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– A algunas chicas les gusta que les hagan daño -afirmó Steve, al tiempo que apoyaba una mano en la rodilla de Jea
Ella la apartó de allí.
– Veamos, ¿qué querías enseñarme? -trató de cambiar de conversación.
– Esto -dijo Steve, y le cogió la mano derecha. Un segundo después, Jea
– ¡Jesús! -Levantó la mano bruscamente. ¡Vaya, se había equivocado de medio a medio con aquel chico!-. ¡Apártate, Steve, y deja de actuar como un maldito adolescente!
La siguiente noticia la recibió en forma de golpe violento en la parte lateral de la cara.
Soltó un chillido y se desvió a un lado. Resonó el trompetazo de una bocina cuando el coche irrumpió en el carril contiguo delante de un camión Mack. Los huesos del rostro le ardían angustiosamente y paladeó el sabor de la sangre. Se esforzó en pasar por alto el dolor, en tanto recuperaba el dominio del vehículo.
Comprendió atónita que Steve le había dado un puñetazo.
Nadie había hecho jamás tal cosa.
– ¡Hijo de perra! -le gritó.
– Ahora vas a hacerme un trabajito manual -repuso él-. Si no, te voy a hostiar hasta que la crisma se te caiga a pedazos.
– ¡Vete a tomar por culo!
Por el rabillo del ojo Jea
Sin pensarlo, Jea
Steve se vio impulsado hacia delante y el puñetazo no llegó a su objetivo. La cabeza del joven chocó contra el parabrisas. Los neumáticos llenaron el aire con su chirrido de protesta y una gran limusina blanca se desvió como pudo para esquivar al Mercedes.
Mientras Steve recobraba el equilibrio, Jea
En esa ocasión se recuperó antes. El Mercedes se detuvo. Turismos y camiones maniobraron para evitar la colisión y un clamor de bocinas los envolvió. Jea
Jea
Por la rampa de acceso que había a la izquierda llegaban nuevos vehículos, que irrumpían en la autopista a más de noventa kilómetros por hora y pasaban centelleantes junto al Mercedes. ¿Es que ni un sólo conductor iba a detenerse para ayudar a la mujer víctima de una agresión?
Mientras forcejeaba para quitarse de encima al atacante, el pie se levantó del pedal del freno y el coche se movió hacia delante.
Quizás eso le desequilibrara, pensó. Ella tenía el control del automóvil; era su única ventaja. A la desesperada, pisó a fondo el pedal del acelerador.
El Mercedes arrancó con una sacudida. Chirriaron los frenos cuando un autobús de la Greyhound rozó milagrosamente el guardabarros. Steve se vio arrojado de nuevo al asiento y se distrajo brevemente, pero al cabo de unos segundos sus manos volvían a estar sobre Jea
Dobló bruscamente el volante hacia la izquierda y la maniobra lanzó a Steve contra la portezuela de su lado. El Mercedes se libró por un pelo de chocar con un camión de basura y, durante una sobrecogedora fracción de segundo, Jea
Steve volvía a meterle mano. Jea
Con el brazo derecho, Jea
¿Cuánto tiempo podía durar aquello? ¿Es que no hay coches patrulla en esta ciudad?
Observó por el rabillo del ojo que en aquel momento pasaban por una salida de la autopista. Por el borde de la calzada, unos metros detrás de ella, circulaba un antiguo Cadillac azul celeste. En el último momento, Jea
Aceleró por la larga rampa de salida. En cuanto el coche recuperó la estabilidad Steve coló la mano entre las piernas de Jea
No se veía ningún coche por delante ni por detrás. La rampa concluía en un semáforo que en aquellos momentos estaba verde. A la izquierda había un cementerio. Jea
Steve ya tenía la mano por debajo de las bragas.
– ¡Para! -ordenó.
Lo mismo que ella, comprendía que, si la violaba allí, existían muchas probabilidades de que nadie interviniese.
Ahora le estaba haciendo daño, empujaba y le pinchaba con los dedos, pero mucho peor que el dolor era el miedo a lo que le esperaba. Aceleró furiosamente, rumbo a la luz roja.
Por la izquierda surgió una ambulancia, que dobló delante del Mercedes. Jea
De súbito, Steve retiró las manos del cuerpo de Jea
¿Cuánto tiempo vamos a seguir así?, se preguntó Jea
Steve agarró el volante y trató de desviar el automóvil hacia la acera. Jea
Steve volvió a intentarlo. Esa vez fue más hábil. Llevó la palanca de cambios a punto muerto con la mano izquierda y aferró el volante con la derecha. El automóvil redujo la velocidad y subió por el bordillo de la acera.
Jea
Se encontraron frente a una calle muy concurrida, con un hospital ante el que se congregaba un numeroso grupo de personas, una hilera de taxis y, junto a la acera, un puesto de comida china.
– ¡Sí! -exclamo Jea
Pisó el freno. Steve tiró del volante y ella volvió a colocarlo en su posición anterior. El Mercedes dio un coletazo y se detuvo en mitad de la calzada. Una docena de taxistas que se encontraban ante el puesto de comida china se volvieron a mirar.
Steve abrió la portezuela, se apeó y huyó a la carrera.
– ¡Gracias a Dios! -susurró Jea
Segundos después, Steve había desaparecido.
Jea
Uno de los taxistas se acercó y asomó la cabeza por la ventanilla del asiento del pasajero. Precipitadamente, Jea
– ¿Se encuentra bien, señora? -preguntó el hombre.
– Supongo que sí -respondió ella, sin resuello.
– ¿A qué diablos venía todo esto?
Jea
– Le aseguro que me gustaría saberlo -dijo.
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Sentado en lo alto de una pequeña tapia, junto al domicilio de Jea