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Barcelona fue destinado al servicio interior. En la lista figuraba como ordenanza de oficina, pero donde más se le veía era en la cantina o en la armería. Se alegraba de estar de nuevo en la Compañía. En el hospital nunca se estaba seguro. Podían hacerle a uno lo que les pareciera. Y tampoco se sabía nunca adonde se le destinaría una vez dado de alta.

Recién llegado a un grupo al que no se conoce significa prácticamente la muerte. Los trabajos más peligrosos correspondían siempre al nuevo: las minas y los alambres eléctricos. En la Compañía se estaba entre amigos. Uno se sentía seguro.

– Esta noche estamos de guardia -explicó Barcelona-. Inspección en el cuartel a las 19 horas.

– ¿A quién guardaremos? -preguntó Porta-. Si por lo menos fuese un burdel.

– No te hagas ilusiones -contestó riendo Barcelona-. Es en la plaza Karl Muck.

– ¡Diantre! ¡Custodiar a la Gestapo! -exclamó, extrañado, Steiner.

Barcelona dejó la orden ante el Viejo, quien la leyó con indiferencia:

-Segunda sección, 5.ª Compañía, se presentará como guardia en la SHA [18], plaza Karl Muck, Hamburgo; comandante de la guardia: Feldwebel Willie Meter. Segundo: Feldwebel Peter Blom.

– Si esto sigue así, pronto nos convertirán en SS -comentó Heide.

– No es exactamente la clase de trabajo que me gusta -dijo Stege-. No podían darnos nada peor.

– ¿Tú crees? -preguntó Barcelona-. La 4.ª Sección aún ha salido peor librada. Será el comando de ejecución para la Wehrmatch en Fuhlsbüttel.

– Tal vez podamos ganar algunas perras. -El rostro de Hermanito se iluminó-. Cuando se libera a alguien suelta la pasta con más facilidad.

– Supongo que no serás capaz de sacar dinero a la gente en apuros -le reprochó Stege.

– ¿Por qué no? En esos casos, se puede agradecer los servicios de un buen camarada -dijo Hermanito.

– Es evidente -dijo Porta, convencido-. Pero es arriesgado.

– Hemos bebido demasiada cerveza -dijo Heide, sin transición.

Y contó los cartoncillos.

– Y tú lo pagas todo -decidió Hermanito con un tono que no admitía réplica-. Sé que tienes dinero en el reverso de tus botas.

– ¿Cómo lo sabes? -confesó Heide, atónito.

– Te lo explicaré, Julius. El otro día necesitaba pasta. Y buscando, miré también entre tus botas. Tu armario está mal cerrado.

Heide se quitó nerviosamente una de sus botas, sacó un fajo de billetes que había entre el cuero y el forro; contó el dinero.

– ¡Me has robado! Faltan cien marcos.

– ¿Sí? ¡Eso no está bien!

– Tú los has robado -acusó Heide.

– ¿Quién dice eso?

– No puedes negarlo -vociferó Heide, fuera de sí.

– ¿Quién va a impedírmelo? La ley es bien clara; no basta con creer y pensar, se necesitan pruebas.

– Te denunciaré -amenazó Heide-. Robo en perjuicio de un suboficial. Puede costarte caro, Hermanito. Irás directamente a Torgau. ¡Menuda risa!

– No harás nada -dijo Hermanito, categóricamente-. Si me hechas en brazos de la GFP, tal vez se me ocurra la excelente idea de colaborar. Cuando hubiera terminado, tu caso llenaría varias carpetas.

– ¡Soplón! -exclamó Heide, asqueado.

Hermanito, riendo, replicó:

– En tal caso, somos colegas.

– ¿Y si compráramos y nos llevásemos una o dos botellas de cerveza? -propuso Porta-. La Escoba prepararía la mezcla. Las pondríamos en el refugio abandonado. Los cazadores han estado de guardia los dos últimos meses. Parece que es un escondrijo formidable. Ni un solo jefe baja a la cueva donde está el Cuerpo de Guardia.

– ¿A la cueva? -preguntó Steiner-. Pero también están los calabozos.

– Sí, pero sólo calabozos de paso -explicó Porta-. Sacan a los prisioneros al día siguiente de ingresar. Los que aún no han terminado con la Gestapo son llevados a la parte alta del edificio, al desván.

Heide, que había renunciado a recuperar sus cien marcos, intervino en la conversación.

– Podríamos esconder las botellas en la pata hueca del caballo del emperador.

– Esta idea es mía -aseguró triunfalmente Hermanito-. Siempre descubro escondrijos imposibles.

– Sí, ya lo hemos notado -dijo Heide con sequedad, pasándose una mano por la bota.

– Compremos seis botellas -propuso Hermanito-. Es lo que cabe en la pata del caballo. -Vociferó en dirección a la Escoba-: ¡«Dortmunder», así! -Indicaba la cantidad con los dedos-. El resto, «Slibowitz».



– Oui, camarade -dijo el legionario.

– No hay que sacudirla, cretina -exclamó Hermanito irritado, arrancando la botella de las manos de la Escoba.

– Con calma -aconsejó la Escoba.

– Cállate, desgraciada, o te pegaré un mamporro. Sacudir nuestra cerveza… Hay que verterla muy suavemente. Así.

– ¿Por qué? -preguntó tontamente la Escoba.

– No lo sé -repuso Hermanito-, pero así es.

La Escoba trajo otras dos botellas y cogió silenciosamente el dinero. Comprobó con cuidado cada billete, para asegurarse de que no eran falsos.

Los hizo desaparecer en el monedero que llevaba sujeto a la cintura, bajo el delantal. Sin una palabra, se volvió y se encaminó hacia el bufete. A medio camino, una blasfemia de Porta la inmovilizó.

– ¡Que las llamas del infierno te devoren! ¿Qué has hecho con el jengibre?

Y levantó las botellas.

– Lo he olvidado -murmuró la Escoba.

– ¿Olvidado? Y te atreves a confesarlo. Puedes olvidar todo lo que quieras, incluso tu pesario, pero el jengibre…

– Ya está bien -gruñó de nuevo la Escoba echando en la mesa una bolsa de jengibre.

– ¿Crees que esto es un autoservicio? -preguntó Porta, devolviéndole la bolsa.

– ¡Oh, vete al cuerno! -gritó ella. Pero, a pesar de todo, empezó a llenar las botellas-. ¡Ojalá hubiese sido arsénico! -exclamó antes de retirarse.

Steiner salió de los lavabos.

– ¡Qué bueno es cuando se tiene ganas! Creía que estaba en el noveno mes y que iba a parir un barril de cerveza.

Cogió su jarra semillena y la vació de varios sorbos. Su nuez se movía como un huevo que baila en el agua hirviente. Eructó vigorosamente y, dejando con estrépito la jarra, se limpio groseramente los labios con una manga. Después, lamió lo que quedaba.

– Estaba bueno -dijo.

– ¿Qué estaba bueno? -preguntó Porta, repentinamente belicoso. Provocativo, se había instalado de modo que ocupaba todo el espacio libre-. Cuéntanos eso que encuentras tan bueno.

– Orinar.

– ¿Por qué?

Steiner se quedó’ boquiabierto. Buscaba las palabras. Se rascó la punta de la nariz.

– Pues, es evidente. Es bueno porque se tienen ganas. -Sonrió con orgullo-. Eso es.

– Eso no está bien. ¿Tienes telarañas en la sesera? -preguntó Porta-. ¿Acaso lo haces cuando no tienes ganas?

Heide se inclinó sobre la mesa, sonriendo malévolo.

– Explícanos cómo resulta cuando no se tiene ganas.

Todos lanzamos una carcajada.

– ¡Qué cretino! -vociferó Porta, señalando a Steiner-. Quiere hacernos creer que va al urinario sin tener ganas.

Steiner se puso nervioso. Enseñó su puño a Porta.

– ¡Maldito pelirrojo! ¿Quieres que te dé en el hocico?

– Oh, como te plazca -replicó Porta, riendo.

Furioso, Steiner le lanzó un puñetazo. Porta se agachó rápidamente.

– Señor, hubieses podido tocarme. La violencia es cosa muy grave.

Steiner estaba fuera de sí. Agitaba sus brazos como aspas de molino, pero Porta evitaba los terribles golpes.

Steiner echaba fuego. Cogió una jarra y se la arrojó a Porta. El recipiente se hizo añicos contra la pared.

La Escoba acudió con una cachiporra en la mano.

– ¿Quién ha tirado la jarra? -vociferó, histérica.

Diez hombres señalaron con entusiasmo a Steiner.