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– La hora del cóctel es a las seis, en mi cabaña. No me cabe duda que sabe cómo localizarla, de modo que nos veremos allí. Ahora estoy ocupado pescando.

– Lo siento, doctor Crew, pero, como le he dicho, esto no puede esperar.

– ¿Qué es lo que no puede esperar?

– Un trabajo.

– Gracias, pero ya tengo un trabajo, en Los Álamos. Ya sabe, donde hacen esas bombas atómicas tan bonitas.

– La verdad es que este otro trabajo es mucho más emocionante y está mucho mejor pagado. Cien mil dólares por una semana de trabajo. Además, se trata de una labor para la que está particularmente dotado y que beneficiará tanto a nuestro país como a usted. Dios sabe que necesita el dinero, con todas esas tarjetas de crédito que ha exprimido… -Garza meneó la cabeza.

– Bueno, ¿y quién no ha agotado sus tarjetas alguna vez? Este es un país libre, ¿no? -Gideon vaciló; aquella oferta suponía mucho dinero, dinero que necesitaba-. ¿Qué se supone que tendré que hacer en ese trabajo suyo?

– Como le he comentado, no puedo decírselo todavía. Un helicóptero nos espera para llevarnos al aeropuerto de Albuquerque y, desde allí, en avión privado a su destino final.

– ¿Ha venido a buscarme en helicóptero? -Gideon recordaba haber oído uno, pero no le había prestado atención. A menudo, debido a que quedaban muy apartados, se utilizaban los montes Jemez para vuelos de entrenamiento de la base aérea de Kirtland.

– Perdone, pero tenemos prisa, doctor Crew.

– ¿De veras? ¿A quién representa?

– Tampoco puedo decírselo, todavía. -Sonrió e hizo un gesto con la mano, invitándolo a seguirlo-. ¿Nos vamos?

– Mi madre me decía que no subiera nunca a un helicóptero con desconocidos.

– Doctor Crew, se lo repito: este trabajo le resultará de lo más interesante y está bien remunerado. ¿Ni siquiera está dispuesto a acompañarme a nuestro cuartel general para conocer los detalles?

– ¿Y dónde está eso?

– En la ciudad de Nueva York.

Gideon lo miró fijamente. Meneó la cabeza y soltó un bufido. Los cien mil dólares le irían estupendamente para empezar los muchos planes e ideas que tenía pensados para su nueva vida.

– ¿Supone algún tipo de actividad ilegal?

– Desde luego que no.

– De acuerdo. Hace mucho que no he estado en la Gran Manzana. Muy bien, después de usted, Manuel.

13

Seis horas más tarde, el sol se ponía sobre el río Hudson mientras la limusina giraba por Little West con la calle Doce, en el Meatpacking de Manhattan. El barrio había cambiado espectacularmente desde la última vez que Gideon lo había visto en su época de estudiante, cuando había ido a visitarlo desde Boston. Los antiguos almacenes de ladrillo, con sus marquesinas a lo largo de las aceras y sus hileras de cadenas y ganchos para la carne, se habían convertido en tiendas de ropa y restaurantes de moda, y en elegantes apartamentos y hoteles. Las calles se veían abarrotadas de gente que estaba demasiado a la última para ser real.

La limusina traqueteó por el redescubierto pavimento original -viejos adoquines del siglo XIX- y se detuvo ante un edificio anónimo, una de las pocas construcciones que no se habían renovado.

– Hemos llegado -dijo Garza.

Se apearon. Hacía mucho más calor en Nueva York que en Nuevo México. Gideon contempló con aire suspicaz la única entrada del edificio, un par de puertas de hierro llenas de pintadas y restos de carteles viejos. El lugar era grande e imponente y tendría unos doce pisos de altura. En mitad del edificio distinguió los descoloridos restos de un rótulo donde se leía «Price & Price Pork Packing Inc.». Más arriba, el ladrillo rojo daba paso a una estructura de vidrio y acero cromado; se preguntó si se había construido un moderno ático sobre la vieja estructura.



Siguió a Garza por los peldaños de hormigón del lateral que conducía a la plataforma de carga. Cuando se acercaron, las puertas se abrieron, deslizándose silenciosamente sobre unos raíles perfectamente engrasados. Entraron en un oscuro pasillo y siguieron hasta otras dos puertas, mucho más nuevas, de acero inoxidable, con un escáner de retina y un teclado empotrados en la pared. Garza dejó su maletín en el suelo y acercó el rostro al escáner. Las puertas se abrieron sin hacer el menor ruido.

– ¿Dónde está el superagente 86? -comentó Gideon, haciéndose el gracioso.

Garza lo miró sin sonreír y no hizo comentario alguno.

Más allá se abría una enorme y vasta sala de unos cuatro pisos de altura, iluminada por cientos de bombillas halógenas. La planta, tan grande como un campo de fútbol, estaba llena de largas mesas de acero ocupadas por montones de objetos de lo más diverso: motores de reacción medio desmontados, reproducciones tridimensionales de áreas urbanas, una maqueta de lo que parecía ser una central nuclear durante un ataque terrorista con aviones… En un rincón había una mesa particularmente grande donde se reproducía un enorme corte transversal del fondo marino, con todos sus estratos geológicos. Técnicos de bata blanca iban de un lado a otro entre las mesas, tomando notas en sus PDA o conversando discretamente entre ellos.

– ¿Esto es la central de la empresa? -preguntó Gideon-. Más bien parece Industrial Light and Magic.

– Sí, supongo que podría llamársele magia -repuso Garza, precediéndolo-. Magia de la que se fabrica.

Gideon lo siguió de mesa en mesa. En una de ellas había una detallada reproducción de Puerto Príncipe antes y después del terremoto, con pequeñas banderitas señalando las zonas más devastadas; en otra, una gran maqueta de lo que parecía una estación espacial, hecha con tubos, cilindros y paneles solares.

– Creo saber qué es esto -dijo Gideon-. Se trata de la Estación Espacial Internacional.

Garza asintió.

– En efecto, con el aspecto que tenía antes de que saliera de órbita.

Gideon lo miró, atónito.

– ¿Antes de que saliera de órbita, dice?

– Sí, para asumir su papel secundario.

– ¿Su qué? Debe de estar bromeando.

Garza le lanzó una sonrisa desganada.

– De haber pensado que iba a tomarme en serio no se lo hubiera dicho.

– ¿A qué demonios se dedican aquí?

– Ingeniería y más ingeniería. Eso es todo.

Llegaron al fondo de la sala y se metieron en un ascensor antiguo que los llevó al cuarto piso. Allí cruzaron una puerta que se abría a un laberinto de pasillos blancos. Por fin llegaron a una sala de reuniones, de techo bajo y desprovista de ventanas. Era pequeña y su falta de elementos decorativos le daba un aire espartano. Una mesa de madera exótica ocupaba la mayor parte de la superficie. No había cuadros ni grabados en las paredes. Gideon intentó pensar algún comentario gracioso, pero no se le ocurrió ninguno. De todas maneras, habría sido inútil ya que Garza parecía inmune a su humor cáustico.

En la cabecera de la mesa había un hombre sentado en una silla de ruedas; seguramente se trataba del individuo más singular que Gideon había visto en su vida. El abundante cabello, muy corto, de reflejos plateados cubría una gran cabeza bajo cuya ceñuda expresión centelleaba un único ojo que lo miraba fijamente. El otro estaba oculto bajo un parche de seda negra, igual que un pirata. Una pálida cicatriz que empezaba en la raíz del cabello le zigzagueaba por el ojo tapado y seguía mejilla abajo hasta desaparecer bajo el cuello de su almidonada camisa azul. Un traje azul oscuro de raya diplomática completaba su imagen siniestra.

– Doctor Crew, gracias por venir hasta aquí -dijo la figura de la silla, esbozando una leve sonrisa que no suavizó en absoluto su rudeza-. Por favor, siéntese.

Garza se quedó en un rincón, de pie, mientras Gideon tomaba asiento.

– Vaya -suspiró-, veo que no hay ni café ni agua.

– Me llamo Eli Gli