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- Llamará -se obstina-. Y saldremos con él.

- Perfecto. Lo que tú digas. -Me vuelvo hacia la pantalla y empiezo a teclear.

Cuando levanto la vista, ha desaparecido. Qué alivio. Al fin un poco de tranquilidad y silencio.

Mientras le escribo a Jean un mensaje de confirmación sobre Flash, vuelve a sonar el teléfono. Descuelgo distraídamente.

- Aquí Lara.

- Hola. -Una voz masculina titubeante-. Soy Ed Harrison.

Me quedo en blanco. ¿Ed Harrison?

- Ah.. . hola. -Busco a Sadie con la mirada, pero no la veo.

- Bueno, creo que tenemos una cita -dice con rigidez.

- Sí.. . eso creo.

Parecemos dos personas que han ganado una excursión en un sorteo y no saben cómo zafarse del compromiso.

- Hay un bar en St. Christopher’s Place -dice-. El Crowe. ¿Tomamos una copa allí?

Le leo el pensamiento. Me propone una copa porque viene a ser la cita más breve posible. En realidad no quiere salir. Pero ¿por qué llama entonces? Es tan anticuado, tan terriblemente educado que no le ha parecido bien darme plantón, aunque no me conozca y aunque yo podría ser una asesina en serie.

- Buena idea -digo con vivacidad.

- ¿El sábado, a las siete y media?

- Perfecto.

Cuelgo, alucinada. ¡Voy a salir con el americano ceñudo! Y Sadie no lo sabe.

- Sadie. -Miro alrededor-. ¡Sadie! ¿Me oyes? ¡No vas a creerlo! ¡Ha llamado!

- Ya lo sé -dice a mi espalda. Me giro en redondo y la veo en el alféizar de la ventana, imperturbable.

- ¡Te lo has perdido! ¡Tu chico ha llamado! ¡Vamos a.. . ! -Me detengo en seco al comprenderlo-. Oh, Dios. Has sido tú, ¿verdad? Has ido a buscarlo y te has puesto a gritarle.

- ¡Pues claro! -se ufana-. Era demasiado deprimente estar esperando su llamada, así que decidí darle un empujoncito. -Frunce el ceño, disgustada-. Tenías razón, por cierto. Había tirado la tarjeta. Estaba en su papelera, toda arrugada. ¡No tenía la menor intención de llamarte!

La veo tan indignada que he de contener la risa.

- Bienvenida a las citas del siglo veintiuno. ¿Cómo te las has arreglado para que cambiara de idea?

- ¡Ha sido extenuante! Primero le dije simplemente que te llamara, pero no me hizo caso. Se apartaba y continuaba tecleando furiosamente. Así que me puse a su lado y le dije que si no te llamaba enseguida y te pedía una cita, caería sobre él la maldición del dios Ahab.

- ¿Quién es el dios Ahab?





- Salía en una novelita que leí una vez. -Parece muy satisfecha de sí misma-. Le advertí que se le paralizarían los miembros y quedaría cubierto de unas verrugas asquerosas. Empezó a flaquear, pero aun así seguía tratando de eludirme. Entonces me fijé en su máquina de escribir.. .

- ¿Su ordenador?

- Como se llame. Le dije que se le estropearía y que perdería su trabajo si no te llamaba. -Esboza una sonrisa evocadora-. Entonces sí que reaccionó. Aunque, ¿sabes?, incluso cuando recogió la tarjeta, no paraba de agarrarse la cabeza y mascullar: «¿Por qué demonios tengo que llamar a esta chica? ¿Por qué?» Así que le grité al oído: «¡Porque deseas llamarla! ¡Es muy mona!» -Se echa el pelo atrás, con aire triunfal-. Y te ha llamado. ¿No estás impresionada?

Le devuelvo la mirada, muda de asombro. Ha chantajeado a ese pobre tipo. Se ha introducido en su mente. Lo ha obligado a meterse en una aventura que él no quiere.

Es la única mujer que he conocido capaz de obligar a un hombre a llamar. La única. Vale, sí, ha sido gracias a sus poderes sobrenaturales, pero lo ha conseguido.

- Tía Sadie -le digo lentamente-, eres genial.

Capítulo 9

A veces, cuando no puedo dormir, me imagino las normas que inventaría si llegara a gobernar el mundo. Casualmente, hay unas cuantas que tienen que ver con ex novios, y ahora se me ha ocurrido una nueva: «Los ex novios tienen terminantemente prohibido llevar a otra chica al restaurante que frecuentaban con su novia anterior.»

Aún no puedo creer que Josh vaya a llevar a esa intrusa al Bistro Martin. ¿Cómo se atreve? Es nuestro restaurante. Tuvimos allí nuestra primera cita, por el amor de Dios. Está traicionando nuestros recuerdos. Es como si nuestra relación fuera una de esas pizarras mágicas de juguete y él se dedicara a sacudirla brutalmente para hacer otro dibujo, borrando el cuadro precioso que habíamos pintado juntos.

Además, acabamos de romper. ¿Cómo puede salir con otra cuando sólo han pasado seis semanas? ¿Es que no se entera de nada? Meterse a ciegas en una nueva relación nunca es la respuesta. De hecho, seguramente sólo le servirá para sentirse más infeliz. Se lo habría dicho si me hubiese preguntado.

Son la doce y media del sábado y llevo sentada aquí veinte minutos. Me conozco tan bien este restaurante que he podido planear la cosa a la perfección. Estoy oculta en un rincón y me he puesto una gorra de béisbol. El local tiene mucho ajetreo, con un montón de mesas, y plantas y percheros por todas partes, así que no me ha resultado difícil camuflarme.

Josh ha reservado una mesa junto a la ventana (he mirado a hurtadillas la lista de reservas). Tengo una perspectiva de ella bastante buena desde mi rincón, así que podré examinar a conciencia a la tal Marie y estudiar el lenguaje corporal de ambos. Es más: podré escuchar la conversación porque he puesto un micrófono en la mesa.

No es broma: un micrófono de verdad. Busqué hace tres días en Internet y compré un minúsculo micrófono de control remoto incluido en un pack llamado «Mi primer equipo de espía». Cuando me llegó por correo, me di cuenta de que está pensado más bien para niños de diez años, y no para ex novias hechas y derechas, porque venía con un «Libro de bitácora del espía» y un «Decodificador de claves secretas».

Qué más da. ¡Lo he probado y funciona! Tiene sólo un alcance de siete metros, pero me basta con eso. Hace diez minutos me acerqué casualmente a la mesa, dejé caer una cosa adrede y, al agacharme, pegué debajo la minúscula placa adhesiva del micrófono. El auricular lo tengo escondido bajo la gorra. Sólo resta encenderlo cuando llegue el momento.

Y sí, ya sé que no debería andar espiando a la gente. Sé que moralmente no está bien. De hecho, he tenido una tremenda discusión con Sadie al respecto. Primero me dijo que ni siquiera debía presentarme aquí. Luego, cuando ya era evidente que no iba a convencerme, dijo que si tan desesperada estaba, lo que debía hacer era sentarme cerca y escuchar la conversación. Bueno, ¿cuál es la diferencia? Si escuchas a hurtadillas, estás espiando, ¿no?, y da lo mismo que estés apostada a medio metro o a seis.

La cuestión es que, tratándose de amor, las normas morales cambian por completo. En el amor y en la guerra todo vale. Es por una buena causa. Como aquella gente de Bletchley Park, que descifraba los códigos alemanes durante la guerra. También se trataba de una invasión de la intimidad, si te paras a pensarlo. Pero no por eso dejaron de hacerlo, ¿verdad?

Tengo una imagen de mí misma, felizmente casada con Josh y sentada a la mesa un domingo, en la que les digo a mis hijos: «¿Sabéis?, estuve a punto de no poner aquel micrófono en la mesa de papá. Y ahora ninguno de vosotros estaríais aquí.»

- ¡Creo que ya viene! -dice Sadie, apareciendo de pronto a mi lado. Al final la convencí para que viniera a ayudarme, aunque de momento no ha hecho más que deambular entre las mesas y criticar la indumentaria de la gente.

Echo un vistazo a la puerta y siento una sacudida tan violenta como en una montaña rusa. Ay Dios, ay Dios. Sadie tiene razón. Es él. Y ella. Los dos juntos. ¿Por qué juntos?

Vale, no te dejes llevar por el pánico. No te los imagines despertando en la cama, soñolientos y satisfechos después de una sesión de sexo. Hay un montón de explicaciones alternativas. Quizá se han encontrado en el metro o algo así. Bebo un trago de vino y levanto la vista otra vez. No sé a cuál de los dos repasar primero. ¿A Josh o a ella?