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– Pero, ¿qué hará su Compañía si les atacan? -pregunto inquieto el teniente ruso.

Porta se echó a reír.

– No hay cuidado. Esos de enfrente son soldaditos de pacotilla. Lo mismo los de al lado. De lo contrario, Hermanito y yo no podríamos divertirnos de esta manera. Deben de creer que están paseando por Moscú.

– Está completamente loco -dijo, riendo, el teniente Ohlsen-. ¿Cuándo piensa empezar la representación?

– A las tres en punto. Hermanito, yo y Anda o Revienta nos marcharemos hacia las dos y media. Pero tiene que ser a las tres en punto. Porque, en ese momento, nos lanzaremos a fondo. Y, además, no creo que ahí enfrente sólo haya estúpidos.

– Gracias de todos modos -sonrió el teniente ruso.

– ¿Por qué a las tres? -preguntó el teniente Spät.

– Es una hora en la que nadie espera ser atacado. El terreno está demasiado húmedo. Hay niebla en la montaña. La menor brisa hará que se levante. Dos horas más tarde, vuelve y se aferra; por lo tanto, entonces será posible ocultarse en ella. Toda la pandilla de enfrente está roncando y también nuestros héroes de al lado. Cuando nos vean, se quedarán patitiesos. Pero lo aconsejo, mi teniente, que, en cuanto haya lanzado sus granadas y tome el camino que voy a indicarle, corra como si se le quemara el trasero. Será mejor que venga conmigo, así lo verá. Si se desvía usted hacia el lazo de Hermanito, entonces, mala suerte. Estos días tiene ganas de estrangular.

El ruso asintió con la cabeza.

– Julius Heide tiene una lente infrarroja y es un asesino -prosiguió Porta-. Yo me cuidaré de Hermanito, pero no garantizo nada por lo que respecta a Heide. Es un puerco. A los nuevos no les conozco. Bueno, venga, mi teniente, le enseñaré el camino. Pero sea prudente: sus camaradas rojos han puesto centinelas por todas partes.

Atravesaron las trincheras a gatas, y llegaron a la tierra de nadie. Ni un solo ruido. Ambos desaparecieron en la oscuridad. Transcurrió un cuarto de hora antes de que regresaran.

– ¿De acuerdo? -preguntó Porta.

El teniente Chisen afirmó con la cabeza. Comprobaron sus relojes. Eran las 20,05.

– Salud -dijo Porta.

Y desapareció en su agujero.

Se le oyó decir a Hermanito:

– La guerra es condenadamente peligrosa, Hermanito. Tendrías que hacer testamento, como los ricos.

El resto de sus palabras quedó ahogado en un murmullo incomprensible.

Hermanito río, despreocupado. El legionario rezongó. Una bala perdida silbó sobre sus cabezas. Luego, el silencio se aposentó en el sector.

Poco después de medianoche, los dos oficiales salieron para inspeccionar la posición.

– ¡Este silencio siniestro…! -murmuró el teniente Spät.

Y levantó la mirada hacia el cielo, donde flotaban unos densos nubarrones.

Un ruido les hizo detenerse. Sólo era un débil rumor, un leve movimiento en las hojas. Pero para los dos oficiales aquello era un alboroto enorme, como una calavera riéndose detrás de ellos. Permanecieron quietos un momento, con las metralletas a punto. Luego, el teniente Ohlsen rió entre dientes.

– Es una zorra que sale de caza. También la naturaleza hace la guerra.

Siguieron ascendiendo la colina. Andaban sin hacer ruido. Donde era posible, utilizaban los arbustos y los matorrales como protección. Aprovechaban cada sombra.

Algo más lejos, se detuvieron para escuchar. Un ruido indefinible había llegado hasta sus oídos. La sangre acudió a sus rostros. Alguien roncaba ante ellos, y con fuerza.

– ¡Vaya! -cuchicheó el teniente Spät.

Avanzaron hacia aquel ruido inaudito. La verde hierba formaba una blanda alfombra bajo sus pies y sofocaba cualquier ruido.

Se detuvieron en el borde del agujero. Era un agujero profundo y bien hecho. En lo más hondo, un suboficial yacía de lado y roncaba con un estrépito capaz de despertar a un muerto. Su metralleta estaba abandonada a su lado.

El teniente Spät se inclinó silenciosamente para coger el arma. Después, apoyó la punta del cañón en el pecho del suboficial dormido. Acto seguido, le despertó pegándole un golpe en la cabeza. El suboficial saltó en el aire, pero se sintió rechizado brutalmente. Murmuró cosas incomprensibles, abrió mucho los ojos, y preguntó, trastornado:

– ¿Qué sucede?

– ¡Cretino! -gruñó el teniente Ohlsen-. ¿Qué habría ocurrido si le hubiesen despertado los rusos? Ya estaría muerto, ¿no?



– He distribuido las horas de guardia -dijo el suboficial, intentando defenderse.

– Claro -replicó burlonamente el teniente Ohlsen-, y sus centinelas duermen porque saben que el jefe duerme. Si Iván hubiese atacado, le habrían rebanado la garganta antes de poderse despertar. Merecería que le matara aquí mismo, por negligencia.

Los dos oficiales prosiguieron su camino. Varios proyectiles perdidos silbaron amenazadoramente. Se oyó una risotada.

– Hermanito -comentaron.

Después, esperaron la réplica de Porta, que, desde luego, no se hizo esperar. Entre el verdor distinguieron el sombrero de copa amarillo, semejante a una chimenea colocada allí por un simple espíritu.

– Mamma mía, Cameron -le oyeron exclamar.

– Me gustaría saber cómo consigue ver los dados en la oscuridad -dijo el teniente Spät, sorprendido.

– Con la menor ascua de cigarrillo tienen bastante -repuso el teniente Ohlsen.

Ambos oficiales regresaron a su puesto de mando. En aquel momento, sonó, el teléfono de campaña.

– «Emil 27» -anunció el suboficial Heide en voz baja. Escuchó un momento, y pasó el auricular al teniente Ohlsen-. Es el comandante del Batallón.

El teniente hizo una mueca y se presentó según prescribían las ordenanzas.

– Aquí, el jefe de «Emil».

En cuatro ocasiones contestó secamente: «Bien, mi comandante.» Después, colgó y se volvió hacia el Viejo:

– Orden a los jefes de pelotón: la Compañía se presentará por pelotones a pasar revista en las cercanías del Listado Mayor. El primer pelotón, a las diez; el segundo, a las once, y así sucesivamente.

– Ese comandante es de miedo -murmuró el teniente Spät.

– Y, además, feroz -añadió el teniente Ohlsen-. Mañana quiere ver ahorcados a los seis rusos.

Los oficiales se envolvieron en sus mantas para descansar un poco.

Llegó Porta.

– Me han dicho que el comandante ha ordenado una revista. Así, pues, me permito anunciar que Hermanito y yo estamos preparados. He lavado mi sombrero y mis pies, y me he puesto cintas rojas en los pelos del trasero

– Lárguese de aquí -gruñó el teniente Ohlsen.

– Bien, mi teniente. Ya me voy.

Se quitó el sombrero amarillo, lo frotó enérgicamente con una manga, lo sopló y volvió a frotarlo.

– ¡Maldita sea! ¡Qué magnífica tapadera! Estoy seguro de que mi comandante de Breslau quedará encantado cuando vea las cintas rojas en el trasero de Hermanito y en el mío. Si el jefe pide explicaciones le diremos que es el uniforme de gala.

– Hará ejecutar a toda la Compañía, eso es todo, camarada -observó el pequeño legionario.

– Porta, por última vez, no quiero ver este sombrero en las proximidades del Estado Mayor -amenazó el teniente Ohlsen.

– Pero si es lo más hermoso que hay, mi teniente.

Y Porta volvió a soplar sobre la prenda, a fin de eliminar una mota de polvo imaginaria.

– También podría ponerme el traje que le gané al barón en Rumania, ya sabe [16].

– El cretino del comandante no daría crédito a sus ojos -dijo Heide.

– Bueno, pero ahora Joseph Porta, Stabsgefreiter por la gracia de Dios, se siente impaciente. Vamos a visitar a nuestro hermano Iván. No os durmáis; de lo contrario, os chamuscaremos la piel.

Nadie sentía deseos de dormir. Distinguimos, vagamente, a Porta, Hermanito y el legionario que salían arrastrándose de sus agujeros. Desaparecieron en la primera alambrada, tragados por la oscuridad.