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– No todos los miembros de la comisión son previsibles.

«Hijo de mala madre, ¿lo dices para torturarme?»

– Pero la presidencia de la comisión no es una pieza de artillería sin punto de mira, de eso estoy seguro.

Berrington se secó una gota de sudor de la frente.

Hubo una pausa.

– Berry, sería un error por mi parte prejuzgar la decisión…

«¡Vete al infierno!»

– … pero creo que puedes decir a la Genético que no tiene por qué preocuparse.

«¡Al fin!»

– Que quede esto estrictamente entre nosotros, claro.

– Desde luego.

– Entonces, te veré mañana.

– Adiós.

Berrington colgó. «¡Jesús, lo que le había costado!»

¿De verdad no se dio cuenta Jack de que acababa de comprarle? ¿Se había engañado a sí mismo? ¿O lo comprendió todo a la perfección, pero simplemente fingió estar in albis ?

Eso carecía de importancia, siempre que condujese a la comisión por el derrotero adecuado.

Naturalmente, eso no podía ser el fin. El dictamen de la comisión tenía que ratificarse en una sesión plenaria del consejo. En aquella instancia, puede que Jea

No obstante, el fallo de la comisión aún no estaba en el bote. Si al día siguiente por la mañana las cosas se torcían, era posible que Jea

Jack Budgen – Biblioteca

Te

Milton Powers – Matemáticas

Mark Trader – Antropología

Jane Edelsborough – Física

Biddenham, Powers y Trader eran hombres rutinarios, profesores con muchos años de ejercicio a sus espaldas y cuya carrera estaba ligada a la Jones Falls y dependía del prestigio y la prosperidad del centro. Podía confiarse en que respaldarían al presidente de la universidad. El garbanzo negro era la mujer, Jane Edelsborough.

Tendría que darle un toque enseguida.

33

Camino de Filadelfia por la I 95, Jea

La noche anterior le había dado un beso de despedida en la zona de aparcamiento del campus de la Jones Falls. Lamentaba que aquel beso hubiera sido tan fugaz. Los labios de Steve eran carnosos y secos, la piel cálida. A Jea

¿Por qué sentía tanta prevención respecto a la edad del chico? ¿Qué tenía de maravilloso el que los hombres fuesen mayores? Will Temple, de treinta y nueve años, la había dejado por una heredera cabeza hueca. Vaya con las garantías de la madurez.

Pulsó la tecla de búsqueda de la radio, a la caza de una buena emisora, y dio con Nirvana, que interpretaba Come As You Are. Siempre que pensaba en salir con un hombre de su edad, o más joven, la sacudía una especie de sobresalto, algo así como el temblor del peligro que acompañaba a una cinta de Nirvana. Los hombres mayores eran tranquilizadores; sabían qué hacer.

¿Soy yo?, pensó. ¿Jea

Sin embargo, era cierto. Quizá la culpa la tuviera su padre. Después de él, Jea

Supuso que su padre estaría durmiendo en hoteluchos baratos de Baltimore. Cuando se hubiese bebido y jugado el dinero que le pagaran por el ordenador y el televisor -cosa que no tardaría mucho en suceder-, robaría alguna otra cosa o se pondría a merced de su otra hija, Patty. Jea

Se puso tensa y condujo el Mercedes a través del atiborrado centro de Filadelfia. Aquél podía ser el gran paso adelante. Podía encontrar la solución al rompecabezas de Steve y De

La Clínica Aventina estaba en la Ciudad Universitaria, al oeste del río Schuylkill, un distrito de edificios académicos y apartamentos de estudiantes. La propia clínica era un agradable inmueble entre los cincuenta que había en el recinto, rodeado de árboles. Jea

Había cuatro personas en la sala de espera: una pareja joven, formada por una mujer que parecía en tensión y un hombre que era un manojo de nervios, y otras dos mujeres de aproximadamente la misma edad de Jea

Aborrecía los hospitales. Como paciente sólo había estado una vez en uno. A los veintitrés años tuvo un aborto. El padre era un aspirante a director de cine. Jea

Acababa de realizar su primera película en Hollywood, un filme de acción. Jea



– ¡Doctora Ferrami!

Era un individuo angustiosamente jovial, cincuentón, de calva coronilla y frailuno flequillo rojizo.

– ¡Hola, encantado de conocerla! -aseguró con injustificado entusiasmo.

Jea

– Anoche hablé con el señor Ringwood.

– ¡Si, si! Soy colega suyo, me llamo Dick Minsky. ¿Cómo está usted?

Dick tenía un tic nervioso que le hacía pestañear violentamente cada cuatro o cinco segundos; a Jea

La condujo hacia una escalera.

– ¿A qué se debe su petición de informes, si me permite la pregunta?

– Un misterio clínico -explicó Jea

– ¿Ah, sí? -articuló el hombre como si no la hubiese estado escuchando.

A Jea

Entraron en un despacho.

– Se puede acceder por ordenador a todos nuestros archivos, siempre que se disponga de la clave correspondiente -dijo Dick Minsky. Se sentó ante una pantalla-. Los pacientes que le interesan, ¿son?…

– Charlotte Pinker y Lorraine Logan.

– No nos llevará ni un minuto.

Procedió a teclear los nombres.

Jea

– ¿Qué función desempeña usted aquí, en la clínica, Dick? -dijo.

– Soy el director general.

Jea

Dick Minsky frunció el entrecejo.

– Qué extraño. La computadora dice que no hay ningún historial que corresponda a los nombres que me ha dado.

La intranquilidad de Jea

El hombre hizo girar la pantalla para que Jea

– ¿Ha deletreado los nombres correctamente?

– Sí.

– ¿Cuándo cree que ingresaron esas pacientes en la clínica?

– Hace veintitrés años, aproximadamente.

Alzó la cabeza para mirarla.

– Ah, querida -dijo Dick Minsky, y parpadeó-. En ese caso mucho me temo que haya hecho usted el viaje en balde.

– ¿Por qué?

– No conservamos historiales tan antiguos. Es norma de nuestra empresa, según la política de la dirección en cuanto a documentos.

Jea

– ¿Tiran a la basura los historiales antiguos?

– Rompemos las fichas, si, transcurridos veinte años, a menos, claro, que se readmita al paciente, en cuyo caso su historial se transfiere al ordenador.

Era una desilusión que dejaba hundido el ánimo de Jea

– Resulta muy extraño -expresó con amargura- que el señor Ringwood no me lo dijera cuando hablé anoche con él.

– La verdad es que debió hacerlo. Quizá no hizo usted ninguna alusión a las fechas.

– Estoy segura de que le especifiqué que las dos mujeres recibieron aquí tratamiento hace veintitrés años.