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– Ah, ¿no? ¿Por qué?

– A diferencia de algunos, no me queda más remedio que trabajar para ganarme la vida.

– Sí, profesor ayudante en Columbia. Cuándo vas a dejar de ser el eterno aspirante y vas a conseguir por fin esa cátedra.

– ¿Y tener que enfrentarme con el mundo real? -Dio un mordisco al bocadillo y fue hacia su mesa mientras Gideon lo seguía-. Además, no es únicamente por mi trabajo, sino por el tipo de problema que me has traído. Ya te lo dije, es como tener una receta sin los ingredientes: tres cucharadas de equis, doscientos gramos de y griega y un pellizco de zeta. ¡Sin los ingredientes no puedo hacer nada!

– Hay algo más en lo que necesito tu ayuda.

– ¿Me has dado otro de mil?

Gideon hizo caso omiso del comentario y sacó un DVD del bolsillo de su abrigo.

– Contiene una grabación de una cámara de vídeo. Necesito que me amplíes la imagen con el mayor detalle posible.

O'Brien cogió el disco con expresión de alivio.

– Eso es fácil.

Gideon señaló el reproductor de CD y puso mala cara.

– ¿Te importa apagar eso antes de que empecemos? No me consta que haya música cancerígena, pero esta podría serlo.

O'Brien lo miró con fingido horror.

– ¿No te gusta el black metal?

– No, ni siquiera cuando se supone que es el mejor. -Gideon miró a su alrededor, buscando un sitio donde sentarse, pero en el diminuto y abarrotado estudio solo había una silla, y la ocupaba su amigo-. Nunca he visto tanta basura amontonada en un espacio tan pequeño. ¿Cuándo harás una buena limpieza?

– ¿Basura? ¿Limpieza? -preguntó O'Brien con aire ofendido-. Todo esto es de vital importancia para mi trabajo. -Hizo rodar la silla y cogió un artefacto metálico que estaba encima de un antiguo terminal UNIX. Lo enchufó a la corriente y lo conectó a su ordenador.

– ¿Qué es eso? -preguntó Gideon.

– Un VDT.

– Repito la pregunta: ¿qué es eso?

– Es un aparato que normalmente se usa para transferir distintos tipos de archivos de vídeo de un formato a otro. Sin embargo, este en particular es muy útil en el trabajo forense.

Lo puso en marcha, pulsó unos cuantos botones en la pantalla LED e introdujo el disco de Gideon en la ranura. Mientras el aparato zumbaba, dio un gran mordisco a su bocadillo y clicó dos veces en un icono de su ordenador.

– Estoy poniendo en marcha la aplicación de VDT.

En el monitor apareció una gran ventana rodeada por otras más pequeñas entre las que había distintas herramientas para manipular la imagen.

– ¿Dónde está? -preguntó O'Brien.

– Tú dale a «reproducir», y yo te avisaré cuando salga.

Tom clicó «Play» en el cuadro de menú y apareció una imagen en la pantalla.

– Mierda, es una grabación de seguridad.

– ¿Y?

– Pues que son de pésima calidad. La imagen está muy comprimida.

Observaron en silencio durante un minuto a una mujer asiática que cruzaba el encuadre y se abría paso entre una maraña de pasajeros.

– Está muy telecinado -dijo O'Brien-. Un poco por debajo de treinta fotogramas por segundo…

– Ahí -indicó Gideon-. Retrocede un poco y después avanza fotograma a fotograma.

O'Brien rebobinó hasta que un hombre atravesó el grupo de pasajeros y volvió a dar a «Play».

– Más despacio, por favor.

Su amigo tomó un largo trago de Dr. Pepper y puso la reproducción en modo fotograma a fotograma.

Observaron que a un niño se le caía un oso de peluche al suelo, su madre se agachaba para recogerlo y se lo devolvía.

– Pon «pausa». ¿Ves la mochila que lleva el crío?





– Sí -repuso Tom, contemplando la pantalla parpadeante.

– Quiero que busques la imagen más nítida posible de esa mochila. Tiene un logotipo medio borroso. Quiero saber qué pone.

– Claro.

O'Brien fue de fotograma en fotograma hasta que encontró el más nítido.

– Borroso del carajo -masculló-. El que hizo el multiplex de esto se cubrió de gloria.

– Tenían prisa.

– Tendré que desentrelazar la imagen o no llegaremos a ninguna parte.

Los dedos de O'Brien volaron sobre el teclado, y la imagen del monitor aumentó y se difuminó.

– ¿Qué son esas barras? -preguntó Gideon.

– Es la relación de dos tercios. Estoy intentando compensarla. -Tecleó una nueva serie de instrucciones, y la imagen se aclaró y estabilizó-. Así está mejor. Déjame que le aplique un poco de reductor de ruido. -O'Brien manejó diversos submenús.

– Se trata de un escudo con un lema -dijo al fin Gideon, aguzando la vista.

Tom ajustó un poco más la imagen.

– «Pectus est quod disertos facit» -leyó Gideon en la pantalla.

– Qué demonios es eso, ¿latín?-preguntó su amigo.

– Sí. «La elocuencia de un hombre está en su corazón.»

– Menuda gilipollez -exclamó Tom, meneando la cabeza-. ¿A quién demonios se le ocurrió?

– Es de Quintiliano, y resulta lo bastante pomposo y vacío para ser el lema de cualquier colegio privado. -Gideon se levantó-. Gracias, Tom.

– Oye, ¿y qué pasa con los otros mil pavos?

– Disfruta de tu bocadillo. Seguiremos en contacto. -Se detuvo al alcanzar la puerta y se volvió-. Oye, ¿sabes algo de tu amigo el médico?

– Ah, sí, pensaba hablarte de ello.

– ¿Y?

– Pues espero que el tipo de las radiografías no sea amigo tuyo.

Gideon lo miró fijamente.

– ¿Por qué lo dices?

– Porque, según el matasanos, está jodido.

41

Gideon se sentó en el taburete del restaurante que permanecía abierto toda la noche y pidió café, huevos escalfados, patatas asadas y una tostada con mermelada. La camarera, una mujer regordeta y atractiva enfundada en un uniforme estilo años cincuenta, tomó nota y vociferó el encargo a la cocina.

– Debería usted cantar ópera -comentó Gideon distraídamente.

Ella se volvió con una sonrisa radiante.

– Eso hago.

«Esto solo pasa en Nueva York», se dijo Gideon, removiendo el café y sintiéndose fuera de este mundo. Las palabras de Tom resonaban en su mente: «Espero que el tipo de las radiografías no sea amigo tuyo». Cabía la posibilidad de que el médico amigo de O'Brien estuviera equivocado. No sería la primera vez. Aun así, esa era la tercera opinión.

¿Habría sido más feliz no sabiéndolo? ¿Simplemente disfrutar de su último año en una feliz ignorancia? No. Aquello lo cambiaba todo. Sentía una extraña sensación de disociación. De repente, muy de repente, sus prioridades habían cambiado. Ya no tenía sentido conocer a alguien, plantearse formar una familia, progresar profesionalmente, dejar de fumar y preocuparse por el colesterol. De hecho, ya nada tenía sentido.

Tornó otro sorbo de café, intentando quitarse de encima la sensación de incredulidad. «Cada cosa a su tiempo.» Ya pensaría en ello más adelante. Por el momento tenía un trabajo que terminar.

Se obligó a volver mentalmente a la academia Throckmorton. Había dado en el clavo con el lema del colegio. Repasando la página web del centro, había descubierto casi por casualidad cierta información importante. Se trataba de una escuela muy exclusiva, reservada en extremo en todo lo concerniente a sus alumnos y personal docente, y particularmente especializada en el manejo de esos datos. Sin embargo, todas las organizaciones, al igual que las personas, tenían sus fallos, y el de Throckmorton estaba escrito en letras de molde: un amor propio desmedido. «Pectus est quod disertos facit.» Sí, desde luego.

La cuestión era cómo trazar un plan para aprovecharse de aquella debilidad. No eran idiotas. No podía presentarse de repente como el clásico ejecutivo financiero de éxito deseoso de encontrar un centro para su hijo. Sin duda ya conocían esa treta; la habrían visto varias veces y serían inmunes. Tampoco podía hacerse pasar por una celebridad, real o inventada. Google había acabado con eso tiempo atrás. Más bien necesitaba todo lo contrario: algo que estimulara de forma más sutil sus esperanzas, expectativas y prejuicios. Lo meditó, y una primera idea empezó a tomar forma en su mente. Por desgracia iban a ser necesarias dos personas para llevarlo a cabo. Mindy Jackson no le servía. Para empezar, estaba por ahí, siguiendo sus propias pistas y no daba el perfil. No. Tendría que hacerlo Orchid. Orchid sería perfecta. Descartó cualquier sentimiento de culpa por recurrir a ella nuevamente y se dijo que el fin justificaba los medios. Después de todo, ¿no le había dicho ella que la llamara?