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– Una hora tranquila para el comercio, ¿no le parece, señor Ireland?

– Señor Love, todas las horas son tranquilas.

– Sí, claro, olvídelo. -Love era un hombre demacrado, de pelo canoso y fino, que tenía la costumbre de mirar de soslayo a su interlocutor-. Señor Ireland, este clima es demasiado cálido para mí. A ellos tampoco les gusta. -Señaló los libros-. Prefieren el fresco. Bueno, olvídelo. ¿Cómo está su padre?

William pagó su ejemplar de Westminster Words y bajó corriendo por Paternoster Row. Buscó un lugar retirado en el que echarle un vistazo. Se detuvo detrás de una pila de toneles, que el transportista había apilado con cuidado hasta formar una pirámide, y abrió el semanario. Era el primer artículo. «Poema desconocido de William Shakespeare», impreso en romana de doce puntos, luego se leía: «por W. H. Ireland». Era su nombre el que aparecía en letras de molde. Jamás lo había visto escrito de ese modo y le resultó curiosamente lejano, como si siempre hubiese albergado una identidad secreta que acababa de revelarse. Leyó las palabras de introducción como si las viera por primera vez y en esa tipografía le resultaron mucho más formales y significativas. Se trataba de un momento que había imaginado con frecuencia, y que por ello le producía un placer más intenso si cabe.

Hasta ahora se había llegado a la conclusión de que ningún ejemplo más de la escritura de Shakespeare sería descubierto, así como que nada nuevo se añadiría a la historia de la poesía dramática que el mundo conoce. Tanto en ésta como en tantas otras cuestiones shakespearianas, se ha demostrado que la opinión al uso estaba en un error…

Edmond Malone leía el artículo en un reservado de la cafetería Parker, situada cerca de Chancery Lane; apoyó la espalda en los paneles de roble, adoptó una expresión de sorpresa, se quitó las gafas e inmediatamente pidió la cuenta. Se puso el sombrero y, con Westminster Words apretado bajo el brazo, se dirigió deprisa a la calle. Pocos minutos después, llegó a la librería de Ireland. La campanilla colgada de la puerta alertó a Samuel Ireland, arrodillado tras el mostrador examinando las heces de un ratón.

– Buenas tardes, señor Malone. ¿Ya es de tarde, no?

– Sí. Dígame, ¿qué significa esto? -inquirió, y dejó sobre el mostrador la copia de la publicación semanal.

Samuel Ireland la abrió y hojeó el primer artículo. Levantó el semanario, se lo acercó a la cara y leyó con suma atención a medida que su respiración se aceleraba y se volvía más fatigosa.

– No tengo ni la más remota idea… -Cogió el pañuelo y se sonó ruidosamente la nariz-. Nadie me dijo que… -Volvió a sonarse la nariz-. Se trata de una sorpresa sumamente desagradable.

– Está bien, señor. ¿Dónde está?

– ¿De qué me está hablando?

– Del poema que su hijo ha descrito con tanto lujo de detalles, del original. Señor Ireland, tengo que verlo.

– Señor Malone, no sé dónde está. Por lo visto, a William no le ha parecido oportuno… -A medida que hablaba su cólera iba en aumento-. Mi hijo no ha tenido la gentileza de mencionar este tema. Lo ha ocultado de forma deliberada, me ha traicionado.

– El poema en cuestión no pertenece a su hijo, sino al mundo.

– Bien lo sé, señor Malone.

En ese momento William Ireland entró en la librería. Aún estaba emocionado por haber visto su nombre en Westminster Words y afrontó con ecuanimidad las expresiones hostiles de ambos hombres. Vio el semanario sobre el mostrador.

– Padre, ¿lo has leído?

– ¿Qué significa esto?

– Si lo has leído ya lo sabes. Buenas tardes, señor Malone.

– Por segunda vez te pregunto qué significa esto.

– Te lo diré. He llevado a cabo lo que aseguraste que jamás sería capaz de hacer: he escrito un artículo y lo han publicado.

– ¿Cómo te atreviste a ocultármelo?

– Padre, sabes bien que te lo habrías quedado. Habrías supuesto que carezco de habilidades para la composición. Acabo de demostrar que estabas equivocado, eso es todo.

Samuel Ireland miró furibundo a su hijo, pero guardó silencio.

Entretanto, Edmond Malone perdió la paciencia.

– Esto no tiene nada que ver con el padre ni con el hijo. ¿Dónde está el poema? -Se dirigió a William-. Señor, ha sido muy irreflexivo y temerario de su parte imprimir el artículo antes de saber qué terreno pisa. ¿Cómo sabe que el poema es auténtico?

– Estoy seguro de su procedencia.

– ¿Está seguro? Supongo que cree que la autenticidad se demuestra de modo instintivo y que los eruditos no tienen arte ni parte en el asunto.

– El pordiosero se muestra altanero -intervino el padre de William.

El joven los miró y sonrió.





– Señor Malone, tenga la amabilidad de esperar un poco. -Subió la escalera a la carrera y regresó poco después con un sobre de gran tamaño-. Señor Malone, lo dejo a su cuidado y custodia. Sométalo al escrutinio que quiera. Si tiene la menor duda de que se trata de Shakespeare, proclámelo a los cuatro vientos.

Malone cogió el sobre con impaciencia y extrajo el original.

– Señor, en su artículo afirma que se trata de versos amorosos.

– Lea, lea.

– Ya he tenido ese placer. Lo he visto en Westminster Words. -Volvió a leer el poema-. Me alegro de que no haya indelicadezas. Albergaba el temor de que…

– ¿Ha dicho indelicadezas?

– Shakespeare era muy soez. Vivimos con el temor a que se descubra algo y que semejante procacidad mancille su poesía.

– Le garantizo que el poema es muy puro. Señor Malone, debe darme su palabra de que lo devolverá en menos de un mes.

– Señor Ireland, tardará mucho menos en regresar a sus manos. Le doy mi palabra de honor de que no sufrirá daños ni deterioro alguno.

– Será mejor que firmemos un recibo.

De repente, Samuel Ireland se puso en movimiento y buscó tinta y papel detrás del mostrador.

– Compréndalo, en cuestiones de este tipo, mi padre se pone nervioso enseguida.

– William, se trata de algo precioso, no de una bagatela.

Una vez firmado el escueto documento, Edmond Malone abandonó Holborn Passage con el sobre pegado al pecho.

Tras despedirse en la puerta, Samuel Ireland entró en la librería.

– William, no tendrías que haberle dado el documento.

– ¿Por qué?

– Piensa por un momento en su valor. Es como si le hubieses entregado una bolsa repleta de guineas.

– El señor Malone es un hombre honrado, ¿no?

– El honor se compra y se vende. -Samuel Ireland parecía arrepentido de lo que había dicho. Cogió el ejemplar de Westminster Words y, sin decir esta boca es mía, leyó el artículo de su hijo. En cuanto terminó se lo entregó a William-. ¿Por qué no me informaste de la existencia del poema? ¿Por qué he tenido que leerlo en una publicación?

– Ya te lo he dicho. Quería que fuese un secreto, era mi deseo.

– ¿Tu deseo? ¿Acaso no tienes obligaciones para con tu padre?

– Por supuesto, tantas como reclama la naturaleza. Me comunicaste que no tenía aptitudes para escribir y declaraste explícitamente que sólo servía como dependiente.

– En modo alguno quise referirme a nada semejante.

– Padre, dime una cosa. ¿No tienes obligaciones para con tu hijo? Podrías haberme alentado.

– Éste no es el momento de…

– Nunca ha habido un momento para mí. Podrías haber fomentado mis ansias de aprender, pero he tenido que educarme yo solo.

– Igual que en mi caso. La mejor educación…

– …es la que cada uno se provee. Te lo he oído decir infinidad de veces. Bueno, ya has leído el artículo. Piensa si me he educado bien o mal a mí mismo.

Después de la cena, la discusión continuó en el comedor. Rosa Ponting se había retirado tras asegurar que el tema de «los condenados papeles» no le interesaba en absoluto, aunque, en realidad, nada más cerrar la puerta pegó la oreja a la madera. Oyó que Samuel Ireland entrechocaba el vaso con el plato: evidente muestra de contrariedad.