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– Steve…

Él sonrió.

– Soy yo.

Pero ¿no sería ese el propósito de su actuación? Una vez hubiera ganado su confianza, estuviesen desnudos en la cama y el tendido encima, ¿no cambiaría y revelaría su verdadera naturaleza, la naturaleza que se perecía por ver a las mujeres aterrorizadas y sumidas en el dolor? La sacudió un estremecimiento de pánico.

No estaba bien. Desvió la mirada.

– Vale más que te vayas -dijo.

– Podrías preguntarme cosas.

– Vale. ¿Dónde vi a Steve por primera vez?

– En la pista de tenis.

Era la contestación correcta. Pero los dos, Steve y el violador, estaban aquel día en la Universidad Jones Falls.

– Pregúntame otra cosa.

– ¿Cuántos bollos de canela se comió Steve el viernes por la mañana?

Steve sonrió.

– Ocho. Me avergüenza confesarlo.

Jea

– Supongo que tienes razón -convino Steve, y se puso de nuevo la camiseta de manga corta.

Se sentó en la cama y se calzó los zapatos. Jea

Steve salió del dormitorio, completamente vestido. Jea

Steve le leyó el pensamiento. -Es inútil, no puedo sacarte de dudas. La confianza es la confianza, y cuando se pierde se ha perdido. -Dejó ver momentáneamente su resentimiento-. ¡Qué jarro de agua fría, que jodido jarro de agua fría!

Su rabia aterró a Jea

Steve noto su perentoriedad.

– De acuerdo, ya me voy -dijo. Se encaminó a la puerta-. Te darás cuenta de que él no se marcharía.

Ella asintió con la cabeza.

– Pero hasta que no haya salido de aquí -Steve expresó en palabras lo que Jea

Ahora tenía la plena certeza de que aquél era Steve, pero las dudas reaparecerían a menos que se fuera real y definitivamente.

– Necesitamos una clave secreta, para que sepas que soy yo.

– Exacto.

– Pensaré algo.

– Muy bien.

– Adiós -se despidió Steve-. No intentaré besarte.

Bajó la escalera. -Telefonéame -alzó la voz por encima del hombro.

Jea

Se mordió el labio. Tenía ganas de llorar. Fue al mostrador de la cocina y se sirvió una taza de café. Levantó la taza hacia sus labios, pero se le resbaló entre los dedos, cayó y fue a estrellarse contra las baldosas del suelo, donde se hizo añicos.

– ¡Joder! -exclamó Jea

Se le doblaron las piernas y se desplomó encima del sofá. Tenía la sensación de haber estado en terrible peligro. Ahora comprendía que tal peligro era imaginario, pero, a pesar de todo, agradecía profundamente el que hubiera quedado atrás. Sentía el cuerpo henchido de un deseo insatisfecho. Se tocó la entrepierna: los pantalones estaban húmedos.

– Pronto jadeó-. Pronto. Pensó en cómo se desarrollarían las cosas la próxima vez que se encontraran, como le abrazaría, le besaría y le pediría perdón; y cómo la perdonaría él, derrochando ternura. Y mientras se imaginaba todo aquello, las yemas de los dedos pulsaron los puntos debidos y al cabo de unos instantes un espasmo de placer recorrió todo su cuerpo.

Luego durmió un rato.

46

Humillación era el sentimiento que agobiaba a Berrington.

Había derrotado a Jea



Jamás hubiera pensado que estaría haciendo aquello unas semanas antes de cumplir los sesenta años: sentado en su automóvil, aparcado junto a la acera, dedicado a vigilar la puerta de la casa de otra persona como un mugriento detective particular. ¿Qué pensaría su madre? Aún vivía, era una dama esbelta, elegante y bien vestida, de ochenta y cuatro años, que residía en una pequeña población de Maine, escribía cartas al periódico local y se mostraba firmemente decidida a mantenerse en su puesto de encargada de arreglar las flores de la Iglesia episcopaliana. Se estremecería de bochorno si se enterara de la situación a que se veía reducido su hijo.

Que Dios no permitiera que le viese algún conocido. Tenía buen cuidado en evitar cruzar su mirada con la de los peatones que pasaban por allí. Por desgracia, su coche era realmente llamativo. Lo consideraba un automóvil sólo discretamente distinguido, pero no había muchos Lincoln Town Cars aparcados en la calle donde estaba: los coches favoritos de los vecinos de aquel barrio eran provectos utilitarios japoneses y Pontiac Firebirds amorosamente conservados. Con su peculiar cabellera gris, el propio Berrington no era la clase de persona que se fundía en el paisaje y pasaba inadvertida. Durante cierto tiempo tuvo ante sí un plano de la ciudad, desplegado encima del volante, a guisa de camuflaje, pero aquel vecindario era amable y dos personas golpearon suavemente el cristal de la ventanilla y se ofrecieron a indicarle la dirección que estuviese buscando, así que Berrington volvió a guardar el plano. Se consoló diciéndose que en una zona de rentas tan bajas resultaba poco probable que viviera alguien importante.

En aquellos instantes no tenía la menor idea de lo que Jea

Fue Jim quien sugirió que Berrington espiase el domicilio de Jea

– Tenemos que saber que se lleva esa mujer entre manos, quien entra y sale de su casa -había dicho Jim, y Berrington se mostró de acuerdo, aunque a regañadientes.

Se había apostado allí temprano y no sucedió nada hasta alrededor del mediodía, cuando fue a recoger a Jea

Había llamado a Proust desde el teléfono público del McDonald's de la esquina y Proust le prometió ponerse en contacto con su amigo del FBI para averiguar a quién habían ido a ver. Berrington se imaginó al hombre del FBI diciendo: «La sargento Delaware entró en contacto hoy con un sospechoso al que mantenemos bajo vigilancia. Por razones de seguridad no puedo revelar más detalles, pero nos resultaría de gran utilidad saber con exactitud qué hizo la sargento esta mañana y en qué caso está trabajando».

Cosa de una hora después, Jea

No permaneció mucho tiempo en el piso. De haber estado en su piel, pensó Berrington, con Jea

Consultó el reloj del coche por vigésima vez y decidió llamar de nuevo a Jim. Era posible que hubiese recibido ya noticias del FBI.

Berrington se apeó del automóvil y anduvo hasta la esquina. El olor de las patatas fritas le hizo notar que tenía hambre, pero le repateaba los hígados comer hamburguesas en envases de polietileno. Se proveyó de una taza de café negro y se llegó al teléfono público.

– Fueron a Nueva York -le informó Jim.

Era lo que se temía Berrington.

– Wayne Stattner -dijo.

– Sí.

– Mierda. ¿Qué hicieron?

– Le pidieron cuentas de sus movimientos durante el domingo pasado y cosas por el estilo. Él estuvo en los Emmy. Su retrato había aparecido en la revista People. Fin de la historia.

– ¿Alguna indicación acerca de lo que Jea

– No. ¿Qué pasa por ahí?

– No gran cosa. Desde aquí veo la puerta. La chica hizo unas compras, Steve Logan vino y se marchó, nada. Tal vez se les hayan agotado las ideas.

– Y tal vez no. Todo lo que sabemos es que tu plan de despedirla no le ha cortado las alas; sigue dando guerra.

– Está bien, Jim, no hace falta que me lo restriegues por las narices. Un momento…, ahora sale.

Jea

– Síguela -dictó Jim.

– Al diablo con esto. Está subiendo a su coche.

– Tenemos que saber adónde va, Berry.

– ¡No soy ningún poli, maldita sea!

Una niña que se dirigía al lavabo de señoras con su madre dijo:

– Ese hombre grita, mamá.

– Chist, cariño -la acalló la madre.

Berrington bajó la voz:

– Acaba de arrancar.

– ¡Sube a tu condenado coche!

– Que te zurzan, Jim.

– ¡Síguela! -Jim cortó la comunicación.

Berrington colgó el teléfono.

El Mercedes rojo de Jea