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– Mira los extremos del alambre.

Hizo lo que Epstein le decía. Vio dos sombras de bordes difusos.

– ¿Y?

– ¿Ves esas sombras? Pues son los rayos X que salen de los bordes.

– ¿Y eso qué significa?

– Que, de algún modo, ese alambre absorbió los rayos X y los canalizó y los redirigió hacia sus bordes.

– Vale, ¿y? -preguntó O'Brien, incorporándose y dejando la lupa.

– ¡Pues que eso es algo increíble! ¡Estamos hablando de un material capaz de capturar y canalizar rayos X! Según mis conocimientos, solamente existe un material capaz de hacer algo así.

Tom y Gideon intercambiaron una mirada.

Epstein sonreía maliciosamente.

– Quiero que tengáis en cuenta que se trata de un alambre.

– ¡Por Dios, Epstein, vas a provocarnos un ataque! ¿Qué pasa por que sea un alambre?

– ¿Qué hacen los alambres? -preguntó ella.

O'Brien suspiró y miró a Gideon, que parecía igual de impaciente.

– Los alambres conducen la electricidad -contestó este.

– Exacto.

– ¿Y?

– Pues que este es un tipo especial de alambre. Conduce la electricidad, pero lo hace de una manera distinta.

– No entiendo nada -admitió O'Brien.

– Lo que tenemos aquí es un superconductor de temperatura ambiente -dijo Epstein triunfalmente.

Se hizo un silencio embarazoso.

– ¿Eso es todo? -preguntó O'Brien.

– ¿Que si eso es todo? -replicó Epstein, incrédula-. ¡Estás ante el Santo Grial de la tecnología energética!

– Lo siento, esperaba algo que fuera a… no sé, a cambiar el mundo.

– ¡Esto transformará el mundo, burro! El noventa y nueve por ciento de toda la electricidad que se genera en el mundo se pierde en forma de resistencia a medida que pasa de la fuente a sus distintos usos. ¡El noventa y nueve por ciento! Sin embargo, cuando la electricidad fluye por un superconductor, lo hace sin encontrar ninguna resistencia. No hay pérdida de energía. Si sustituyeras todas las líneas eléctricas del país con otras hechas de este material, reducirías el consumo eléctrico un noventa y nueve por ciento.

– ¡Dios mío! -exclamó O'Brien, comprendiendo al fin lo que aquello significaba.

– Sí, podrías satisfacer todo el consumo energético de Estados Unidos con un uno por ciento de lo que necesita en la actualidad. Y ese uno por ciento podría proporcionarlo fácilmente cualquiera de las energías existentes, ya fueran solares, eólicas, hidráulicas o nucleares. Se acabaron las centrales eléctricas que dependen del petróleo y el carbón. Tanto el transporte como el costo de fabricación caerían de forma espectacular. La electricidad se convertiría en una energía prácticamente gratuita. Los coches eléctricos tendrían un coste de mantenimiento casi de cero y borrarían del mapa a los que funcionan con motores de explosión. Las industrias del petróleo y el carbón se arruinarían. Estamos hablando del fin de los combustibles fósiles, del efecto invernadero y de que la OPEP tenga al resto del mundo cogido por las pelotas.

– En otras palabras -intervino Gideon-, el país que controle este descubrimiento barrerá a todos los demás desde el punto de vista económico.

Epstein rió con amargura.

– Algo peor. El país que controle esta tecnología controlará la economía mundial. Dicho de otra manera: dominará el mundo.

– ¡Y todos los demás estaremos jodidos! -dijo O'Brien.

Ella lo miró.

– Sí, técnicamente ese es el término adecuado.





54

Que cese toda conversación, que la risa desaparezca. Este es el lugar donde la muerte se deleita en ayudar a los vivos.

Eran las dos de la madrugada, y Gideon se estaba cansando de leer una y otra vez el mismo lema escrito encima de la puerta del depósito. Aquel cartel lo irritaba porque conseguía resultar macabro y pretencioso al mismo tiempo. Por lo que podía ver, no había nada agradable en aquel lugar siniestro y ruidoso, y dicho sea de paso, tampoco en la muerte.

Llevaba esperando tres cuartos de hora, y su paciencia casi se había agotado. La telefonista parecía moverse a cámara lenta, cogiendo un papel aquí y dejándolo allá, contestando al teléfono en voz baja y murmurando mientras hacía ruido con sus largas uñas pintadas de rojo.

Al final, Gideon se hartó. Se levantó y fue hasta ella.

– Perdone, pero llevo esperando casi una hora.

La mujer levantó la vista. Las uñas dejaron de hacer ruido. Bajo el rubio teñido se veían las raíces del cabello. Era una neoyorquina de la vieja escuela.

– Acaba de llegarnos un caso de homicidio. Todo el personal está ocupado.

– ¿Un homicidio, dice? Vaya, debe de ser una rareza en esta ciudad -replicó Gideon, mientras se preguntaba si se trataría de lo ocurrido en la iglesia de San Bartolomé-. Escuche, mi… pareja está en alguna de las neveras de ahí dentro, y lo único que deseo es poder estar unos minutos a solas con él.

– Señor Crew -repuso ella, en absoluto conmovida-, seguro que se dará cuenta de que los restos de su amigo llevan esperando aquí cinco días, aguardando sus instrucciones. Podría haber venido en cualquier momento. Según consta en el expediente, hemos intentado ponernos en contacto con usted al menos… -miró en el ordenador- una docena de veces.

– He perdido mi móvil y he estado fuera.

– De acuerdo, pero no puede aparecer de repente a la una de la madrugada esperando tenerlo todo listo y preparado, ¿verdad? -Su mirada no admitía discusión.

Gideon se sintió derrotado. Aquella mujer tenía razón, desde luego; pero el cúter le quemaba en el bolsillo, al igual que las radiografías en la bolsa de la compra, y no podía dejar de pensar en Nodding Crane y en lo que este podía estar haciendo en aquellos momentos. Cuanto más tiempo tuviera que esperar, más oportunidades estaría dando al asesino.

– Está bien. ¿Puede decirme si tardará mucho? -preguntó finalmente.

Las uñas rojas volvieron a hacer ruido y a manejar papeles.

– Le avisaré tan pronto como haya alguien disponible.

Gideon regresó a su asiento y se quedó mirando el cartel con abatimiento. Oía débiles ruidos que provenían de detrás de las puertas batientes de acero inoxidable, abolladas por el constante golpeteo de las camillas al entrar y salir. Allí dentro ocurría algo, sin duda referente al homicidio. En esos momentos se convenció de que tenía que ser el de San Bartolomé. Sería noticia: una persona asesinada en una de las iglesias más antiguas y veneradas de Nueva York, y una de las que contaba con una congregación más acomodada.

– ¿Qué hay detrás de esas puertas? -preguntó.

La mujer lo miró.

– La sala de autopsias, las neveras, las oficinas…

Se oyeron más sonidos al otro lado, un murmullo distante de nerviosismo y actividad. Miró la hora. Casi las dos y media.

El intercomunicador de la recepcionista sonó. La mujer contestó con voz apagada y llamó a Gideon.

– Enseguida viene alguien a atenderle.

– Gracias.

Un individuo vestido con una bata blanca no demasiado limpia salió empujando las puertas. Iba mal afeitado y tenía rastros de sangre seca en el cuello. Levantó el sujetapapeles y leyó:

– ¿George Crew?

– Es Gideon, Gideon Crew.

Sin decir palabra, el hombre dio media vuelta y cruzó de nuevo las puertas. Gideon lo siguió.

– Me gustaría poder estar un momento a solas con él -dijo.

No hubo respuesta.

Recorrieron un pasillo largo y bien iluminado, con el suelo de linóleo, que terminaba en un par de puertas que conducían a la sala de autopsias. A través de las ventanas vio una serie de mesas de acero y loza, varios cubos para desechos médicos y estantes con recipientes herméticos de plástico. También divisó a un grupo de personas reunidas alrededor de una de las mesas, entre los que había policías de uniforme y detectives de paisano. Seguramente se trataba de la víctima del homicidio.

– Por aquí, por favor -dijo el hombre.