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No era la primera vez que hacia esa clase de cosas, aunque nunca a tal escala. Que recordara, siempre le había encantado asustar a las chicas. En el instituto nada le gustaba más que encontrarse a solas con una muchachita, aislarla en un rincón más bien apartado y aterrorizarla hasta que rompía a llorar e imploraba clemencia. Ése era el motivo por el que se veía obligado a cambiar de colegio continuamente. A veces salía con alguna moza, sólo para ser como los demás alumnos y tener a alguien con quien entrar en el bar cogido del brazo. Si le parecía que la chavala en cuestión esperaba que se propasara, la complacía, pero eso siempre le pareció algo más bien inútil.

Se figuraba que todo el mundo tenía un capricho especial: a algunos hombres les gustaba vestir a las mujeres, otros disfrutaban obligando a la compañera a vestirse de cuero y a que les pisara con tacones de aguja. Conoció a un fulano que opinaba que la parte más sensual de una mujer eran los pies: para que se le empinara no tenia más que situarse estratégicamente en la sección de zapatería de unos grandes almacenes y dedicarse a observarlas cuando se ponían zapatos y se los volvían a quitar.

El miedo era su capricho, su aberración. Lo que hacía temblar de pánico a una mujer. Sin miedo, no había excitación.

Al examinar metódicamente el lugar observó que fija en la pared había una escala que ascendía hasta una trampilla de hierro que se cerraba por dentro. Trepó rápidamente por la escala, descorrió los pestillos del cerrojo y levantó la trampilla. Sus ojos tropezaron con los neumáticos de un Chrysler New Yorker estacionado en un aparcamiento. Se orientó: sin duda estaba en la parte de atrás del edificio. Cerró de nuevo la trampilla y bajó.

Abandonó el cuarto de máquinas de la piscina. Cuando marchaba por el pasillo, una mujer que iba en dirección contraria le dirigió una mirada hostil. Una angustia momentánea se apodero de él: la mujer podía preguntarle qué diablos estaba haciendo por las proximidades del vestuario femenino. Ponerse a discutir no entraba en el guión. Aquel punto podía tirar por tierra todo su plan. Pero los ojos de la mujer subieron hasta la gorra, tropezaron con la palabra SEGURIDAD y desviaron la mirada. La mujer, por fin, entró en el vestuario.

El intruso sonrió. Había comprado la gorra en una tienda de recuerdos; pagó por ella ocho dólares y noventa y nueve centavos. La gente estaba acostumbrada a ver guardias de seguridad vestidos con vaqueros en conciertos de rock, detectives que parecían criminales hasta que sacaban a relucir su placa, policías de aeropuerto embutidos en suéter; era demasiado trastorno solicitar la credencial a cualquier gilipollas que se llame guardia de seguridad.

Probó la puerta situada enfrente de la del vestuario de mujeres. Daba a un pequeño almacén. El hombre accionó el interruptor de la luz y cerró la puerta a su espalda. En los estantes se amontonaban piezas de equipos de gimnasia anticuados y ajados: enormes balones de color negro, raídas colchonetas de goma, mazas de gimnasia, mohosos guantes de boxeo y sillas plegables de madera astillada. También había un potro con el tapizado reventado y una pata rota. El cuarto apestaba a cerrado. Una gran tubería plateada cruzaba el techo y el hombre supuso que proporcionaría ventilación al vestuario del otro lado del pasillo.

Alzó la mano y probó las tuercas que fijaban la tubería a lo que parecía ser un ventilador. No pudo hacerlas girar con los dedos, pero en el Datsun llevaba una llave inglesa. Si lograba separar la tubería, el ventilador tomaría e impulsaría aire del pequeño almacén en vez del exterior del edificio.

Encendería su fogata justo debajo del ventilador. Se agenciaría una lata de gasolina, echaría un poco de combustible en una botella de Perrier vacía y volvería con ella, con la llave inglesa, unos cuantos fósforos y varios periódicos que utilizaría a guisa de astillas para encender la lumbre.

El fuego prendería con rapidez y originaría gran cantidad de humo. Se cubriría la boca y la nariz con un trapo húmedo y aguardaría hasta que la humareda llenase el almacén. Entonces separaría el tubo del ventilador. El conducto atraería el humo y lo llevaría al vestuario de mujeres. Al principio, nadie lo notaría. Después, una o dos olfatearían el aire y preguntarían: «¿Alguien está fumando?». Abriría la puerta del almacén y dejaría que el corredor se llenase de humo. Cuando las chicas comprendiesen que algo grave ocurría, abrirían la puerta del vestuario, pensarían que todo el edificio estaba en llamas y cundiría el pánico general.

Entonces entraría en el vestuario. Habría allí un mar de sostenes y bragas, senos, nalgas y vello púbico al aire. Algunas saldrían corriendo de las duchas, desnudas y empapadas, tantearían en busca de toallas; otras intentarían recuperar sus ropas; la mayoría tratarían de ganar la puerta, medio cegadas por el humo. Chillidos, sollozos y gritos de miedo sonarían por doquier. El continuaría fingiendo ser un guardia de seguridad y les ordenaría a voces: «¡No perdíais tiempo en vestiros! ¡Es una emergencia! ¡Fuera! ¡Todo el edificio está ardiendo! ¡Rápido! ¡Rápido!». Les daría cachetes en las posaderas, las empujaría de un lado a otro, les quitaría la ropa de las manos, las magrearía a placer. Las chicas comprenderían que algo no encajaba, pero casi todas estarían demasiado nerviosas para discernir qué podía ser. Si la fortachona de la capitana del equipo de hockey andaba todavía por allí era posible que tuviese suficiente presencia de ánimo para plantarle cara a él, pero entonces se la quitaría de en medio con un puñetazo bien dado.

Se daría una vuelta por el vestuario y elegiría a su víctima principal. Sería una chica preciosa y con aspecto vulnerable. La agarraría por un brazo, al tiempo que le diría: «Por aquí, haz el favor. Soy de seguridad». La sacaría al pasillo, para conducirla luego en la dirección equivocada: hacia la sala de máquinas de la piscina. Una vez allí dentro, cuando la chica creyera estar a salvo, él la abofetearía, le sacudiría un directo en el estomago y la arrojaría contra el suelo de cemento. La contemplaría mientras la chica rodaba sobre sí misma, se sentaba, jadeando, sollozando y mirándole con los ojos llenos de terror.

Entonces él sonreiría y se desabrocharía el cinturón.

2

La señora Ferrami dijo:

– Quiero irme a casa.

– No te preocupes, mamá -le tranquilizó su hija Jea





Patty, la hermana menor de Jea

La Residencia Bella Vista del Ocaso era lo máximo que podía sufragar el seguro sanitario y en ella todo era pura fachada. La habitación contenía dos camas de hospital, otros tantos armarios, un sofá y un televisor. Las paredes estaban pintadas de color marrón champiñón y el suelo era de baldosas de plástico, de un tono crema surcado por vetas anaranjadas. La ventana tenía reja, pero no cortinas, y daba a una gasolinera. Había una jofaina en un rincón y los aseos estaban en el pasillo.

– Quiero irme a casa -repitió la madre.

– Pero, mamá -dijo Patty-, siempre te estás olvidando de las cosas, ya no puedes cuidar de ti misma.

– Claro que puedo, no te atrevas a hablarme de ese modo.

Jea

No contaba aún sesenta años. Jea

Jea

– No me gusta este sitio -dijo la señora Ferrami.

– A nosotras tampoco -manifestó Jea

Intentó que su voz sonara natural y razonable, pero lo cierto es que le salió un tono áspero.

Patty le dirigió una mirada de reproche.

– Vamos, mamá, hemos vivido en sitios peores -dijo.

Era verdad. Cuando su padre fue a la cárcel por segunda vez, la madre y las dos jóvenes vivieron en una habitación, con un hornillo encima del aparador y el grifo del agua en el pasillo. Fueron los años en que la asistencia social les ayudo a sobrevivir. Pero la madre fue una leona en la adversidad. En cuanto Jea

Les preparaba tostadas para desayunar, enviaba a Jea