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Ella se lo bebió rápidamente y se vistió. Cuando entró en la sala de estar, él estaba sentado ante el mostrador de la cocina.

– ¿Encontraste los bollos?

– Faltaría más.

– ¿Qué ha sido de ellos?

– Dijiste que no tenías hambre, así que me los comí todos.

– ¿Los cuatro?

– Ejem… La verdad es que había dos paquetes.

– ¿Te has zampado ocho bollos de canela?

Pareció sentirse de pronto un tanto incómodo.

– Estaba hambriento.

Jea

– Vamos.

Cuando se disponía a marchar, Steve la cogió de un brazo.

– Un momento.

– ¿Qué?

– Jea

– Ya lo sé.

– Me estoy enamorando de ti.

Ella le miró a los ojos. El chico era sincero.

– También yo me siento cada vez más ligada a ti -dijo, un tanto a la ligera.

– Quiero hacer el amor contigo, y lo deseo tanto que me duele.

Podría estar escuchando esto todo el santo día, pensó Jea

– Oye -dijo-, si follas como devoras, soy tuya.

Steve puso cara larga y Jea

– Lo siento -se excusó-. No pretendía hacer un chiste.

Steve se encogió de hombros a guisa de «no importa».

Ella le cogió la mano.

– Escucha, lo primero que vamos a hacer es salvarme a mí. Luego te salvaremos a ti. Y después nos divertiremos un poco.

Steve le apretó la mano.

– De acuerdo.

Salieron.

– Vayamos juntos en mi coche -propuso Jea

Subieron al Mercedes. Empezó a sonar la radio cuando Jea

– Se espera que el senador Jim Proust, antiguo director de la CIA, confirme hoy que aspira a que le nombren candidato republicano para las elecciones presidenciales que se celebrarán el año próximo. Su campaña promete: un diez por ciento del impuesto de utilidades sufragado por la abolición de la asistencia social. La financiación de su campaña no representara ningún problema, aseguran los comentaristas, ya que cuenta con obtener sesenta millones de dólares procedentes de la ya acordada operación de venta de su compañía de investigación clínica, la Genético… Deportes, los Philadelphia Rams…

Jea

– ¿Qué opinas de eso?

Steve sacudió la cabeza con desaliento.

– Las apuestas no cesan de subir -comentó-. Si descubrimos el pastel de la verdadera historia de la Genético y la operación de compraventa se va al traste, Jim Proust no podrá costearse la campaña presidencial. Y Proust es un mal bicho de cuidado: antiguo espía, ex agente de la CIA, opuesto al control de armas, antiesto, antiaquello, antitodo. Te has plantado en el camino de unas gentes peligrosas, Jea

Ella rechinó los dientes.

– Lo cual hace que aún valga más la pena luchar contra ellas. Me eduqué gracias a la asistencia social, Steve. Si Proust llega a presidente, las muchachas como yo siempre serán peluqueras.

39

Había una pequeña manifestación frente al Hillside Hall, el edificio que albergaba las oficinas administrativas de la Universidad Jones Falls. Treinta o cuarenta estudiantes, femeninos en su mayoría, se agrupaban delante de la escalinata. Era una protesta pacífica y disciplinada. Al acercarse, Steve leyó una pancarta:

¡READMISIÓN A FERRAMI YA!

Parecía un buen presagio.

– Han venido a apoyarte -le dijo a Jea

Jea

– Pues si. Dios mío, alguien me aprecia, después de todo.

Otro cartel rezaba:

LA U



NO PUEDE HACER

ESTO A

JF

Se elevaron gritos de entusiasmo cuando vieron a Jea

Jea

– ¡Sophie! -exclamó-. ¿Qué puedo decir?

– Buena suerte ahí dentro -deseó la mujer.

Jea

– Bueno -constató Steve-, esas personas creen que deberías conservar tu empleo.

– No tengo palabras para expresarte lo mucho que eso significa para mí -repuso Jea

– ¿Quién era aquella preciosidad de la primera fila?

Jea

– ¿No la has reconocido?

– Estoy casi seguro de que no la he visto en la vida, pero ella no me quitaba ojo. -Luego lo adivinó-. ¡Oh, Dios, debe de ser la víctima!

– Lisa Hoxton.

– No es extraño que me mirara así.

Steve no pudo evitar volver la cabeza. Lisa era una joven guapa y vivaracha, bajita y más bien regordeta. El doble de Steve la había atacado, la derribó sobre el suelo y la obligó a mantener con el una relación sexual. En el interior de Steve se retorció un pequeño nudo de repugnancia. Aquella chica no era más que una joven normal, y ahora un recuerdo de pesadilla la acosaría a lo largo de toda su vida.

El edificio administrativo era un enorme y arcaico caserón. Jea

Cuatro hombres y una mujer de edad mediana estaban sentados a aquella mesa. En el individuo calvo que ocupaba el centro reconoció Steve al rival de Jea

Se inclinó por encima de la mesa, estrechó la mano a Jack Budgen y dijo:

– Buenos días, doctor Budgen. Soy Steve Logan. Hablamos ayer.

Una extraña intuición se adueñó de su ánimo y se encontró rezumando una relajada confianza que era la antítesis de lo que sentía. Fue estrechando la mano a los miembros de la comisión, cada uno de los cuales le dijo su nombre.

Dos hombres más estaban sentados en el extremo de la mesa, por el lado más próximo a la puerta. El individuo menudo, de terno azul marino, era Berrington Jones, a quien Steve había conocido el lunes anterior. El caballero enjuto, de pelo rojizo y traje cruzado, negro y a rayas, tenía que ser Henry Qui

Tras lanzarle una mirada desdeñosa, Qui

– ¿Qué títulos jurídicos tiene usted, joven?

Steve le dedicó una sonrisa amistosa y le respondió en voz baja, tanto que no le pudo oír nadie más, aparte de Qui

– Vete a hacer puñetas, Henry.

Qui

Acercó una silla a Jea

– Bien, tal vez debamos empezar -dijo Jack-. Esta sesión es informal. Creo que todos han recibido una copia de la rúbrica, de modo que conocemos las reglas. Presenta las acusaciones el profesor Berrington Jones, que propone el despido de la doctora Jea

Mientras Jack hablaba, Steve estudió a los miembros de la comisión, buscando en sus rostros algún indicio de simpatía. No encontró el menor detalle tranquilizador. Sólo la mujer, Jane Edelsborough, parecía dispuesta a mirar a Jea

– El señor Qui

Qui

Qui

Por fin, dio por concluido el preámbulo y se dispuso a interrogar a Berrington. Empezó por preguntarle cuando tuvo noticias por primera vez de la existencia del programa informático de búsqueda creado por Jea

– El pasado lunes por la tarde -contestó Berrington.

Refirió la conversación que él y Jea

Luego, Berrington dijo: -En cuanto comprendí con claridad su técnica, le dije que, en mi opinión, lo que estaba haciendo era ilegal.

– ¿Qué? -estalló Jea