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El chofer SS sopesó el cigarrillo liado a mano, lo olfateó.

– Creo que eres un maldito embustero -murmuró-. No huelo nada. Ábrelo para que vea las bolas.

– ¡Te digo que hay una en cada cigarrillo, es la pura verdad! -protestó Porta.

Escupió hacia la banderita SS que adornaba el guardabarros delante del «Mercedes» gris.

El SS devolvió inmediatamente la fineza, escupiendo hacia el monumento a los soldados muertos en la otra guerra,

– Tengo varios neumáticos de automóvil -ofreció el SS-, pero queman los dedos.

– También tu trasero quemará si algún día te pescan -le profetizó Porta-. Te enviarán con nosotros.

Y, sin transición, prosiguió:

– Fui chofer como tú, con un coronel. Pero me liquidó.

– ¿Por qué? -preguntó el SS.

– Lavé nuestro estandarte y me tragaba su comida. Cuando le enseñé el estandarte bien limpio y planchado, estuvo vociferando cuatro horas seguidas Aseguró que la mierda que había quitado era la pátina de Austerlitz.

– Tengo una dirección donde las gachís suben semidesnudas a un cuadrilátero y la emprenden a mamporros.

Porta aguzó el oído, mientras sus mejillas se sonrojaban. Se sonó.

– ¿Es verdad?

– Sólo con algunos trapos. Zapatos, medias y portaligas. Todo negro, con encajes.

– ¿Y es posible ir con esas gachís?

– Sí, si te apetece, puedes coger una docena.

Se sentaron en el estribo del automóvil. Cerraron la ope,-¡,- clón rápidamente.

PORTA Y EL SS

Un día, detuvieron al teniente Ohlsen. Hacía dos años que estaba en la Compañía, y desde 1938 servía en el Regimiento. Tenía muchos camaradas en el l.er Regimiento Blindado. Sí, algunos incluso habían sido soldados rasos con él en el 21.° Regimiento Blindado.

Se le acusaba de sostener relaciones con un grupo de oficiales rebeldes. Más tarde, supimos que le había denunciado su propia mujer.

Un oficial y dos policías militares vinieron a buscarle. Llegaron una mañana, subrepticiamente, poco antes del ejercicio Les hubiera gustado marcharse tan furtivamente como habían llegado. La experiencia les había demostrado que era lo mejor. Nada de ruido. Era mejor que esas cosas ocurrieran a la chita callando.

Pero les vimos. Avisamos al coronel Hinka. El oficial adjunto se precipitó para detener a los policías cuando éstos salían del edificio de la Compañía. Se cerraron las puertas. Nadie podía salir del cuartel.

El oficial adjunto sonrió amablemente al jefe de los policías.

– Nuestro comandante desearía hablar con usted, teniente. Acompáñeme a su despacho, por favor.

El teniente y los dos policías le siguieron, sin soltar al teniente Ohlsen.

Una fuerte discusión estalló en el despacho del coronel Hinka. Los hilos telefónicos zumbaban. Se estableció contacto con todos los servicios posibles. Primero, con la Kommandantur de Hamburgo. Sin resultado. Con la División de Ha

En última instancia, Hinka se puso en comunicación con la Oficina de Personal del Ejército en Berlín, donde consiguió hablar con el general de Infantería, Rudolph Schmudt.



Tanta actividad en un día normal no pasó inadvertida en la Gestapo.

Un largo «Mercedes» gris, con dos SS Unterscharführer y un hombrecillo de paisano, completamente vestido de negro, se detuvo ante el Puesto de Mando del Regimiento. El paisano parecía a la vez ridículo y terrible. Se diría un empleadillo que asistiera a un entierro con un traje alquilado. Sombrero hongo, negro; abrigo negro, guantes blancos, algo grandes; bufanda blanca con varias vueltas alrededor del cuello. Y, como remate, un paraguas negro con pomo amarillo. El rostro del individuo era puntiagudo y pálido. Hacía pensar en una rata friolera.

El capitán de caballería Brockma

– ¿Quién diablos es? -preguntó al suboficial de servicio.

– Lo ignoro, mi capitán. Le he pedido la documentación, pero ha seguido subiendo la escalera, como sí le hubiese hablado a un muerto.

– Un muerto -repitió, riendo, el capitán-. Más bien diría yo un loco. Un hombre normal no se vestiría así. -Cogió el teléfono-: Paul, una especie de simio llegará dentro de un momento. Envíamelo escoltado. Se pasea por el edificio como por una tasca pública.

Dicho eso, rió alegremente y se frotó las manos, satisfecho. El capitán Brockma

Brockma

Brockma

El hombre sonrió sardónicamente, inclinó la cabeza y les siguió, sin despegar la boca hasta el puesto de Policía.

El capitán de caballería Brockma

– ¿Cómo diablos se atreve a merodear así por el cuartel? -empezó a decir el capitán-. Los paisanos no tienen nada que hacer aquí dentro.

Se balanceaba, elevaba progresivamente el tono de su voz.

– ¿Tiene las orejas tapadas o las mandíbulas paralizadas cretino? ¡Ni tan siquiera ha obedecido al requerimiento del oficial de servicio!

Se golpeó las botas con su fusta e hizo tintinear sus espuelas. Siempre llevaba cadenas en las espuelas, que hacían un ruido formidable. Brockma

– Podría hacerle encerrar hasta que se pudriera. A un tipo corno usted se le puede ocurrir la idea de volar el cuartel. Tiene un aire peligroso.

Los oficiales pataleaban de risa.

El paisano permanecía serio, sin pestañear, como si aquello no fuera con él.

– ¿Tiene permiso para llevar armas? -prosiguió el capitán Brockma

– Va en gran uniforme de saboteador -comentó el teniente Berni, encantado.

Estallido general de risa. Todos daban vueltas en torno al paisano y lo examinaban como si se tratara de uno de los mayores tesoros del Museo Nacional.

– Le convendría ser soldado -dijo el teniente Reichelt, que era considerado como el mayor erotómano de todos los oficiales.

Siempre tenía, por lo menos, tres amantes a la vez, y nunca conservaba la misma más de un mes. En la vida civil era negociante en vinos. Nunca había estado en el frente. Se consolaba con champaña o con coñac.

El capitán de Caballería colocó la fusta bajo la barbilla del hombrecillo.

– ¿Cómo se las arregló su padre para fabricar un individuo de su especie?

– Parece una salchicha -graznó el comisario en jefe. Schmidt, encantado.

Siempre comparaba a la gente con productos comestibles. Sólo vivía para comer. Había estado al borde de la locura cuando desaparecieron cincuenta y dos cajas de salchichas de Turingia. Amenazó y gritó de tal modo que se le oía desde fuera del cuartel, como si hubiera ocurrido un terremoto en Intendencia. Pero, bruscamente, no se oyó hablar más de las salchichas desaparecidas. Es más, Schmidt aseguró que nunca habían existido, y esto, a pesar de que ocho hombres hubiesen estado dispuestos a jurar que habían sido sustraídas de un almacén secreto, cerrado con llave, en el que nadie tenía derecho a poner los ojos, como no fuera escoltado por el comisario. Aquel almacén no tenía ventanas. Sólo paredes macizas. La puerta metálica tenía cuatro cerraduras y estaba provista de un mecanismo antirrobo que se verificaba cada día.