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– En un cajón de mi mesa, grabados en un disquete con el rótulo de COMPRAS.LST.
– Podemos solicitar que se nos permita acceder a su despacho sin especificar qué estamos buscando.
– Me temo que, en ese caso, borrarán toda la información de mi ordenador y de todos los disquetes.
– No se me ocurre ninguna idea mejor.
– Lo que necesitamos es un ladrón profesional -oyó que decía Steve.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Jea
– ¿Qué?
Papá.
– ¿Qué ocurre, doctora Ferrami? -preguntó el abogado.
– ¿Puede retener esa solicitud al tribunal? -dijo Jea
– Sí. De todas formas, no empezaría a rodar hasta el lunes. ¿Por qué?
– Acabo de tener una idea. Veamos si la puedo poner en práctica. Si no me resulta factible, la semana que viene nos lanzaremos por el camino de la legalidad. ¿Steve?
– Aquí estoy todavía.
– Llámame luego.
– Cuenta con ello.
Jea
Su padre podía colarse en el despacho. En aquel momento se encontraba en casa de Patty. Estaba sin blanca, así que no podía ir a ninguna parte. Y tenía una deuda con ella. Oh, vamos, se lo debía.
Si lograba encontrar al tercer gemelo, Steve quedaría libre de toda sospecha. Y si le fuera posible demostrar al mundo lo que Berrington y sus camaradas habían hecho en los años setenta, tal vez ella recuperara su empleo.
¿Podía pedirle a su padre que hiciera aquello? Iba en contra de la ley. Si las cosas salían mal, el podía acabar en la cárcel. Claro que estaba arriesgándose continuamente; pero en esa ocasión sería por culpa de ella. Trató de convencerse de que no lo atraparían.
Sonó el timbre de la entrada. Jea
– ¿Si?
– ¿Jea
Era una voz familiar.
– Si -contestó-. ¿Quién es?
– Will Temple.
– ¿Will?
– Te envié una nota por correo electrónico, ¿no la recibiste?
¿Qué diablos estaba haciendo Will Temple allí?
– Pasa -permitió Jea
Subió la escalera vestido con pantalones de dril marrón y polo de color azul marino. Llevaba el pelo corto, y aunque conservaba la barba rubia que tanto le gustaba a Jea
Jea
– Esto sí que es una sorpresa -dijo-. Hace dos días que no puedo recoger mi correo electrónico.
– Asisto a una conferencia en Washington -explico Will-. Alquilé un coche y me vine para acá.
– ¿Quieres un poco de café?
– Seguro.
– Siéntate.
Jea
– Bonito apartamento.
– Gracias.
– Diferente.
– Quieres decir distinto a nuestro antiguo domicilio.
El salón de su piso de Mi
– Supongo que reaccioné contra todo aquel caos.
– En aquella época parecía gustarte.
– Entonces, sí. Las cosas cambian.
Will asintió y enfocó otro tema de conversación.
– He leído lo que dicen de ti en el New York Times . Ese artículo era basura.
– Pero me lo dedicaron especialmente. Hoy me han despedido.
– ¡No!
Jea
– Ese muchacho, Steve… ¿vas en serio con él?
– No lo sé. Tengo una mentalidad liberal.
– ¿No salís en plan formal?
– No, a pesar de que él si quiere hacerlo, y la verdad es que el chico me va. ¿Sigues tú con Georgina Tinkerton Ross?
– No. -Will meneó la cabeza pesarosamente-. En realidad, Jea
A Jea
– Fuiste lo mejor que me ha ocurrido nunca -confesó Will-. Eres fuerte, pero también buena. E inteligente: tengo que tener a alguien inteligente. Nos compenetrábamos. Nos queríamos.
– Me dolió mucho en aquellos días -dijo Jea
– Yo no estoy muy seguro de poder decir lo mismo.
Jea
Había ido a pedirle que volviese con él, eso estaba claro. Y Jea
Sería mucho más clemente evitarle el mal trago de la humillación que representaría el que se declarase y luego rechazarle. Jea
– Will, tengo algo importante que hacer y he de salir zumbando Me gustaría haber recibido tus mensajes, en cuyo caso tal vez hubiéramos podido pasar más tiempo juntos.
Will captó la indirecta implícita en aquellas palabras y su semblante se entristeció un poco más.
– Mala suerte -dijo. Se puso en pie.
Jea
El hombre tiró de ella para darle un beso. Jea
– Desearía poder reescribir el guión -comentó contrito-. Pondría un final más feliz.
– Adiós, Will.
– Adiós, Jea
Ella siguió mirándolo mientras Will bajaba la escalera y salía por la puerta.
Sonó el teléfono. Jea
– Dígame.
– Que te despidan no es lo peor que puede pasarte.
Era un hombre; la voz se oía ligeramente sofocada, como si hablase a través de algo colocado sobre el micrófono para disimularla.
– ¿Quién es? -preguntó Jea
– Deja de meter las narices en lo que no te importa.
¿Quién demonios era aquel individuo? ¿A qué venía aquello?
– El que te abordó en Filadelfia se suponía que iba a matarte.
Jea
La voz continuó:
– Se embarulló un poco y estropeó el asunto. Pero puede volver a visitarte.
– ¿Oh, Dios!… -musitó Jea
– Ándate con ojo.
Se produjo un clic y luego el zumbido de tono. El hombre había colgado. Jea
Nunca la había amenazado nadie con matarla. Era espantoso saber que otro ser humano deseaba poner fin a su vida. Estaba paralizada. «¿Qué se espera que hagas?»
Se sentó en el sofá y luchó para recobrar su fuerza de voluntad. Tuvo la impresión de que se venía abajo y de que optaría por abandonar. Se sentía demasiado apaleada y magullada para seguir contendiendo con aquellos oscuros y poderosos enemigos. Eran demasiado fuertes. Podían conseguir que la despidieran, ordenar que la atacasen, registrar su despacho, sustraerle el correo electrónico; parecían estar en condiciones de hacer cualquier cosa. Quizá, realmente, podían incluso matarla.
¡Era tan injusto! ¿Qué derecho les asistía? Ella era una buena científica y habían aniquilado su carrera. Deseaban ver a Steve encarcelado por la violación de Lisa. La estaban amenazando a ella de muerte. Empezó a hervirle la sangre. ¿Quiénes se creían que eran? No iba a permitir que le destrozasen la vida unos canallas arrogantes que creían poder manipularlo todo en beneficio propio y pisotear a todos los demás. Cuanto más pensaba en ello, mayor era su indignación. No voy a permitirles ganar esta batalla, se dijo. Tengo capacidad para hacerles daño…, debo tenerla, porque, de no ser así, no hubieran considerado necesario advertirme y amenazar con matarme. Y voy a hacer uso de ese poder. Me tiene sin cuidado lo que me pueda ocurrir, siempre y cuando les ponga las cosas difíciles a esos individuos. Soy inteligente, estoy decidida a todo y soy Jea
41
El padre de Jea
Al entrar allí y verle, a Jea
– ¿Cómo pudiste hacer una cosa así? -vociferó-. ¿Cómo pudiste robar a tu propia hija?
El hombre se puso en pie tan bruscamente que derramo el café y se le escapó de la mano el pastel.
Patty entró inmediatamente después de Jea
– Por favor, no hagas una escena -rogó su hermana-. Zip está a punto de llegar a casa.
– Lo siento, Jea
Patty se arrodilló y empezó a limpiar el café del suelo con un puñado de Kleenex. En la pantalla, un apuesto doctor con bata de cirujano besaba a una mujer preciosa.
– ¡Sabes que estoy sin blanca! -insistió Jea
– ¡No deberías emplear ese lenguaje!…
– ¡Jesús, dame fuerzas!
– Lo siento.
– No lo entiendo. Sencillamente, no lo entiendo.
– Déjale en paz, Jea
– Pero es que tengo que saberlo. ¿Cómo pudiste hacerme una cosa como esa?
– Está bien, te lo diré -replicó el padre, con un repentino acceso de energía que sorprendió a Jea
Su aspecto era tan patético que la cólera de Jea
– ¡Oh, papá, lo siento! -dijo-. Siéntate, traeré la aspiradora.
Recogió la volcada taza de café y la llevó a la cocina. Volvió con la aspiradora y limpió las migas de pastel. Patty acabó de eliminar del suelo las manchas de café.