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El Oberkriegsgerichtsrat doctor Jeckstadt tenía hambre, Todos aquellos legalismos le aburrían. Había demasiados casos. ¡Y todos tan triviales…! Eran asuntos que hubiesen debido solucionarse por vía administrativa. Consultó su reloj de oro. Era la una. Tampoco aquel día llegaría a su casa antes de las tres. Además, aquella noche tenía bridge. ¡Al diablo con aquel teniente! Y Beckma

– Explíquese -rezongó-. Pero sea breve.

– Después de cuatro días y cuatro noches de combates ininterrumpidos con Secciones rusas de Cazadores y Caballería -empezó el teniente Ohlsen-, mi Compañía reforzada de unos trescientos hombres, quedó reducida a diecisiete. Todas mis armas pesadas fueron destruidas. Casi no quedaban municiones. Sólo funcionaban dos ametralladoras ligeras. Todos los cartuchos que quedaban debían ser reservados para esas ametralladoras. Hubiésemos sido aplastados. Luchábamos en una proporción de uno contra quinientos. Delante y detrás de nosotros había fuego intenso de granadas. En todo el territorio, fuego graneado de armas automáticas. Toda prosecución del combate debía ser considerada como obra de un loco.

– Su hipótesis es interesante -interrumpió el doctor Beckma

El teniente Ohlsen contempló con calma al fiscal que gritaba, que se excitaba hasta un grado insospechado, con fanatismo. Así le habían conocido los jóvenes estudiantes, antes de la guerra, cuando enseñaba en la Universidad de Bo

– Herr Oberkriegsgerichtsrat -dijo tranquilamente el teniente Ohlsen-, al hablar de la obra de un loco, no pensaba en el Führer, sino en mí mismo. Hubiese sido una locura proseguir la lucha. Nuestra situación había cambiado por completo desde el momento en que había recibido la orden de ocupar aquella posición. Las columnas de tanques rusos estaban muy a retaguardia nuestra.

– ¡Esto no nos interesa! -gritó el doctor Beckma

– No encontramos el Regimiento hasta tres días después haber abandonado nuestra posición.

– Gracias -interrumpió el presidente-. Creo que ya hemos escuchado lo suficiente. El acusado confiesa haber dado la orden de abandonar las posiciones cerca de Olenin. El Führer ha dicho claramente: «El soldado alemán permanece allí donde está» La acusación de cobardía y de deserción está clara. -Miró al teniente Ohlsen con aire inquisidor y goleó la mesa con su lápiz-. ¿Tiene algo que añadir?

– Herr Oberkriegsgerichtsrat, por mi documentación verá que he obtenido varias condecoraciones por actos de valor. Esto debe constituir una prueba de que no soy cobarde. En aquella posición cerca de Olenin, no me preocupé de mí mismo, pero alrededor, en la nieve, había doscientos setenta camaradas muertos. Varios se habían suicidado por temor a caer heridos en manos de los rusos. Sólo diecinueve vivían aún, y todos ellos estaban heridos. Nuestros suministros se habían agotado. Comimos nieve para engañar el hambre. La mitad de los hombres debía apoyarse en un camarada para andar. Un tercio sufría congelaciones graves a causa del intenso frío. Ya mismo estaba herido en tres lugares distintos. En consideración a mis hombres supervivientes, di la orden de repliegue. Destruimos todas las armas abandonadas. Nada utilizable cayó en manos de los rusos. Hicimos volar la vía férrea en varios lugares. Plantamos campos de minas para retrasar el avance del enemigo.

– Es un verdadero cuento -dijo el doctor Beckma



El teniente Ohlsen miró desesperadamente a su alrededor. Era como si pidiera auxilio a las paredes de aquel local, frío y sin piedad. Entonces, abandonó la partida. Se dejó caer pesadamente en el banquillo. Le faltaba valor para proseguir. Comprendía perfectamente que todo había terminado. En el ultima banco de los auditores acababa de descubrir a un hombrecillo delgado, vestido de negro, con un clavel rojo en el ojal. El Bello Paul, el Kriminalrat Paul Bielert, había acudido para asegurarse de que el tribunal realizaba correctamente su trabajo.

El presidente, el doctor Jeckstadt, también se había fijado en aquel hombrecillo vestido como si tuviera que asistir a un entierro. Tras las gafas oscuras, los helados ojos azules barrían el local como los haces de un radar. Estaba sentado y fumaba, indiferente a todos los letreros en los que se prohibía fumar. El doctor Jeckstadt estuvo a punto de echarse a gritar Aquel fumador insolente le llenaba de rabia. Pero uno de sus asesores le indicó quién era aquel sujeto. Por lo tanto, decidió callarse.

El acusador había descubierto también a Paul Bielert. Un nerviosismo evidente se apoderó de él. La aparición del jefe del IV-2a, era siempre presagio de conflictos. ¿Habrían descubierto algo? Aquel Bielert era peligroso. Nunca se sabía dónde asestaría el golpe siguiente.

Hacía cuatro años, había habido aquella historia de la incautación. Pero no podían descubrir nada al respecto. Hacía mucho tiempo que los otros tres habían muerto, y la señora Rosen había sido ahorcada. El doctor Beckma

Inconscientemente, el doctor Beckma

Hizo un esfuerzo supremo para recobrar la serenidad. Estaba en una sala de justicia prusiana y no en una cloaca de la Gestapo; y él, Beckma

Decidió coger el toro por los cuernos. Con sonrisa arrogante, dirigió su mirada hacia Paul Bielert. Vio un rostro pálido, los ojos grises y helados, la boca pequeña. Lentamente, su sonrisa desapareció. Volvió la espalda a Paul Bielert, pero siguió sintiendo en su espalda los ojos del Kriminalrat. Experimentó un gran deseo de precipitarse fuera de la sala, de saltar a una barca y de remar como un loco hacia Inglaterra; el único lugar donde casi estaría fuera del alcance de las garras de Paul Bielert.

De pronto, se dio cuenta de que el tribunal esperaba sus conclusiones antes de retirarse a deliberar. Dio un gritó, como desesperado, para subrayar su irreprochable patriotismo.