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Para un oficial del frente, los hombres estaban limpios. Sorprendentemente limpios. Toda la vieja porquería había desaparecido. Nos habíamos lavado en el agua glacial del arroyo. Estábamos empapados, pero limpios. Por supuesto, sería imposible satisfacer a un viejo oficial de guarnición como el comandante Von Vergil. Según él, éramos sucios por definición.

Despotricó contra los correajes sin brillo. No le interesaba saber cómo podíamos conseguir pulimento.

Cuando nos dejó, cada hombre de la Compañía parecía un montón de estiércol. Ordenó una nueva revista para la mañana siguiente. Y continuó así durante tres días. El comandante distribuyó generosamente penas de prisión, penas que había que cumplir cuando nos relevaran. A otro destacamento le condenaron a avanzar a rastras durante cinco kilómetros, con máscara de gas y todo el equipo.

Aquello costó la vida a un recluta. Hemoptisis.

El teniente Ohlsen intentó desesperadamente ponerse en contacto con nuestro Regimiento, pero la confusión era total por doquier.

Cosa curiosa: los rusos nos dejaban tranquilos. El único testimonio de su presencia era un fuego de infantería disperso. Pero se combatía más hacia el Norte. Día y noche, podíamos oír detonaciones de todas clases.

El comandante se comportaba como un loco. Parecía que quisiera que nos aniquilaran. Nos hacía emprender las exploraciones más estúpidas.

Una mañana, a primera hora, nos envió a que localizáramos las fogatas en pleno campo de minas. La exploración nos costó tres hombres. Mandaba llamar constantemente al teniente Ohlsen, quien, con peligro de su vida, debía recorrer tres kilómetros para presentarse en el Estado Mayor y contestar unas cuantas preguntas estúpidas.

– Es peor que el comandante Meyer -gruñó Porta -. Pero, esperad. Cuando ataquen los rusos, me encargo de enviarle un pepino a la sesera.

Pasaron los días. En nuestro sector todo siguió en calma. Si el comandante nos hubiese dejado en paz, habríamos estado muy bien. Desde luego, tanto enfrente como en nuestras filas, había tiradores escogidos. Así, pues, de vez en cuando, los imprudentes recibían un balazo; pero ya estábamos acostumbrados a eso. No le dábamos importancia.

Hermanito estaba convencido de que la guerra terminaría pronto y de que podríamos volver a nuestras casas.

– Celebraré una juerga de seis meses seguidos -decidió Heide con convicción.

– No, por el Profeta. Desgraciadamente dista mucho de haber terminado -dijo el pequeño legionario.

En aquel momento llegó Barcelona.

– Menudo alboroto hay en el Estado Mayor -jadeó-. Iván ha debido de romper toda el ala izquierda.

El Viejo se levantó sin prisas, se guardó la pipa en un bolsillo, amartilló la ametralladora.

Lo temía. Aquel silencio era demasiado hermoso para ser cierto. Ahora empezaban las preocupaciones. Teníamos a Iván en la espalda.

– Avisad a los destacamentos -vociferó el teniente Ohlsen-. A toda prisa, señores.

A nuestras espaldas oímos disparos confusos, mezclados con explosiones de granadas de mano y de minas.

Adormilados, los destacamentos acudían a formar ante el grupo de mando.

– Teniente Spät, quédate aquí con el primer destacamento para cubrir el camino -ordenó el teniente Ohlsen-. Coloca bien tus fusiles y cúbrenos cuando regresemos. El resto de la Compañía, en columna de a uno detrás de mí.

Hermanito se puso un cigarro enorme en los labios. Siempre hacía lo mismo cuando íbamos a atacar con arma blanca. Se sujetó bien la correa de su metralleta sobre el pecho. La larga bayoneta triangular relampagueaba de una manera siniestra en el extremo del fusil. Hermanito se echó el sombrero hongo hacia la nuca y gruñó, satisfecho:

– Vamos.

Ascendimos la colina a paso de carga. Porta rezongó:

– ¡Menudas carreras hay que dar en esta puerca guerra! Con lo poco que a mí me gusta.

Encontramos a dos reclutas, tras una piedra. Estaban medio locos de terror.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el teniente Ohlsen, empujándoles un poco con el cañón de su fusil ametrallador.

– Todo ha terminado -jadeó uno de ellos- Los rusos se han presentado de repente. No sabemos de dónde.

– Merde! -exclamó el legionario.

Y observó el senderito que conducía al chalet.



– No lo entiendo. Nosotros dos montábamos la guardia. Los otros se habían acostado. El comandante no quería creer a los viejos soldados del frente que intentaban ponerle en guardia. Despotricaba contra ellos y decía que estaban nerviosos. Que los rusos eran unos cobardes y que nunca se atreverían a atacar. Ayer dijo al Estado Mayor que no había más peligro en la guarnición durante un ataque aéreo, que aquí, en el frente.

– Y entonces se ha presentado Iván -dijo Barcelona.

El joven recluta asintió.

– No les hemos oído hasta que han estado ahí. Todo ha sido increíblemente rápido. No han hecho ni un disparo; sólo han empleado los cuchillos y las culatas. El teniente Khal ha sido el único que ha conseguido lanzar una granada. Nosotros hemos huido, y así hemos conseguido salvar la vida.

– ¿Y el comandante? -preguntó con indiferencia el teniente Ohlsen.

– No sabemos. Estábamos fuera cuando ellos han llegado.

– Espero, ¡por el amor del cielo!, que le hayan cortado el trasero y se lo hayan metido en los hocicos -dijo Porta con una risotada-. Si lo han hecho, les enviaré un hermoso regalo de Navidad.

– Sin duda, habían oído hablar de ese puerco -dijo Hermanito-. Esperemos aquí hasta que se los hayan cargado a todos, mi teniente. Esto complacerá al buen Dios y podremos ir al cielo.

– Seguidme -ordenó secamente Ohlsen.

– Porta, vamos a darnos otra carrera -dijo riendo Hermanito.

Se pasó el enorme cigarro de un extremo al otro de los labios.

Cuando traspusimos la cumbre, vimos el chalet del comandante. El lugar hormigueaba de rusos que chillaban y cantaban.

– Apuesto a que han encontrado el bebercio del comandante -dijo Barcelona, sonriendo.

– Vamos antes de que se lo beban todo -propuso Hermanito, nervioso.

Papeles, cartones, pedazos de uniforme salían volando del primer piso. El saqueo había empezado ya.

– No se aburren -comentó Porta-. Cuando nos vean, se llevarán una sorpresa.

– Sobre todo, cuando se den cuenta de que somos muy diferentes de ésos que acaban de triturar -añadió Heide, acariciando su carabina.

La canción del cosaco que ha encontrado a dos muchachos llegaba hasta nosotros.

– Montad las bayonetas -ordenó el teniente Ohlsen fríamente-. Dirección, el chalet.

Hermanito se quitó el cigarro de los labios y se volvió hacia Porta.

– Bueno, una carrera más.

– Me duelen los riñones -respiró Porta, jadeante-. Estoy harto. Siempre corriendo.

Desplegados en guerrillas, los hombres asaltaron el chalet.

El Viejo, el legionario y yo corríamos junto al teniente Ohlsen.

Como paralizados, los rusos contemplaban a aquellos hombres que se precipitaban hacia ellos aullando como salvajes.

Nuestras armas automáticas crepitaron contra los rusos, atónitos. Los primeros caían ya. El ataque sólo había durado unos minutos. Después, llegamos junto a ellos.

Fue un combate sangriento y salvaje, en el que cada uno luchaba por su vida. Las bayonetas penetraron en la carne viva, perforaron los pechos.

Yo tenía frente a mí a un enorme teniente ruso, que utilizaba su metralleta como si fuese una cachiporra. Me eché a un lado para evitar el golpe homicida. Automáticamente, di una estocada vertical con mi bayoneta. Percibí una breve resistencia y, luego, el acero se clavó en la ingle del oficial, que cayó hacia atrás profiriendo gritos atroces. En su caída, casi me arrancó el fusil de las manos. Apoyé un pie en el vientre del ruso para recuperar mi arma, que se rompió. Con un pedazo de la misma en la mano, me precipité de nuevo hacia delante. Yo no era un hombre, sino una máquina de matar. Por miedo. Por placer. Por necesidad.