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– ¡Cuidado! ¡Viene alguien!

Escuchamos. A lo lejos, se oían unos pasos. Porta asomó el cañón de su fusil por una almena.

– Si es un tipo de la Gestapo, me lo cargo. Explicaremos que le hemos confundido con un saboteador.

– ¿Estás loco? Tendremos conflictos.

– ¡Qué importa! Vale la pena.

Se oyó un ruido metálico.

– Son Hermanito y Heide -dijo Porta.

Los descubrimos. Salían de detrás del refugio del parque. De vez en cuando, se detenían y agitaban mucho los brazos. Hermanito llevaba una botella en la mano.

– ¡Alabado sea Dios por la pata hueca del caballo imperial! -dijo Porta-. A nadie se le ocurriría mirar allí.

Hermanito dejó oír su risa característica. Julius Heide rezongaba.

– Ya verás esa especie de cerdo -gruñó-. No puedo soportarlo.

– Es un «homosocialista», un verdadero cretino -decía Hermanito.

– Es una basura. Le aplasto los hocicos -prometió Heide. Se detuvo, escupió en la acera y golpeó encima con su bota claveteada-. Esto es lo que haré con él.

– He visto a muchos cerdos en mi vida -prosiguió Hermanito, gesticulando.

Perdió su casco, que rodó por la acera con un ruido enorme.

– Están hablando del Feldwebel Brandt -dijo Porta, riendo-. Éste está predestinado a que lo asesinen, y algo me dice que Hermanito y Julius son los hombres escogidos para realizar esta tarea.

Hermanito recogió su casco, volvió a colocarlo en su sitio, y anunció:

– Voy a saltar sobre su barriga hasta que reviente.

Heide asintió con los dientes apretados.

– Hermanito, sólo pensarlo me da vueltas la cabeza. Todo era reglamentario. Soy el soldado mejor vestido y más cuidadoso de todo el Regimiento. Sí, de toda la División, e incluso, ¡mierda!, de todo el Ejército.

– Esto sí que es cierto -gruñó Hermanito-. Nadie te llega ni a la suela de los zapatos. Ni siquiera el Hauptfeldwebel Edel. Eres el soldado más guapo del Ejército.

Heide asintió muy orgulloso y se colocó reglamentariamente en el hombro su fusil ametrallador.

– Aún más, Hermanito: el más guapo del mundo. Fíjate en mi barboquejo. Cinco años de mi paga a que no puedes encontrar ni el menor rastro de moho. ¡Si han llegado a examinarlo veces y más veces este barboquejo! Pero nunca han encontrado el más pequeño fallo. En la escuela de suboficiales acababan por mirarnos el trasero cuando no encontraban nada más.

Heide se inclinó hacia el suelo.

– Adelante, Hermanito. Mi trasero también está limpio. Me lo lavo tres veces al día con un guante de aseo. Mi peine está aún más limpio que cuando lo compré. Mide las uñas de mis pies: medio milímetro: ni más, ni menos. ¿Qué es lo primero que hago después de cavar un agujero? ¿Eh, Hermanito?

– Te limpias las uñas -murmuró éste.

– Exactamente, y con un limpiaúñas. No con la bayoneta, como tú y los demás.

Heide se quitó el casco.

– Dime si encuentras un solo cabello que no sea reglamentario. Incluso mis piojos andan a paso de marcha y circulan por la derecha. Pero Leopold Brandt, el Feldwebel del diablo, me ha atrapado a causa de una raya torcida. Es la primera vez en los anales de la guerra que le ocurre una cosa así a un soldado como yo. ¿Sabes lo que se ha inventado para demostrar que mi raya no era derecha? Un telémetro de artillería. Me ha hecho colocar en el otro extremo del terreno de ejercicios, después ha subido al techo de la 3.ª Compañía y, mirando por el telémetro, ha demostrado que mi raya no era bien recta. Pero te juro que no volverá a ocurrir. Desde ahora, me peinaré hasta los pelos del trasero. ¿Por qué es de esta manera?

Hermanito se sonó ruidosamente con los dedos, carraspeó, echó la cabeza hacia atrás como un lama y apuntó con justeza al águila de la cruz gamada que había en la pared.



– Debieron molestar a su madre cuando le llevaba.

– Es un aborto -dijo Heide.

– ¡Ah! ¡Si pudiéramos llevárnoslo con los rusos…! Le enviaríamos delante, el primero, y nosotros atacaríamos al cabo de dos horas. A mí me atrapó a causa de un dedo del pie aplastado.

– Esto es muy propio de Leopold -exclamó Heide en la calle silenciosa.

Y golpeó furiosamente el suelo con la culata de su fusil ametrallador.

Entraron en el refugio.

– ¿Vais a cargaros a Leopold? -preguntó Porta.

– Sí, confía en nosotros. Estamos hartos -siseó Heide-. Si en el próximo ejercicio de tiro real conseguimos tenerlo en el 3 como marcador, se ha terminado el guapo Leopold.

– ¿Cómo lo haréis? -pregunté.

Hermanito se dobló por la cintura e hizo un ademán a Heide.

– ¿Se lo decimos?

Heide asintió.

– Si juran no decirlo a nadie…

Porta y yo lo prometimos.

Hermanito se mostró radiante, bebió un largo sorbo de «Slibowitz», eructó y pasó la botella a Porta.

– Escuchad bien. El otro día, cuando estaba de servicio en el comando de operaciones, en el campo de tiro, empecé a meditar una pequeña sorpresa para el llamado Leopold Brandt. Me las arreglé para ser el comodín del Oberfeldwebeld Paust. Había que cambiar una placa en el 3. Ofrecí cerveza a toda la pandilla, para que tuvieran que orinar incesantemente, y no se atrevieron a hacerlo fuera de las letrinas. Ya sabéis que Hinka se pone furioso si los refugios apestan. Detesta que se orine sobre el Tercer Reich. Así, pues, en cuanto se marcharon soldé la placa muy baja. De este modo, la cabeza queda sin protección cuando se está en pie en el observatorio. Admirad mi trabajo, muchachos: nadie sospechó que estaba en el 3. El andamiaje está cubierto con arena fina. Ya sabéis que a Leopold le gusta hacer el cretino en el observatorio. Como es Anda o Revienta quien establece las listas de tiro, le será fácil situar a Leopold en el 3. Siempre terminamos con unos disparos con teleobjetivo, y sólo contra el 3. ¿Empezáis a entenderlo?

Hermanito se retorció de risa. Dirigiéndose a Heide, dijo:

– A ti, Julius, y a ti, Porta, no os costará nada colocar unas balas en la aspillera donde Leopold tiene la cabeza. ¿Y es culpa vuestra si disparáis un poco desviado?

– Todo es muy lógico -aprobó Heide-. Casi resulta demasiado sencillo para ser cierto. Pronto tendremos ejercicios de tiro real. Anda o Revienta nos los ha dicho. Ni el Führer en persona puede salvarle la cabeza a Leopold. Y hacia el final del ejercicio, pues el legionario nos habrá colocado los últimos de la lista, vaciaremos los cargadores en la aspillera de Hermanito.

– ¿Y si baja del observatorio? -observé.

– Hemos pensado en eso -dijo Heide-. Lo hemos cronometrado. Necesitará por lo menos diecinueve segundos para alejarse de la aspillera, y en diez segundos Porta y yo tenemos tiempo sobrado para meterle dos balazos en la sesera. En toda su vida ha estado tan atrapado.

Hermanito permanecía doblado sobre sí mismo.

– Se quedará calvo hasta por dentro del cráneo.

– Es el mejor asunto desde hace mucho tiempo -exclamó Porta.

– Cuidado -les advertí-. Si el Viejo sospecha algo, estamos listos. Esto es homicidio premeditado.

– Oye, ¿crees que estás en el Ejército de Salvación? -preguntó Porta-. ¿Homicidio? ¡Legítima defensa! Si estrangulas a una prostituta, eso sí que es homicidio.

– Eso sólo lo hacen los malos sujetos -dijo Hermanito-. Pero, de todos modos, están condenados a muerte. Leopold me castigó por un dedo del pie. Todo lo demás era impecable. Lo había repartido todo a los reclutas con orden de dejarlo en perfecto estado. Uno de ellos puso mala cara; me ocupé de él sin pérdida de tiempo. Después, me limpió el fusil como nunca lo había limpiado nadie. El propio Leopold se quedó atónito.

– ¿Qué le hiciste? -preguntó Heide-. ¿Le atizaste?

– Desde luego. Le pegué dos o tres mamporros. Pero no era suficiente. No, le metí los hocicos en la fosa de las letrinas de los prisioneros rusos. Incluso un viejo sargento que había entre los prisioneros me dio la razón cuando supo el motivo. Hasta me propuso que le dejara ahogar dentro; pero yo soy humano. Le nombré mi ordenanza personal con derecho a ofrecerme cerveza todos los sábados.