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Una ráfaga de metralleta llenó de agujeros la pasarela, y Gideon estuvo a punto de caer al echarse hacia atrás. Oyó otra risotada.

Su ocurrencia había resultado una pérdida de tiempo. Nodding Crane podía verlo fácilmente con sus gafas de visión nocturna, mientras que él tenía que esperar la luz de un relámpago. Lo único que conseguiría sería acabar acribillado.

El viento silbaba alrededor de los reguladores de tiro con un ruido cantarín. Se asomó al interior de la boca, pero estaba tan oscura que no pudo ver nada, aunque de ella seguía brotando el mismo ulular siniestro. El viento azotaba la chimenea, la pasarela se estremecía y la escalera golpeaba la estructura de ladrillo. Parecía que todo estaba a punto de derrumbarse de un momento a otro.

«A punto de derrumbarse…»

Por alguna razón, en su mente apareció una imagen de Orchid. «Estás metido en algún lío, ¿verdad? ¿Crees que no me he dado cuenta? ¿Por qué no me dejas ayudarte? ¿Por qué insistes en apartarme de tu lado?»

Miró el sistema regulador de tiro. Estaba hecho de bronce y seguía en buenas condiciones. Una palanca larga hacía funcionar un engranaje que levantaba o bajaba las pesadas tapas semicirculares. Cogió la palanca y tiró de ella. Los reguladores se estremecieron con un chirrido, pero apenas se movieron. Dio un fuerte tirón a la palanca, pero tampoco consiguió nada. Sujetándose a la barandilla con ambas manos, le propinó un fuerte puntapié.

La palanca se soltó, y las dos tapas se cerraron con estrépito, haciendo vibrar la chimenea de arriba abajo. Varios ladrillos cayeron al vacío por el golpe, y toda la estructura se balanceó peligrosamente.

– ¿Qué hace? -gritó Nodding Crane, desde más abajo, con la voz ahogada por el pánico.

Una siniestra sonrisa cruzó el rostro de Gideon.

Sujetó con fuerza la palanca, tiró y volvió a abrir los reguladores. Los engranajes giraron haciendo saltar restos de cardenillo y las tapas se levantaron como un puente levadizo.

Soltó la palanca, y las dejó caer de nuevo.

El golpetazo hizo que la chimenea se estremeciera con más fuerza que antes. Una serie de ominosos ruidos y chirridos ascendió por el cañón de la chimenea mientras esta oscilaba.

– ¡Está loco! -gritó Nodding Crane.

El destello de un relámpago reveló que se hallaba justo por debajo de la pasarela. Gideon oyó su respiración jadeante y cómo la escalera de hierro crujía bajo su peso. Lo asombraba que hubiera tenido el valor de llegar tan arriba y le llamó la atención ver unas uñetas brillando en el extremo de los dedos de su mano derecha.

Volvió a abrir los reguladores.

– ¡Decid buenas noches! -gritó, dejándolos caer con estruendo.

– ¡No!

Tiró una vez más de la palanca y soltó las tapas por tercera vez. La chimenea pareció girar sobre su base, y del suelo le llegó un rumor de ladrillo contra ladrillo.

– ¡Loco!

El fogonazo de otro relámpago le permitió ver que Nodding Crane se aferraba a la escalera, aterrorizado, y empezaba a descender.

Gideon soltó una carcajada demencial.



– ¿Quién es el loco ahora? -gritó-. ¡Soy yo quien no tiene miedo de morir! ¡Tendría que haberse quedado abajo y esperar a que bajara para matarme!

Dejó caer las tapas otra vez. La pasarela se estremeció y se ladeó bruscamente con un ruido de hierro fracturado. Gideon empezó a resbalar, pero logró asir la palanca del regulador y sujetarse. La pasarela se ladeó aún más mientras saltaban los soportes. El viento la empujó como si fuera una vela y la hizo flamear. Al final, con un último chirrido de metal retorcido, la arrancó definitivamente y la lanzó a la oscuridad de la tormenta. Gideon quedó agarrado a la palanca, con los pies colgando en el vacío.

Otro relámpago centelleó. Nodding Crane bajaba por la escalera tan rápido como podía. Si conseguía llegar al suelo, Gideon no vería cumplidas sus ansias de venganza y moriría igualmente.

Haciendo acopio de una fuerza que desconocía poseer, logró trepar por la boca de la chimenea y encaramarse a la rejilla que la cubría. Notaba cómo la estructura se retorcía bajo sus pies. Los crujidos que ascendían por el cañón eran cada vez más intensos. Estaba ocurriendo algo y sonaba como un imparable desmoronamiento. Dejó caer una tapa y después la otra, creando más ondas de choque.

Con un ruido extraño, una mezcla de gemidos y crujidos, la enorme chimenea cimbreó, primero hacia un lado y después hacia el otro; se detuvo por un momento y, muy lentamente, empezó a caer en la dirección del viento.

Ya no recuperó la verticalidad y siguió cayendo. El tramo superior se estremeció violentamente, una, dos veces.

De abajo surgió un grito de espanto.

– ¡Nooo!

Se oyó cómo los ladrillos se quebraban y reventaban bajo el peso oscilante de la estructura. No había duda de que se desmoronaba. Gideon supo que tanto él como Nodding Crane iban a morir. Solo deseaba tener un final rápido.

El pálido fogonazo de un relámpago le permitió ver que el asesino se encontraba a medio camino del suelo.

– ¡Esto es por Orchid, cabrón! -le gritó en la oscuridad.

Toda la chimenea se inclinó un poco más y empezó a ganar velocidad. Otro relámpago iluminó el cielo y el mar turbulento.

Fue entonces cuando Gideon comprendió que no estaba todo perdido. La chimenea caía hacia el mar.

Y caía cada vez más rápidamente. El viento silbó en los oídos de Gideon mientras se aferraba a la palanca y cabalgaba la estructura que se desplomaba. El estruendo de la chimenea al derrumbarse lo ensordeció. El viento se convirtió en un aullido superado únicamente por el rugido del mar al precipitarse hacia él. Los destellos de los relámpagos le permitieron ver cómo la base de la chimenea se hundía entre una nube de ladrillos pulverizados que dejaba un rastro en dirección al mar. Gideon se preparó para la colisión. Justo antes de que la boca de la chimenea se hundiera en las olas, saltó hacia arriba y hacia delante, aminorando el impulso que llevaba, poniendo el cuerpo recto y tensando los músculos para entrar en el agua lo más vertical posible.

Chocó contra la superficie con una fuerza tremenda y se hundió inmediatamente a gran profundidad. Extendió lo más rápido que pudo brazos y piernas para frenar la inmersión y empezó a nadar hacia arriba, luchando contra el agua helada. Ascendió más y más, pero la superficie parecía inalcanzable.

Logró emerger justo cuando sus pulmones estaban a punto de estallar. Jadeó y tosió, escupiendo agua y chapoteando en medio de la tormenta. Todo era negrura, pero entonces, al elevarse empujado por una ola, pudo ver las luces de City Island y eso lo orientó.

Flotó un rato, intentando recuperar las fuerzas y el aliento, y después empezó a nadar hacia la playa y su bote, zarandeado como un corcho por el violento oleaje, que lo sumergía intermitentemente. Notaba las costillas fracturadas como latigazos de fuego en el pecho, pero siguió braceando en la oscuridad, rodeado por el rugido de la tormenta, que lo envolvía como un seno materno enloquecido. Se dio cuenta de que las escasas fuerzas que le quedaban menguaban muy rápido y pensó que sería una amarga ironía ahogarse en esos momentos, después de todos los peligros a los que había logrado sobrevivir.

Pero iba a ahogarse. Ya no conseguía mover los brazos y las piernas y a duras penas mantenía la cabeza fuera del agua. Una gran ola lo sumergió, y se dio cuenta de que ya no tenía energías para volver a salir a flote.

Fue entonces cuando sus pies rozaron los guijarros del fondo y pudo sostenerse en pie.

No supo decir cuánto tiempo permaneció tumbado en la playa ni tampoco de dónde sacó fuerzas para arrastrarse más allá de donde rompían las olas, pero recobró la conciencia en la parte alta de la playa. Junto a él vio los restos de la chimenea derruida, que cruzaban la arena y desaparecían en el agua. Por todas partes había trozos y polvo de ladrillo junto a montones de hierros retorcidos.