. Colgada de un gancho, detrás de la puerta del apartamento, había una gorra roja de béisbol.

La moral de Jea

– Ha encontrado algo, ¿eh?

– El muy canalla llevaba puesta esa gorra cuando violó a mi amiga. Salgamos de aquí.

Abandonaron el apartamento y cerraron la puerta. Jea

– No puedo agradecérselo lo suficiente. Esto es importante de verdad.

– ¿Qué va a hacer ahora? -preguntó el hombre.

– Volver a Baltimore y llamar a la policía -respondió Jea

Mientras regresaba a casa por la I 95, se puso a pensar en Harvey Jones. ¿Por qué iba a Baltimore los domingos? ¿A ver a una novia? Tal vez, pero la explicación más probable era que sus padres viviesen allí. Muchos estudiantes llevaban a casa la ropa sucia los fines de semana. Seguramente estaría ahora en la ciudad, degustando la carne asada que hubiese preparado la madre o viendo por la tele un partido de fútbol junto a su padre. ¿Asaltaría a otra chica por el camino de vuelta a su casa?

¿Cuántas familias Jones había en Baltimore: mil? Ella conocía a un Jones, claro: su antiguo jefe, el profesor Berrington Jones…

«Oh, Dios mío. Jones.»

La impresión resultó tan fuerte que tuvo que hacerse a un lado de la interestatal y parar.

«Harvey Jones podía ser hijo de Berrington.»

Recordó de súbito el pequeño gesto que Harvey hizo en la cafetería de Filadelfia, la primera vez que se lo encontró. Se había atusado las cejas con la yema del dedo índice. En aquel momento le intrigó un poco, porque le pareció que aquel gesto lo había visto antes. No logró recordar a quien le vio realizarlo y pensó vagamente que debió de ser Steve o De

Probablemente, Harvey estaría en aquellos instantes en casa de Berrington.

55

Preston Barck y Jim Proust llegaron a casa de Berrington hacia el mediodía y se sentaron en el estudio con unas cervezas. Ninguno había dormido gran cosa, y su aspecto era lamentable. Maria

– Jea

– Seamos realistas -dijo Jim-: Exactamente, ¿qué puede haber hecho esa chica antes de mañana a estas horas?

Preston Barck estaba con el ánimo por los suelos.

– Te diré lo que haría yo en su lugar -dijo-. Me encantaría montar una demostración pública de lo que hubiese descubierto, de forma que, si pudiera, cogería a dos o tres de los muchachos, me los llevaría a Nueva York y me plantaría en el programa Buenos días, América. A la televisión le vuelven loca los gemelos.

– Dios no lo permita -dijo Berrington.

Se detuvo un coche fuera. Jim miró por la ventana y anuncio: -Un viejo Datsun herrumbroso.

– Empieza a gustarme la idea original de Jim -dijo Preston-. Hacerlos desaparecer.

– ¡No habrá ninguna muerte! -chilló Berrington.

– No grites, Berry -dijo Jim con sorprendente calma-. A decir verdad, supongo que fanfarroneaba un poco al hablar de hacer que eliminasen a la gente. Quizás hubo una época en la que tenía poder para ordenar que matasen a alguien, pero realmente ahora ya no es así. En los últimos días he pedido algunos favores a viejos amigos, y aunque me los han prestado sin poner pegas, comprendo que todo tiene un límite.

Berrington pensó: «Gracias a Dios».

– Pero tengo otra idea -dijo Jim.

Sus dos socios se lo quedaron mirando.

– Nos acercamos discretamente a cada una de las ocho familias. Confesamos los errores que cometimos en la clínica durante los primeros días. Decimos que no se causó ningún daño pero que deseamos evitar la publicidad sensacionalista. Les ofrecemos un millón de dólares como compensación. Será pagadero en diez años y les diremos que los pagos se suspenderán en el momento en que hablen…, en cuanto se lo cuenten a alguien: a la prensa, a Jea

Berrington afirmó despacio con la cabeza.

– Santo Dios, eso sí que puede salir bien. ¿Quién va a decir no a un millón de dólares?

– Lorraine Logan -replicó Preston-. Quiere demostrar la inocencia de su hijo.

– Exacto. No lo haría ni por diez millones.

– Todo el mundo tiene su precio -dijo Berrington, que había recuperado su característica prepotencia-. De todas formas, poco podemos hacer sin la colaboración de uno o dos de los otros.

Preston decía que sí con la cabeza. También Berrington vislumbraba una nueva esperanza. Podía haber un modo de hacer callar los Logan. Pero existía un obstáculo más serio.

– ¿Y si Jea



– Tenemos que enterarnos de sus intenciones: cuánto ha descubierto hasta ahora y qué planes está tramando.

– No se me ocurre ningún modo de hacerlo -dijo Berrington.

– A mí sí -afirmó Jim, sonriendo-. Conocemos una persona que: podría fácilmente ganarse su voluntad y averiguar con exactitud qué le bulle en la cabeza.

La rabia empezó a crecer dentro de Berrington.

– Sé lo que estas pensando…

– Ahí llega ya -dijo Jim.

Sonaron unos pasos en el vestíbulo y segundos después entraba el hijo de Berrington.

– ¡Hola, papá! -saludó-. ¿qué tal, tío Jim? ¿Cómo te va, tío Preston?

Berrington le contempló con una mezcla de orgullo y pesar. Parecía un chico maravilloso con sus pantalones de pana azul marino y su jersey de algodón azul celeste. De cualquier modo, ha heredado mi estilo de vestir, pensó Berrigton. Dijo:

– Tenemos que hablar, Harvey.

Jim se puso en pie.

– ¿Quieres una cerveza, chico?

– Claro -aceptó Harvey.

Jim Proust tenía una fastidiosa tendencia a alentar en Harvey las malas costumbres.

– Olvida la cerveza -saltó Berrington-. Jim, ¿por qué no os vais Preston y tú al salón y nos dejáis a nosotros dos echar unas parrafadas?

El salón era una estancia rigurosamente protocolaria que Berrington jamás utilizaba.

Salieron Preston y Jim. Berrington se puso en pie y abrazó a Harvey.

– Te quiero, hijo -declaró-. Incluso aunque seas malvado.

– ¿Soy malvado?

– Lo que le hiciste a esa pobre chica en el sótano del gimnasio fue una de las cosas más infames que puede hacer un hombre.

Harvey se encogió de hombros.

Santo Dios, no he logrado inculcarle el sentido del bien y del mal, pensó Berrington. Pero era demasiado tarde para tales lamentaciones.

– Siéntate y escúchame un momento -dijo.

Harvey se sentó.

– Tu madre y yo intentamos durante años tener un hijo, pero teníamos problemas -explicó-. En aquella época, Preston trabajaba en la fertilización in vitro, método en el que el espermatozoide y el óvulo se unen en el laboratorio y después el embrión se implanta en el útero.

– ¿Me estás diciendo que soy un niño probeta?

– Eso es secreto. Jamás debes decírselo a nadie, en toda tu vida. Ni siquiera a tu madre.

– ¿Ella no lo sabe? -articuló Harvey, atónito.

– Hay algo más que eso. Preston tomó un embrión vivo y lo dividió, formando así gemelos.

– ¿Ese muchacho al que detuvieron por la violación?

– Lo dividió más de una vez.

Harvey asintió. Todos tenían la misma inteligencia viva y rápida.

– ¿Cuántas?

– Ocho.

– ¡Joder! Y supongo que el esperma no procedía de ti.

– No.

– ¿De quién?

– De un teniente del ejército destinado en Fort Bragg: alto, fuerte, bien constituido, inteligente, agresivo y guapo.

– ¿Y la madre?

– Una mecanógrafa de West Point, igualmente bien dotada.

Una sonrisa torcida contorsionó el agraciado rostro del muchacho.

– Mis verdaderos padres.

Berrington hizo una mueca.

– No, ellos no son tus padres -dijo-. Te gestaste en el vientre de tu madre. Ella te alumbró y, créeme, fue doloroso. Te vimos dar los primeros pasos vacilantes, forcejear con el cubierto para conseguir meterte en la boca la primera cucharada de puré de patatas y balbucear tus primeras palabras. -Berrington observaba atentamente el semblante de su hijo, pero no pudo adivinar si el chico le creía o no.