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Jea

– Entonces cuesta trabajo entenderlo.

Sin saber exactamente por qué, a Jea

El director de la clínica volvió a colocar la pantalla del ordenador en su posición original. Puso cara de lamentarlo profundamente y dijo:

– Me temo que no puedo hacer nada más por usted.

– ¿Podría hablar con el señor Ringwood y preguntarle por qué no me dijo que las fichas se destruían?

– Me temo que Peter se ha puesto enfermo y hoy no ha venido.

– ¡Qué extraordinaria coincidencia!

Minsky trató de parecer ofendido, pero el resultado fue una parodia lastimosa.

– Espero que no esté insinuando que intentamos ocultarle algo.

– ¿Por qué iba yo a pensar tal cosa?

– No tengo ni idea. -Minsky se levantó-. Y ahora, me temo que no dispongo de más tiempo que dedicarle.

Jea

– Buenos días -deseó, rígido el tono.

– Adiós -se despidió Jea

Una vez en la calle titubeó. Rebosante de combatividad, sentía la testación de hacer algo provocativo, de demostrarles que no podían manipularla hasta la anulación. Decidió curiosear un poco por allí.

La zona de aparcamiento estaba repleta de automóviles de médicos, BMW y Cadillac último modelo. Dobló la esquina por un lado del edificio. Un negro de barba canosa limpiaba la basura con una ruidosa barredera. Por allí no había nada digno de atención o interés. Acabó delante de una tapia que cortaba la salida y volvió sobre sus pasos.

A través del cristal de la puerta de la fachada vio a Dick Minsky, todavía en el vestíbulo, que decía algo a la desenvuelta secretaria. Miraba con inquieta ansiedad mientras Jea

Jea

¿Papel cortado en tiras?

Oyó la voz de Dick Minsky. Parecía asustado.

– ¿Tendría la bondad de marcharse ya, doctora Ferrami?

Jea

Ella se acercó con paso rápido al montón de bolsas.

– ¡Eh! -gritó Dick Minsky.

Los basureros se la quedaron mirando, pero Jea

Comprobó que sostenía en la mano un fajo de tiras delgadas de tarjetas de color pardo. Al mirar con más atención aquellas tiras vio que tenían cosas escritas, unas con pluma, otras a máquina. Eran las fichas destrozadas de los historiales del hospital.

Sólo podía haber un motivo para que se llevaran tantas bolsas precisamente aquel día. Habían destruido los archivos aquella mañana… sólo horas después de que ella hubiese llamado. Dejó caer en el suelo los jirones de papel y se alejó. Uno de los basureros le chilló algo, indignado, pero Jea

Se plantó delante de Dick Minsky, con las manos apoyadas en las caderas. Había estado mintiéndola y de ahí que ahora fuese una nerviosa calamidad humana.

– Tienen aquí un secreto vergonzoso, ¿verdad? -gritó Jea

El hombre estaba absolutamente aterrorizado.

– Claro que no -pudo articular-. Y esa sugerencia es ofensiva.



– Naturalmente que lo es -convino Jea

– Por favor, lárguese -dijo Dick Minsky.

El guardia de seguridad la cogió del codo izquierdo.

– Ya me voy -se avino Jea

El guardia no la soltó.

– Por aquí, tenga la bondad -dijo.

Era un hombre de edad mediana, con el pelo gris y una barriga voluminosa. Jea

– Haga el favor de soltarme -dijo Jea

Se alejó. Se sentía mejor. Estuvo en lo cierto al suponer que en aquella clínica había una pista. Los esfuerzos que hicieron para impedir que ella averiguase allí algo constituían la confirmación más sólida posible de que ocultaban un secreto inconfesable. La solución al misterio se relacionaba directamente con aquel lugar. Pero ¿adónde la conducía eso?

Llegó a su coche, pero no subió en él. Eran las dos y media y aún no había almorzado. Estaba demasiado sobre ascuas para comer mucho, pero le hacía falta una taza de café. En la acera de enfrente se abría una cafetería, al lado de un centro evangélico. Parecía limpia y barata. Cruzó la calle y entró.

La amenaza que dirigió a Dick Minsky era mero farol; no podía hacer nada para perjudicarle. Irritarle tampoco le había servido de gran cosa. A decir verdad, se delató a sí misma al dejar claro que sabía que la estaban engañando. Los puso sobre aviso y ahora tendrían alta la guardia.

El silencio reinaba en el local, salvo en la parte donde unos cuantos estudiantes terminaban de almorzar. Jea

La Clínica Aventina fue fundada en 1972 por Genético S.A., como centro pionero para la investigación y desarrollo de la fertilización humana in vitro, la creación de lo que la prensa llamó «niños probeta».

Y, de pronto, todo estuvo claro.

34

Jane Edelsborough era una viuda de cincuenta y poco años. Mujer escultural, pero desaliñada, vestía normalmente holgadas prendas étnicas y calzaba sandalias. Poseía un intelecto impresionante, pero nadie lo hubiera supuesto al verla. Era la clase de persona que a Berrington le resultaba incomprensible. Si uno era inteligente, pensaba, ¿porqué disimularlo presentándose como un idiota al vestir de modo tan zafio? Sin embargo, las universidades estaban llenas de personas así…, en realidad, él era una auténtica excepción, siempre tan de punta en blanco, tan esmerado y pulcro.

Hoy su aspecto era especialmente elegante, con su chaqueta de hilo hecha a la medida, el chaleco a juego y los pantalones ligeros de pata de gallo. Le dio un minucioso repaso a su imagen en el espejo de detrás de la puerta, antes de salir del despacho para el encuentro con Jane.

Se dirigió al Gremio de Estudiantes. Los profesores casi nunca comían en aquel establecimiento -Berrington no había entrado una sola vez en el local-, pero Jane estaba almorzando allí, según la parlanchina secretaria de física.

El vestíbulo estaba lleno de muchachos en pantalones cortos formando cola en los cajeros automáticos. Berrington entró en la cafetería y miró en torno. Jane ocupaba una mesa en un rincón del fondo. Leía un periódico y comía patatas fritas con los dedos.

El lugar era un complejo alimentario, como los que Berrington había visto en aeropuertos y centros comerciales, con su Pizza Hut, el mostrador donde servían helados y su Burger King, así como un restaurante de comidas rápidas convencional. Berrington cogió una bandeja y entró en el autoservicio de cafetería. Dentro de una vitrina con cristal delantero había unos pocos bocadillos exánimes y varios pastelillos lastimosos. Se estremeció; en circunstancias normales se hubiera puesto al volante y conducido hasta el siguiente estado antes que comer allí.

Aquella maniobra iba a resultarle difícil. Jane no era su clase de mujer favorita. Lo cual hacía aún más probable que ella dirigiese la audiencia disciplinaria hacía una ruta inconveniente. Tendría que ganarse su amistosa voluntad en muy breve espacio de tiempo. Para ello habría de recurrir al poder de seducción de todos sus encantos.

Adquirió una porción de pastel de queso y una taza de café y se encaminó hacia la mesa de Jane. No le llegaba la camisa al cuerpo, pero hizo cuanto pudo para parecer y sonar relajado.

– ¡Jane! -exclamó-. ¡Qué agradable sorpresa! ¿Puedo acompañarte?

– Faltaría más -aceptó la mujer amablemente, y puso el periódico a un lado. Se quitó las gafas, lo que dejó al descubierto unos ojos de tono castaño oscuro con regocijadas patas de gallo, pero su pinta era un desastre: llevaba el largo pelo canoso atado con una especie de trapo descolorido y vestía una deformada blusa verde gris con manchas de sudor en las axilas-. No recuerdo haberte visto jamás por estos lares -dijo.

– Es la primera vez que vengo. Pero a nuestra edad es importante no dejarse dominar por la rutina de las costumbres… ¿no estás de acuerdo?

– Yo soy más joven que tú -hizo constar Jane sosegadamente-. Aunque supongo que nadie lo supondría.

– Seguro que sí. -Berrington le dio un mordisco al pastel de queso. La base era dura como una lámina de cartón y el relleno sabía a crema de afeitar sazonada al limón. Lo tragó con esfuerzo- ¿Qué opinas de la biblioteca de biofísica que ha propuesto Jack Budgen?

– ¿Has venido a verme para hablar de eso?

– No he venido aquí a verte, vine para probar la comida, y estoy arrepentido. Es una bazofia terrible. ¿Cómo puedes comer aquí?