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Se eleva un murmullo atónito. El tío Bill está transido y en la cara se le dibuja un rictus que quiere ser una sonrisa. Miro de soslayo a Ed, que me hace otro guiño y levanta los pulgares. Fue él quien me dijo «¡Que sean diez millones!» cuando yo estaba decidida a pedirle cinco y creía que me estaba pasando de la raya. Lo maravilloso del caso es que, ahora que lo han oído seiscientas personas y una legión de periodistas, no podrá echarse atrás.

- Quiero agradecerles de verdad que hayan venido. -Recorro la iglesia con la vista-. Sadie estaba ingresada en una residencia cuando se descubrió el cuadro y nunca llegó saber lo mucho que se la apreciaba y admiraba. Se habría sentido abrumada al veros a todos aquí. Se habría dado cuenta.. . -Las lágrimas asoman, incontenibles. No. No puedo perder los papeles ahora, con lo que me ha costado llegar hasta aquí. Esbozo una sonrisa e inspiro hondo-. Se habría dado cuenta de la huella que ha dejado en este mundo. Ha proporcionado alegría y satisfacción a mucha gente, y su legado permanecerá durante generaciones. Como sobrina nieta suya, me siento orgullosa. -Me giro para mirar la reproducción del cuadro un instante-. Y ya sólo resta decir.. . Por favor, alzad vuestras copas.. .

Un tintineo multiplicado resuena en la nave cuando todos lo hacen. A cada invitado se le ha servido un cóctel al llegar: un gin fizz o un Sidecar, preparados por dos barmans del Hilton. (Y me importa un pimiento que normalmente no se sirvan cócteles en los oficios funerarios.)

- ¡Al ataque! -Levanto mi copa y todos corean: «¡Al ataque!»

Se hace un silencio mientras bebemos un sorbo. Entonces, poco a poco, empiezan a reverberar murmullos y risas por toda la iglesia. Veo a mamá probando su Sidecar con expresión recelosa, y al tío Bill apurando lúgubremente su gin fizz, y a Malcolm Gledhill haciéndole señas a un camarero, con la cara arrebolada, para que vuelva a llenarle la copa.

El órgano ataca los primeros compases de Jerusalén y yo bajo los escalones del podio en dirección a mi sitio en primera fila, al lado de Ed y mis padres. Ed lleva una espectacular chaqueta de esmoquin de los años veinte -por la que pagó una fortuna en una subasta de Sotheby’s- y parece una estrella rutilante del Hollywood clásico. Cuando puse el grito en el cielo al enterarme del precio, se limitó a encogerse de hombros y decirme que sabía lo importante que era para mí todo este rollo de época.

- Buen trabajo -susurra apretándome la mano-. Ella habría estado orgullosa.

La gente empieza a cantar pero a mí me resulta imposible: tengo la garganta atenazada y no me salen las palabras. Me limito a contemplar en silencio la iglesia llena de flores, los atuendos extravagantes, la multitud que canta con brío en memoria de Sadie. Gente de lo más variopinta y de varias generaciones, personas muy distintas a las que llegó a conmover de un modo u otro. Todos aquí. Todos por ella. Sadie siempre se lo ha merecido.

Cuando termina el oficio, el organista empieza a tocar un charlestón (me importa un pito que en estos oficios no suela interpretarse música profana) y todos los congregados salen en fila lentamente, todavía con sus cócteles en la mano. La recepción se va a celebrar en la London Portrait Gallery, por cortesía del amable Malcolm Gledhill. Fuera hay unas azafatas que indican a la gente cómo llegar allí.

Pero yo no me apresuro a salir. No me veo con fuerzas para afrontar la cháchara y el alboroto. Todavía no. Permanezco sentada en el banco, aspirando la fragancia de las flores, a la espera de que se calme un poco el ambiente.

Le he hecho justicia, al menos eso creo y espero.

- Cariño. -Mamá se acerca, interrumpiendo mis pensamientos, con la cinta más torcida que nunca. Tiene las mejillas encendidas e irradia satisfacción. Se sienta a mi lado-. Ha sido maravilloso, verdaderamente maravilloso.

- Gracias. -Le sonrío.

- Me encanta cómo has puesto en evidencia a Bill. Tu fundación será muy útil, ¿sabes? ¡Y los cócteles! -añade, apurando su copa-. ¡Qué idea más brillante!

La observo, intrigada. Hoy no se ha preocupado por nada. No se ha angustiado pensando que la gente llegaría tarde, o acabaría borracha, o rompería las copas.

- Mamá.. . estás distinta -le digo-. Pareces menos estresada. ¿Qué te ha pasado?

Me pregunto de repente si habrá ido al médico. ¿Estará tomando Valium o Prozac? ¿Será una euforia química?

Ella se ajusta las mangas de su vestido lila.

- Una cosa muy rara -dice al fin-. No me atrevería a contárselo a cualquiera, Lara. Pero, bueno, hace unas semanas me pasó una cosa rarísima.

- ¿El qué?

- Fue como si oyera.. . -vacila un instante y susurra-: una voz en mi cabeza.

- ¿Una voz? -Me pongo rígida-. ¿Qué clase de voz?





- Yo no soy una persona religiosa, ya lo sabes. -Echa un vistazo alrededor y se inclina hacia mí-. Pero, de veras, ¡esa voz me persiguió todo el día! Aquí dentro. -Se da unos golpecitos en la mollera-. No me dejaba tranquila. ¡Pensé que estaba volviéndome loca!

- ¿Y qué.. . qué te decía?

- Decía: «¡Todo irá bien, deja de preocuparte!» Sólo eso, una y otra vez. Durante horas. Acabé irritada y al final le respondí: «Vale ya, señorita de la voz. ¡Mensaje recibido!» Y entonces se detuvo como por arte de magia.

- ¡Hala! -finjo asombrarme, con un nudo en la garganta-. Increíble.

- Y desde ese día, las cosas no me preocupan tanto como antes. -Consulta su reloj-. Será mejor que me vaya, papá ha ido a buscar el coche. ¿Quieres que te llevemos?

- No, todavía no. Nos vemos allí.

Mamá asiente, comprensiva, y se aleja. Mientras el charlestón deja paso a otra melodía de los años veinte, me arrellano en el banco y contemplo las preciosas molduras del techo. Todavía estoy medio anonadada por la revelación de mamá. Me imagino a Sadie persiguiéndola y dándole la vara incansablemente.

Me da la sensación de que incluso ahora ignoro la mitad de lo que Sadie hizo y llegó a conseguir.

La iglesia se ha despejado. Aparece una mujer con túnica y empieza a apagar las velas. Me despabilo por fin, recojo el bolso y me pongo en pie. Ya no queda nadie en el recinto.

Al salir al patio de la iglesia, un rayo de sol me da en la cara y parpadeo. Aún hay bastante gente charlando en la acera, pero no tengo a nadie cerca y me sorprendo levantando la vista al cielo. Como me ocurre con frecuencia. Todavía.

- ¿Sadie? -digo en voz baja, por la fuerza de la costumbre-. ¿Sadie? -Pero, naturalmente, no hay respuesta.

- ¡Felicidades! -Ed se planta delante de mí, como salido de la nada, y me estampa un beso en los labios, sobresaltándome. ¿Dónde estaba?, ¿escondido detrás de una columna?-. No podría haber salido mejor. Me he sentido orgulloso de ti.

- Gracias. -Me sonrojo de satisfacción-. Ha estado bien, ¿no? ¡Ha venido muchísima gente!

- Ha sido increíble. Y todo gracias a ti. -Me acaricia la mejilla suavemente y me pregunta, bajando la voz-: ¿Lista para ir a la galería? Les he dicho a tus padres que se adelantaran.

- Sí. -Sonrío-. Gracias por esperarme. Necesitaba estar a solas un momento.

- Claro.

Echamos a andar hacia la verja que da a la calle. Me coge del brazo y yo aprieto el suyo. Ayer, sin previo aviso, mientras nos dirigíamos al ensayo del oficio, comentó que piensa prolongar seis meses su estancia en Londres, porque así podrá agotar el seguro del coche. Me lanzó una mirada significativa y me preguntó qué me parecía.

Fingí que lo pensaba detenidamente, disimulando mi euforia, y le dije que sí, que desde luego debía agotar el seguro del coche. Él me dedicó una sonrisa de complicidad, yo hice otro tanto y nos cogimos de la mano con los dedos firmemente entrelazados.

- ¿Con quién hablabas ahora? -añade como sin darle importancia.

- ¿Yo? Con nadie. Eh.. . ¿tenemos el coche cerca?

- Porque me pareció que decías «Sadie».