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Sin embargo, en esos momentos, después de que los agentes se hubieran marchado, tenía miedo por primera vez. Era por aquella extraña voz que había oído en el exterior. Pero ¿la había oído de verdad? Los policías que habían acudido a la llamada de la alarma le habían dado a entender que quizá estaba dando una cabezada y lo había soñado. Aquello lo indignó, porque jamás se había dormido en el trabajo. Las cámaras de vigilancia nunca dejaban de funcionar y solo Dios sabía quién revisaría posteriormente las grabaciones.

Yo amo a Lucy había acabado, y el siguiente programa de la lista era Los nuevos ricos, el favorito de Blocker. Intentó relajarse mientras sonaban los primeros compases del tema principal. El sonido de los banjos y el exagerado acento de las montañas siempre le hacían sonreír. Se inclinó para subir el aire acondicionado y ajustar las salidas para que le dieran directamente en la cara.

Entonces oyó el ruido, un «clinc», como si una pieza metálica hubiera caído en el suelo de cemento del almacén. Quitó los pies de la mesa, buscó torpemente el mando a distancia y bajó el volumen para poder oír mejor.

«Clang.» El sonido se repitió. Más cerca, esta vez. El corazón empezó a latirle con fuerza. Primero la voz, y después aquello. Examinó las pantallas de los monitores, pero no le mostraron nada raro.

¿Debía hacer sonar la alarma otra vez? No, los agentes no lo dejarían tranquilo después de eso. Pensó en llamar a voces, pero se dio cuenta de que era absurdo: si había un intruso en el almacén, lo último que haría sería contestar.

Se levantó lentamente de la silla, cogió la linterna y se dirigió hacia donde había oído el segundo sonido. Se movía con cautela, con la mano derecha en la culata de la pistola.

Llegó a la zona de donde procedía el ruido y la barrió con la luz de la linterna. El lugar estaba lleno de palés repletos de viejas piezas de coche envueltas en plástico y etiquetadas: antiguas pruebas que llevaban allí años pero que, por alguna razón, no se podían tirar todavía.

Nada. Estaba nervioso, asustado por lo ocurrido antes. Eso era todo. Quizá solo fueran ratas que se habían colado en el almacén. Volvió a su pequeño despacho, se sentó y subió el sonido del televisor… más fuerte que antes. El ruido lo reconfortaba. Era el episodio en que el banquero fingía un ataque de pieles rojas contra la mansión de los Clampett, uno de sus favoritos. Abrió una lata de Diet Coke y se dispuso a pasar un buen rato.

«Clang.»

Se incorporó de golpe, apagó el televisor y escuchó atentamente.

«Clang.»

Era un ruido tan regular que parecía antinatural y deliberado. Y provenía de la misma maldita zona de antes. Los monitores de las cámaras seguían sin mostrarle nada. Una vez más rechazó la idea de hacer sonar la alarma.

Se levantó y cogió la linterna con la mano izquierda mientras quitaba el seguro de la pistolera con la derecha y acariciaba la culata con los dedos. Se acercó nuevamente al rincón de donde provenían los sonidos y se detuvo, esperando a oírlos de nuevo. Nada. Siguió avanzando, con intención de mirar detrás de los palés, para ver si algo o alguien se había escondido entre ellos y la pared.

Caminó despacio por el pasillo y se detuvo antes de llegar al último. Silencio. Qué raro.

Moviéndose cautelosamente, se acercó a la última pila, se agachó y se asomó al otro lado, iluminando la pared con la linterna.

Notó como si una masa de aire se desplazara a su espalda. Se dio la vuelta. Una sombra negra surgió de la oscuridad. Antes de que pudiera gritar vio un centelleo y notó un violento tirón en el cuello. Luego, todo empezó a dar vueltas y a volverse rojo hasta que desapareció.

22

Gideon aguardó, aguzando el oído. En el almacén había alguien más y no se trataba del guardia. De eso estaba seguro. El vigilante también lo había oído y había ido a inspeccionar, había regresado y vuelto a levantarse. Después, no había reaparecido, y Gideon había oído un leve roce seguido del sonido de algo que caía al suelo.





Esperó, sin mover un músculo. Desde su posición ventajosa en el interior del coche podía ver a través de los restos el despejado pasillo central del almacén, que llegaba hasta la zona de seguridad del fondo, donde el vigilante tenía su puesto. El guardia seguía sin aparecer y llevaba demasiado rato investigando.

Oyó un golpe sordo, y algo salió rodando de entre dos filas de palés de su derecha y se detuvo en el pasillo: la cabeza decapitada del vigilante.

La mente de Gideon se puso a trabajar a toda velocidad. Comprendió al instante que se trataba de una trampa, una manera de hacerlo salir, de asustarlo o inducirlo a investigar. Había alguien más campando a sus anchas por el almacén, y Gideon se había convertido en su objetivo.

Repasó mentalmente sus opciones. Podía quedarse donde estaba y luchar, acosar a su acosador. Sin embargo, su rival tenía mejores cartas. Era evidente que sabía dónde se ocultaba y, por si fuera poco, había logrado engañar al vigilante y acabar con él tan eficientemente que no había hecho ruido alguno. El instinto le decía a Gideon que aquel tipo era bueno, muy bueno, un verdadero profesional.

¿Qué hacer? Debía salir de allí como fuera. Ya tenía el móvil y no había encontrado nada más por mucho que había buscado.

Sin embargo, naturalmente, eso era lo que su oponente -u oponentes- esperaba que hiciera.

Estaba jodido.

Reflexionó y se dio cuenta de que el o los asesinos lo habían estado siguiendo desde el principio. Seguramente en esos momentos estarían en posición, apuntando a su escondite, esperando que apareciera. No habrían arrojado la cabeza allí de no haber sabido dónde se ocultaba.

A pesar de todo, había una escapatoria. Era arriesgado, pero al menos le daba una posibilidad de salir con vida. No tenía otra opción.

Miró el reloj. Sacó el Colt Python, apuntó con cuidado a la cerradura de la puerta que llevaba al exterior del almacén y disparó un tiro que resonó como un trueno en aquel espacio cerrado. La bala rozó el teclado numérico e hizo saltar la alarma, que empezó a sonar nuevamente.

A partir de ese momento, lo único que debía hacer era esperar al asesino, porque en algún momento este tendría que salir corriendo. Gideon aprovecharía esa ocasión para huir de allí.

¿Quién podía ser? Quizá el conductor del Navigator. Sí, tenía que tratarse de él. Durante la persecución había tenido ocasión de verle la cara.

Sonó un disparo que se estrelló con un golpe metálico en el taxi destrozado, seguido por otro y otro más, proyectiles de grueso calibre que atravesaban el metal como si fuera mantequilla. Gideon comprendió con consternación que el asesino no tenía intención de salir corriendo, al menos por el momento. Para bien o para mal, lo había obligado a actuar.

Al menos, ya sabía de dónde provenían los disparos. Se tendió dentro del taxi, protegiéndose tras el bloque del motor, apuntó y esperó. El siguiente disparo llegó con un «¡bum!». Gideon vio el destello del arma y abrió fuego mientras oía el sonido de sirenas acercándose. ¿Cuánto había tardado en llegar la policía la vez anterior, cinco minutos?

Miró el reloj. Habían pasado tres.

Dos balazos más impactaron contra la carrocería, rodeándolo y rociándolo con partículas de pintura. Devolvió los disparos. Las sirenas sonaban cada vez más cerca. No tardó en oír un chirrido de neumáticos dando un frenazo.

Vio una sombra que se movía tras los palés. Por fin el asesino había decidido huir. Se arrastró fuera del destrozado asiento trasero del taxi y se levantó de un salto, listo para correr hacia la puerta, pero dos balas más pasaron silbando junto a él. Mientras se lanzaba hacia la salida comprendió que aquel cabrón únicamente había hecho un amago de huir para obligarlo a abandonar su refugio. Rodó por el suelo sin dejar de disparar y vio que la figura de negro desaparecía en la oscuridad del rincón. Evidentemente tenía su propio camino para entrar y salir.