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Molly rió. -No está muriéndose de ganas, cariño. Pero parece que no puede trabajar sin ese sabor especial. De todos modos, me gustas más ahora, no estás tan flaco. -Sonrió. – Así que iré a ver a Alí y traeré provisiones. Puedes estar seguro.

Armitage estaba esperando en la habitación del Hilton.

– Hora de hacer las maletas -dijo, y Case intentó descubrir al hombre llamado Corto tras los ojos azul claro y la máscara bronceada. Pensó en Wage, allá en Chiba. Sabía que por encima de cierto nivel, los operadores tendían a anular la personalidad. Pero Wage había tenido vicios, amantes. Incluso, se había dicho, hijos. El vacío que encontraba en Armitage era algo diferente.

– ¿Ahora adónde? -preguntó, pasando junto al hombre para asomarse a la ventana, y mirar la calle-. ¿Qué tipo de clima?

– No tienen clima, sólo fenómenos climáticos -dijo Armitage-. Toma. Lee el folleto. -Dejó algo sobre la mesa baja y se puso de pie.

– ¿Riviera pudo salir sin problemas? ¿Dónde está el finlandés?

– Riviera está bien. El finlandés, en viaje de vuelta. -Armitage sonrió, una sonrisa que significaba tanto como una sacudida en la antena de algún insecto. El brazalete de oro tintineó cuando estiró el brazo para golpear débilmente et pecho de Case. – Y no te pases de listo. Esos saquitos están empezando a gastarse, pero tú no sabes cuánto.

Case mostró una cara de piedra y se obligó a asentir.

Cuando Armitage se fue, recogió uno de los folletos. Era de impresión costosa en francés, inglés y turco.

FREESIDE… ¿POR QUÉ ESPERAR?

Los cuatro tenían reservas en un vuelo de la THY que salía del aeropuerto de Yesilkóy. En París tomarían el transbordador de la JAL. Sentado en el vestíbulo del Estambul Hilton, Case miró a Riviera, que examinaba unas imitaciones de fragmentos bizantinos en las vitrinas de la tienda de regalos. Armitage, con la gabardina terciada sobre los hombros a modo de capa, estaba de pie a la entrada de la tienda.

Riviera era delgado, rubio, de voz suave, pronunciación impecable y dicción fluida. Molly había dicho que tenía treinta años, pero era difícil adivinarle la edad. También había dicho que era legalmente apátrida y que viajaba con un pasaporte holandés falsificado. Era en verdad un producto de los anillos de desechos que circundan el núcleo radiactivo de la antigua Bo

Tres sonrientes turistas japoneses entraron con alborozo en la tienda, saludando a Armitage con corteses cabezadas. Armitage cruzó la tienda, demasiado rápido, demasiado obviamente para acercarse a Riviera. Riviera se volvió y sonrió. Era muy hermoso; Case pensó que las facciones eran obra de un cirujano de Chiba. Un trabajo sutil, en nada parecido a la insípida mezcla de agradables rostros pop de Armitage. La frente del hombre era alta y lisa, los ojos grises, serenos y distantes. La nariz, que podía haber resultado demasiado perfecta, parecía que se había fracturado y que luego la habían arreglado torpemente. Un atisbo de brutalidad destacaba la delicadeza de la mandíbula y la vitalidad de la sonrisa. Los dientes eran pequeños, regulares y muy blancos. Case observó cómo las manos blancas jugaban con las imitaciones de fragmentos escultóricos.

Riviera no actuaba como un hombre que había sido atacado la noche anterior, drogado con un dardo de toxina, secuestrado, sometido al examen del finlandés, y forzado por Armitage a unirse al equipo.

Case miró su reloj. Molly ya tendría que haber regresado de su expedición en busca de drogas. Volvió a mirar a Riviera. -Apuesto a que ahora estás volado, imbécil -dijo al vestíbulo del Hilton. Una madura matrona italiana que llevaba una chaqueta de frac de cuero blanco bajó las gafas Porsche para rnirarlo. Case le echó una amplia sonrisa, se puso de pie y se colgó la maleta al hombro. Necesitaba cigarrillos para el vuelo. Se preguntó si habría una sección de fumadores en el transbordador de la JAL.

– Hasta más vernos, señora -dijo a la mujer, que en seguida volvió a ponerse las gafas y le dio la espalda.

En la tienda de regalos había cigarrillos, pero él no tenía ganas de hablar con Armitage ni con Riviera. Salió del vestíbulo y encontró una consola automática en una cabina estrecha al final de una fila de teléfonos.

Revolvió las lirasis que llevaba en los bolsillos e introdujo las pequeñas monedas de aleación opaca una tras otra, vagamente divertido por lo anacrónico del procedimiento. El teléfono más cercano se puso a sonar.

Contestó automáticamente.

– ¿Sí?

Tenues frecuencias armónicas, vocecitas inaudibles que carraspeaban a través de algún enlace orbital, y luego un sonido como de viento.

– Hola, Case.

Una moneda de cincuenta lirasis se le cayó de la mano, rebotó y rodó sobre el alfombrado del Hilton hasta perderse de vista.

– Wintermute, Case. Ya es hora de que hablemos.

Era una voz de microprocesador.

– ¿No quieres hablar, Case?

Colgó.

Cuando regresaba al vestíbulo, olvidados los cigarrillos, tuvo que caminar a lo largo de la fila de teléfonos. Todos sonaron sucesivamente, pero sólo una vez, a medida que pasaba.

III Medianoche en la calle Jules Verne

8

Las islas, Toro, huso, racimo, ADN humano esparciéndose desde el empinado pozo de la gravedad como un derrame de petróleo.

Pides un gráfico en pantalla que simplifica groseramente el intercambio de información en el archipiélago L-5. Un segmento aparece como un rectángulo apretado y rojo que domina tu pantalla.

Freeside. Freeside es muchas cosas, no todas evidentes para los turistas que suben y bajan por el pozo. Freeside es burdel y centro bancario, cúpula de placer y puerto libre, ciudad fronteriza y balneario termal. Freeside es Las Vegas y los jardines colgantes de Babilonia, una Ginebra en órbita, y el hogar de una familia cerrada y muy cuidadosamente refinada, el clan industrial de Tessier y Ashpool.

En el vuelo de la THY a París, se sentaron juntos en la primera clase, Molly en el asiento de la ventanilla, Case junto a ella, Riviera y Armitage en los centrales. Una vez, cuando el avión volaba sobre el agua, Case vio el fulgor enjoyado de un pueblo en una isla griega. Y una vez, cuando alzaba el vaso, atisbó el destello de algo que parecía un gigantesco espermatozoide en las profundidades de un bourbon con agua.

Molly se inclinó por encima de él y le dio una bofetada a Riviera.

– No, cariño. Nada de juegos. Si juegas a esa mierda subliminal cerca de mí te haré daño de verdad. Puedo hacerlo sin estropearte. Me gusta hacerlo.

Case se volvió automáticamente para verificar la reacción de Armitage. El rostro liso estaba sereno,, los ojos azules atentos, pero no había furia. -Tiene razón, Peter. No lo hagas.

Case se volvió otra vez, a tiempo para advertir el brevísimo destello de una rosa negra de pétalos lustrosos como cuero, el tallo negro y espinoso en cromo brillante.

Peter Riviera sonrió con dulzura, cerró los ojos, y se quedó dormido.

Molly le dio la espalda; las lentes se le reflejaron en la ventana oscura.

– Has estado arriba, ¿verdad? -preguntó Molly cuando Case se acomodaba de nuevo en el profundo sillón de espuma del transbordador.

– No. Nunca viajo mucho; sólo por negocios. -El comisario le estaba ajustando trodos de lectura en la muñeca y el oído izquierdo.

– Espero que no pesques un mareo -dijo Molly.

– ¿Volando? Qué va.

– No es lo mismo. A cero-g tu corazón latirá más rápido, y tu oído interno enloquecerá un rato. Tus reflejos de vuelo se excitarán, como si recibieras señales de que corras como un loco; y habrá mucha adrenalina. -El comisario se volvió hacia Riviera y sacó otro juego de trodos del delantal de plástico rojo.

Case volvió la cabeza y trató de distinguir la silueta de las antiguas terminales de Orly, pero la plataforma del transbordador estaba escondida tras unos gráciles muros detectores, de hormigón húmedo. En el más cercano a la ventana había un eslogan árabe pintado con aerosol rojo.

Cerró los ojos y se dijo que el transbordador no era más que un avión grande, uno que volaba muy alto. Olía a avión, a ropa nueva, a chicle y a fatiga. Escuchó el hilo musical de melodías koto y esperó.

Veinte minutos, y la gravedad descendió sobre él corno una mano grande y blanda con huesos de piedra antigua.

El síndrome de adaptación al espacio era peor de lo que Molly había dicho, pero se le pasó con rapidez y pudo dormir. El comisario lo despertó cuando se preparaban para acoplarse en la plataforma terminal de la JAL.

– ¿Ahora hacemos el trasbordo a Freeside? -preguntó, mirando una hebra de tabaco Yeheyuan que se le había desprendido grácilmente del bolsillo de la camisa y danzaba a diez centímetros de su nariz. No se podía fumar en los vuelos de transbordador.

– No; los planes del jefe tienen las rarezas de costumbre, ¿sabes? Vamos a tomar un taxi a Sión, al cúmulo de Sión. -Tocó la placa que soltaba el arnés y comenzó a liberarse del abrazo de la espuma.- Extraño sitio para escoger, si me lo preguntas.

– ¿Por qué?

– Horrores. Rastas. La colonia tiene por lo menos unos treinta años.

– ¿Qué significa eso?

– Ya lo verás. A mí me gusta el sitio. Además, allí te dejarán fumar tus cigarrillos.

Sión había sido fundada por cinco obreros que se habían negado a regresar; le dieron la espalda al pozo, y comenzaron a construir. Habían perdido bastante calcio y se les había encogido el corazón antes de que establecieran la gravedad rotacional en la sección central de la colonia. Visto desde la burbuja del taxi, el improvisado casco de Sión recordó a Case las chabolas de Estambul; iniciales de obreros y símbolos rastafaris pintados con láser manchaban las láminas de metal irregulares y descoloridas.

Molly y un flacucho sionita llamado Aerol ayudaron a Case a atravesar un corredor de caída libre que llevaba al núcleo de una sección más pequeña. Les había perdido la pista a Armitage y a Riviera tras un segundo ataque de vértigo. -Por aquí -dijo Molly, ayudándolo a meter las piernas en una angosta escotilla del techo-. Agárrate de los peldaños. Haz como si estuvieses subiendo de espaldas, ¿ya? Estás yendo hacia el casco, y es como si estuvieras bajando hacia la gravedad, ¿entiendes?