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CAPÍTULO XI

En el umbral

DURANTE DOS DÍAS ENTEROS remaron aguas arriba, y se metieron en el Río Rápido, y todos pudieron ver entonces la Montaña Solitaria, que se alzaba imponente y amenazadora ante ellos. La corriente era turbulenta e iban despacio. Al término del día tercero, unas millas río arriba, se acercaron a la orilla oeste o izquierda y desembarcaron. Aquí se les unieron los caballos con otras provisiones y útiles, y los poneys y el resto fue almacenado en una tienda, pero ninguno de los hombres de la ciudad se quedaría con ellos tan cerca de la sombra de la Montaña, ni siquiera por esa noche.

—No al menos hasta que las canciones sean ciertas —dijeron. Era más fácil creer en el dragón y menos fácil creer en Thorin en marcha por esas tierras salvajes. En verdad los almacenes no necesitaban guardias, pues aquellas tierras eran desoladas y desiertas. Así, aunque ya caía la noche, la escolta los abandonó, escapando rápidamente río abajo y por los caminos de la orilla.

Pasaron una noche fría y solitaria, y se sintieron desanimados. Al día siguiente partieron de nuevo. Balin y Bilbo cabalgaban detrás, cada uno llevando un poney con una carga pesada; los otros iban delante, marchando lentamente pues no había ninguna senda. Fueron hacia el noroeste, desviándose del Río Rápido y acercándose más y más a la gran estribación de la Montaña que avanzaba sobre ellos desde el sur.

Fue una jornada agotadora, silenciosa y furtiva. No hubo risas, ni canciones, ni sonidos de arpa, y el orgullo y las esperanzas que habían reavivado los corazones mientras entonaban los viejos cantos junto al lago murieron pronto en un fatigado abatimiento. Sabían que estaban aproximándose al final del viaje, y que podía ser un final muy espantoso. La tierra alrededor era pelada y árida, aunque en otra época, decía Thorin, había sido hermosa y verde. Había poca hierba, y al cabo de un rato desaparecieron los árboles y los arbustos, y de los que habían muerto mucho tiempo atrás sólo quedaban unos tocones rotos y e

A pesar de todo, alcanzaron la falda de la Montaña sin tropezar con ningún peligro ni con otro rastro del Dragón que aquel desierto alrededor de la guarida. La Montaña se alzaba oscura y silenciosa ante ellos, y siempre más alta. Acamparon por primera vez en el lado oeste de la gran estribación sur, que terminaba en la llamada Colina del Cuervo. La colina había sido un antiguo puesto de observación; pero todavía no se atrevieron a escalarla; estaba demasiado expuesta.

Antes de partir hacia las estribaciones del oeste en busca de la puerta oculta, en la que habían puesto todas sus esperanzas, Thorin envió una partida de exploración para reconocer las tierras del sur, donde estaba la Puerta Principal. Para este propósito escogió a Balin, Fili y Kili, y con ellos fue Bilbo. Marcharon bajo los riscos grises y silenciosos hacia el pie de la Colina del Cuervo. El río, luego de un amplio recodo sobre Valle, se apartaba de la Montaña e iba hacia el Lago, fluyendo rápida y ruidosamente. Las orillas eran allí desnudas y rocosas, altas y escarpadas sobre la corriente; y mirando con atención por encima del estrecho curso de agua, que saltaba espumosa entre los peñascos, alcanzaron a ver en el amplio valle, ensombrecidas por los brazos de la Montaña, las ruinas grises de casas, torreones y muros antiguos.





—Ahí yace todo lo que queda de Valle —dijo Balin—. Las laderas de la montaña estaban verdes de bosques y los terrenos resguardados eran ricos y agradables en el tiempo en que las campanas repicaban en la ciudad. —Parecía triste y furioso a la vez cuando lo dijo; él mismo había sido compañero de Thorin el día que llegó el Dragón.

No se atrevieron a seguir el río mucho más lejos hacia la Puerta; pero dejaron atrás el extremo de la estribación sur, y ocultándose detrás de una roca buscaron y vieron la sombría abertura cavernosa en la pared de un risco elevado, entre los brazos de la Montaña. Las aguas del Río Rápido se precipitaban fuera, junto con un vapor y un humo negro. Nada se movía en el yermo aparte del vapor y el agua, y de cuando en cuando un grajo negro y ominoso. El único sonido era el del agua entre las rocas, y a veces el áspero graznido de un pájaro. Balin se estremeció.

—¡Volvamos! —dijo—. ¡Aquí no hacemos nada bueno! Y no me gustan esos pájaros negros, parecen espías del mal.

—El dragón vive todavía, y está ahora en los salones bajo la Montaña, o eso supongo por el humo —dijo el hobbit.

—No es una prueba —dijo Balin—, aunque no dudo que estés en lo cierto. Pero pudo haber salido por un rato, o encontrarse de guardia en la ladera de la montaña, y aun así no me sorprendería que humos y vapores salieran por las puertas; ese vaho fétido llena sin duda todas las salas interiores.

Con estos pensamientos tenebrosos, seguidos siempre por grajos que graznaban encima de ellos, volvieron fatigados al campamento. En el mes de junio habían sido huéspedes de la hermosa casa de Elrond, y aunque el otoño ya caminaba hacia el invierno, parecía que habían pasado años desde aquellos días agradables. Estaban solos en el yermo peligroso, sin esperanza de más ayuda. Habían llegado al término del viaje, pero se encontraban más lejos que nunca, o así parecía, del final de la misión. A ninguno de ellos le quedaba mucho ánimo.

Quizás os sorprenda, pero el señor Bolsón parecía más animado que los otros. Muy a menudo le pedía a Thorin el mapa y lo miraba con atención, meditando sobre las runas y el mensaje de letras lunares que Elrond había leído. Fue Bilbo quien incitó a los enanos a que buscaran la puerta secreta de la vertiente oeste. Trasladaron entonces el campamento a un valle largo, más estrecho que el valle del sur donde se levantaban las Puertas del Río, y protegido por las estribaciones más bajas de la Montaña. Dos de las estribaciones se adelantaban aquí desde el macizo principal hacia el oeste, en largas crestas de faldas abruptas, que sin interrupción caían hacia el llano. En este lado se veían menos señales de los merodeantes pies del dragón, y había alguna hierba para los poneys. Desde el campamento oeste, siempre ensombrecido por el risco y el muro, hasta que el sol empezaba a hundirse en el bosque, salieron día tras día a buscar unos senderos que subiesen por la ladera de la montaña. Si el mapa decía la verdad, en alguna parte de la cima del risco, en la cabeza del valle, tenía que estar la puerta secreta. Día tras día volvían sin éxito al campamento.

Pero por fin, de modo inesperado, encontraron lo que buscaban. Fili, Kili y el hobbit volvieron un día valle abajo y gatearon entre las rocas caídas del extremo sur. Cerca del mediodía, arrastrándose detrás de una piedra solitaria que se alzaba como un pilar, Bilbo descubrió unos toscos escalones. Él y los enanos treparon excitados, y encontraron el rastro de una senda estrecha, a veces oculta, a veces visible, que llevaba a la cresta sur, y luego hasta una saliente todavía más estrecha, que bordeaba hacia el norte la cara de la Montaña. Mirando hacia abajo, vieron que estaban en la punta del risco a la entrada del valle, y contemplaron su propio campamento allá abajo. En silencio, pegándose a la pared rocosa de la derecha, fueron en fila por el repecho hasta que la pared se abrió, y entraron entonces en una pequeña nave de paredes abruptas y suelo cubierto de hierbas, tranquila y callada. La entrada no podía ser vista desde abajo pues el risco sobresalía, ni desde lejos, pues era tan pequeña que parecía sólo una grieta oscura. No era una cueva y se abría hacia el cielo; pero en el extremo más interior se elevaba una pared desnuda, y la parte inferior, cerca del suelo, era tan lisa y vertical como obra de albañil, pero no se veían ensambladuras ni rendijas. Ni rastros había allí de postes, dinteles o umbrales, ni seña alguna de tranca, pestillo o cerradura; y sin embargo no dudaron de que al fin habían encontrado la puerta.