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—¡Eso está mejor! —dijo Smaug—. ¡Pero no dejes que tu imaginación se desboque junto contigo!

Ésta es, por supuesto, la manera de dialogar con los dragones, si no queréis revelarles vuestro nombre verdadero (lo que es juicioso), y si tampoco queréis enfurecerlos con una negativa categórica (lo que es también muy juicioso). Ningún dragón se resiste a una fascinante charla de acertijos, y a perder el tiempo intentando comprenderla. Había muchas cosas aquí que Smaug no comprendía del todo (aunque espero que sí vosotros, ya que conocéis bien las aventuras de que hablaba Bilbo); sin embargo, pensó que comprendía bastante y ahogó una risa en su malévolo interior.

«Así pensé anoche», se dijo sonriendo. «Hombres del Lago, algún plan asqueroso de esos miserables comerciantes de cubas, los Hombres del Lago, o yo soy una lagartija. No he bajado por ese camino durante siglos y siglos; ¡pero pronto remediaré ese error!»

—¡Muy bien, oh Jinete del Barril! —dijo en voz alta—. Tal vez tu poney se llamaba Barril, y tal vez no, aunque era bastante grueso. Puedes caminar sin que te vean, mas no caminaste todo el camino. Permíteme decirte que anoche me comí seis poneys, y que pronto atraparé y me comeré a todos los demás. A cambio de esa excelente comida, te daré un pequeño consejo, sólo por tu bien: ¡No hagas más tratos con enanos mientras puedas evitarlo!

—¡Enanos! —dijo Bilbo fingiendo sorpresa.

—¡No me hables! —dijo Smaug—. Conozco el olor (y el sabor) de los enanos mejor que nadie. ¡No me digas que me puedo comer un poney cabalgado por un enano y no darme cuenta! Irás de mal en peor con semejantes amigos, Ladrón Jinete del Barril. No me importa si vuelves y se lo dices a todos ellos de mi parte.

Pero no le dijo a Bilbo que había un olor desconcertante que no alcanzaba a reconocer, el olor de hobbit.

—Supongo que conseguiste un buen precio por aquella copa anoche, ¿no? —continuó—. Vamos, ¿lo conseguiste? No. ¡Nada de nada! Bien, así son ellos. Y supongo que se quedaron fuera escondidos, y que tu tarea es hacer los trabajos peligrosos y llevarte lo que puedas mientras yo no miro... y todo para ellos. ¿Y tendrás una parte equitativa? ¡No lo creas! Considérate afortunado si sales con vida.

Bilbo empezaba ahora a sentirse realmente incómodo. Cada vez que el ojo errante de Smaug, que lo buscaba en las sombras, relampagueaba atravesándolo, se estremecía de pies a cabeza, y sentía el inexplicable deseo de echar a correr y mostrarse tal cual era, y decir toda la verdad a Smaug. En realidad corría el grave peligro de caer bajo el hechizo del dragón. Pero juntó coraje, y habló otra vez.

—No lo sabes todo, oh Smaug el Poderoso —le dijo—. No sólo el oro nos trajo aquí.

—¡Ja, ja! Admites el «nos» —rió Smaug—. ¿Por qué no dices «nos los catorce» y asunto concluido, señor Número de la Suerte? Me complace oír que tenías otros asuntos aquí, además de mi oro. En ese caso, quizá no pierdas del todo el tiempo.

»No sé si pensaste que aunque pudieses robar el oro poco a poco, en unos cien años o algo así, no podrías llevarlo muy lejos. Y que no te sería de mucha utilidad en la ladera de la montaña. Ni de mucha utilidad en el bosque. ¡Bendita sea! ¿Nunca has pensado en el botín? Una catorceava parte, o algo parecido, fueron los términos, ¿eh? Pero ¿qué hay acerca de la entrega? ¿Qué acerca del acarreo? ¿Qué acerca de guardias armados y peajes? —Y Smaug rió con fuerza. Tenía un corazón astuto y malvado, y sabía que estas conjeturas no estaban mal encaminadas, aunque sospechaba que los Hombres del Lago estaban detrás de todos los planes, y que la mayor parte del botín iría a parar a la ciudad junto a la ribera, la tierra que cuando él era joven se había llamado Esgaroth.





Apenas me creeréis, pero el pobre Bilbo estaba de veras muy desconcertado. Hasta entonces todos sus pensamientos y energías se habían concentrado en alcanzar la Montaña y encontrar la puerta. Nunca se había molestado en preguntarse cómo trasladarían el tesoro, y menos cómo llevaría la parte que pudiera corresponderle por todo el camino de vuelta a Bolsón Cerrado, bajo la Colina.

Una fea sospecha se le apareció ahora en la mente: ¿habían olvidado los enanos también este punto importante, o habían estado riéndose de él con disimulo todo el tiempo? La charla de un dragón causa este efecto en la gente de poca experiencia. Bilbo, desde luego, no tenía que haber bajado la guardia; pero la personalidad de Smaug era en verdad irresistible.

—Puedo asegurarte —le dijo, tratando de mantenerse firme y leal a sus amigos— que el oro fue sólo una ocurrencia tardía. Vinimos sobre la colina y bajo la colina, en la ola y en el viento, por venganza. Seguro que entiendes, oh Smaug el acaudalado invalorable, que con tu éxito te has ganado encarnizados enemigos.

Entonces sí que Smaug rió de veras: un devastador sonido que arrojó a Bilbo al suelo, mientras allá arriba en el túnel los enanos se acurrucaron agrupándose y se imaginaron que el hobbit había tenido un súbito y desagradable fin.

—¡Venganza! —bufó, y la luz de sus ojos iluminó el salón desde el suelo hasta el techo como un relámpago escarlata—. ¡Venganza! El Rey bajo la Montaña ha muerto, ¿y dónde están los descendientes que se atrevan a buscar venganza? Girion, Señor de Valle, ha muerto, y yo me he comido a su gente como un lobo entre ovejas, ¿y dónde están los hijos de sus hijos que se atrevan a acercarse? Yo mato donde quiero y nadie se atreve a resistir. Yo acabé con los guerreros de antaño y hoy no hay nadie en el mundo como yo. Entonces era joven y tierno. ¡Ahora soy viejo y fuerte, fuerte, fuerte, Ladrón de las Sombras! —gritó, relamiéndose—. ¡Mi armadura es como diez escudos, mis dientes son espadas, mis garras lanzas, mi cola un rayo, mis alas un huracán, y mi aliento muerte!

—Siempre entendí —dijo Bilbo en un asustado chillido— que los dragones son más blandos por debajo, especialmente en esa región del... pecho; pero sin duda alguien tan fortificado ya lo habrá tenido en cuenta.

El dragón interrumpió bruscamente estas jactancias. —Tu información es anticuada —espetó—. Estoy acorazado por arriba y por abajo con escamas de hierro y gemas duras. Ninguna hoja puede penetrarme.

—Tendría que haberlo adivinado —dijo Bilbo—. En verdad no conozco a nadie que pueda compararse con el Impenetrable Señor Smaug. ¡Qué magnificencia, un chaleco de diamantes!

—Sí, es realmente raro y maravilloso —dijo Smaug, complacido sin ninguna razón. No sabía que el hobbit había llegado a verle brevemente la peculiar cobertura del pecho, en la visita anterior, y esperaba impaciente la oportunidad de mirar de más cerca, por razones particulares. El dragón se revolcó—. ¡Mira! —dijo—. ¿Qué te parece?

—¡Deslumbrante y maravilloso! ¡Perfecto! ¡Impecable! ¡Asombroso! —exclamó Bilbo en voz alta, pero lo que pensaba en su interior era: «¡Viejo tonto! ¡Ahí, en el hueco del pecho izquierdo hay una parte tan desnuda como un caracol fuera de casa!».

Habiendo visto lo que quería ver, la única idea del señor Bolsón era marcharse. —Bien, no he de detener a Vuestra Magnificencia por más tiempo —dijo—, ni robarle un muy necesitado reposo. Capturar poneys da algún trabajo, creo, si parten con ventaja. Lo mismo ocurre con los saqueadores —añadió como observación de despedida mientras se precipitaba hacia atrás y huía subiendo por el túnel.

Fue un desafortunado comentario, pues el dragón escupió unas llamas terribles detrás de Bilbo, y aunque él corría pendiente arriba, no se había alejado tanto como para sentirse a salvo antes de que Smaug lanzara el cráneo horroroso contra la entrada del túnel. Por fortuna no pudo meter toda la cabeza y las mandíbulas, pero las narices echaron fuego y vapor detrás del hobbit, que casi fue vencido, y avanzó a ciegas tropezando, y con gran dolor y miedo. Se había sentido bastante complacido consigo mismo luego de la astuta conversación con Smaug, pero el error del final le había devuelto bruscamente la sensatez.