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El tío Giraud la condujo a ella, a Florian y Catlin por las escaleras, donde ella saludó a Nasir Harad, el presidente de los Nueve: tenía el cabello blanco y fino, y comprendió que aquel hombre no se daba por vencido. Ella se daba cuenta de eso como se daba cuenta de que había algo raro en él, en la forma en que seguía sosteniéndole la mano después deque ella la hubiera estrechado y en la forma en que la miraba como si quisiera algo.
—Tío Giraud —murmuró ella cuando pasaban por las puertas hacia la Cámara del Concejo—. Qué raro era ése.
—Shh —dijo él y señaló el escritorio en forma de semicírculo donde se habrían sentado todos los cancilleres si hubieran estado allí.
Era raro, de todos modos, estar preguntándole a Giraud, nada menos, si alguien era amistoso o no. Observó lo que él le enseñaba, qué sillón era cada uno y el lugar donde se sentaba Giraud en el Concejo, eso era Ciencias, lo sabía: habían pasado por el Edificio de Ciencias y Giraud había dicho que tenía una oficina allí y una en el Salón del Estado, pero generalmente no estaba ahí, tenía secretarios que se encargaban de todo.
El tío Giraud hizo que Seguridad apretara un botón que abría la pared posterior y ella se quedó ahí, mirando, mientras la Cámara se abría hacia el enorme Salón del Concejo, y ahora era una habitación con un tamaño que correspondía al de los sillones, con la tribuna frente a la gran pared. El tío Giraud dijo que estaba hecho de piedra de las riberas del Volga, toda primitiva, trabajada, arenisca roja, como debía ser en la orilla de un río.
Los sillones parecían pequeñitos al lado de eso.
—Ahí se hacen las leyes —explicó el tío Giraud y la voz hizo un eco, como cada uno de los pasos que daban—. Ahí se sienta el presidente del Concejo, allá arriba, en la tribuna.
Ella lo sabía. Recordaba por la cinta la habitación atestada con gente que caminaba por los pasillos. El corazón le latía con fuerza.
—Esto es el centro de la Unión —continuó el tío—. Aquí la gente soluciona sus diferencias de opinión. Aquí se hace que todo funcione.
Ella nunca había oído hablar así al tío Giraud, nunca lo había oído hablar con aquella voz tranquila que decía cosas importantes. Sonaba como el doctor Edwards, como alguien que le estuviera dando lecciones.
Entonces se la llevó de nuevo afuera, donde estaba lleno de ruidos y Seguridad tenía que abrirles paso. Por las escaleras, abajo. Ari veía las cámaras colocadas más abajo.
—Vamos a unas entrevistas cortas —le dijo el tío Giraud— y después almorzaremos con el presidente Harad. ¿Te parece bien?
—¿Qué habrá de comer? —preguntó ella. La propuesta de comida sonaba bien. No estaba segura de si la alegraba tener que acompañar al presidente Harad.
—Canciller —dijo una mujer vieja, que se acercó a ellos. Puso una mano sobre la manga de Giraud y dijo—: Privado. Rápido. Por favor.
Había problemas. Ari se daba cuenta, la mujer lo exhalaba como si estuviera a punto de estallar de preocupación y Giraud se detuvo un instante y dijo:
—Ari. Quédate aquí.
Se pusieron a hablar y Ari sólo veía la espalda de la mujer. El ruido no la dejaba oír.
Pero el tío Giraud volvió muy rápido y estaba conmovido, distinto. Tenía la cara muy pálida.
—Sera —dijo Florian, muy rápido, muy bajo, como si quisiera que Ari le indicara qué debía hacer. Pero ella no sabía de dónde venía el peligro ni en qué consistía.
—Ari —dijo el tío Giraud y la llevó aparte, cerca de la pared, al otro extremo junto a la gran fuente, donde estaban las oficinas. Seguridad se movía con mucha rapidez, y Florian y Catlin iban con ella. Nadie los seguía. Sólo estaba ese sonido de voces, en todos lados, murmurando como el agua.
Seguridad abrió las puertas e indicó a los que estaban dentro que pasaran a la oficina interior, y todos parecieron confusos y disgustados.
—Esperad aquí —ordenó Giraud a Florian y Catlin, y ellos la miraron, asustados, y el tío Giraud la hizo entrar en una oficina vacía donde había un escritorio y una silla. Florian y Catlin iban a seguirla, no sabían qué hacer, pero él les repitió—: ¡Fuera!
—Está bien —les tranquilizó ella.
Entonces, Giraud les cerró la puerta en las narices. Ellos dos estaban asustados. El tío Giraud también tenía miedo. Y ella no sabía qué estaba pasando, pero ahora él la cogió por los hombros, la miró y le dijo:
—Ari... Ari hay noticias en la red. Son de Fargone. Quiero que me escuches. Es sobre tu mamá. Ha muerto, Ari.
Ella se quedó de pie, quieta. Sintió las manos de Giraud sobre los hombros. Le estaba haciendo daño en el hombro derecho. Le estaba diciendo una barbaridad, algo que no podía ser cierto, no con respecto a mamá, no tenía sentido.
—Murió hace seis meses, Ari. La noticia acaba de llegar por la red de la estación. Acaba de llegar. La reciben aquí con los comunicadores. Esa mujer, la oyó y me lo contó. Yo no quería que te enteraras por boca de otra persona, Ari. Tranquila, querida Ari.
La sacudió. Le dolía. Por un momento no pudo respirar, no lo consiguió hasta que se vio obligada a aspirar todo el aire de golpe y el tío Giraud la abrazó y le palmeó la espalda y la llamó cariño. Como mamá.
Ella le pegó. Él la abrazó para que no pudiera hacerlo y siguió abrazándola mientras ella lloraba.
—¡Mentira, mentira! —aulló Ari cuando consiguió recuperar el aliento.
—No. —Él la abrazó más fuerte—. Cariño, tu mamá era muy vieja, muy vieja, eso es todo. Y la gente se muere. Escúchame. Voy a llevarte a casa. A casa, ¿entiendes? Pero tienes que salir andando de aquí. Tienes que pasar entre toda esa gente y llegar al coche, ¿me entiendes? Seguridad ha ido a buscar el coche, iremos directo al aeropuerto. Volvemos a casa. Pero primero hay que llegar al coche. ¿Puedes?
Ella escuchaba. Lo escuchaba todo. Las palabras le resbalaban por encima. Pero dejó de llorar y él le enderezó los hombros y le secó la cara con los dedos, le alisó el cabello y la hizo sentarse en la silla.
—¿Estás bien? —le preguntó muy bajito—. ¿Ari?
Ella respiró de nuevo. Y lo miró sin verlo, con los ojos muy abiertos. Sintió que él le palmeaba el hombro y oyó cómo se dirigía a la puerta y llamaba a Florian y a Catlin.
—La mamá de Ari ha muerto —le oyó decir—. Acabamos de enterarnos.
Cada vez más gente. Florian y Catlin. Si todos lo creían, cada vez sería más cierto. Toda la gente de ahí fuera. Mamá estaba en las noticias. Toda la Unión sabía que mamá había muerto.
El tío Giraud volvió y se arrodilló sobre una pierna, sacó el peine muy despacio y empezó a peinarla. Ella agitó la cabeza y le giró la cara. Vete.
Pero él volvió a peinarla, muy despacio, con mucha paciencia, y le palmeó el hombro cuando terminó. Florian le trajo una bebida y ella la tomó con la mano libre. Catlin estaba de pie y parecía muy preocupada.
La muerte es la muerte, eso era lo que decía Catlin. Catlin no sabía qué hacer con una CIUD que pensaba que era otra cosa.
—Ari —dijo el tío Giraud—, salgamos de aquí. Vayamos al coche, ¿de acuerdo? Dame la mano. Nadie va a hacerte preguntas. Vamos al coche y nada más.
Ella le dio la mano. Se levantó y caminó aferrada a la mano del tío Giraud y así salieron de la oficina y pasaron afuera, donde la gente estaba de pie, lejos, al otro lado del salón y el sonido de voces murió en la distancia. Ari oyó el rumor de la fuente por primera vez. Giraud cambió la mano y le puso la derecha en el hombro, y ella caminó con él, con Catlin delante y Florian al otro lado, y toda la gente de Seguridad. Pero no los necesitaron. Nadie le hizo preguntas.
Le tenían lástima, pensó ella. Lo sentían por ella.
Y ella odiaba eso. Odiaba la forma en que la miraban.
Fue una larguísima caminata hasta que pasaron por las puertas y entraron en el coche, y Florian y Catlin se sentaron al otro lado mientras el tío Giraud la ponía en el asiento de atrás, se acomodaba junto a ella y la abrazaba.