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—Es mejor que esperéis aquí —dijo el mago a los enanos—, y cuando grite o silbe, seguidme, pues ya veréis el camino que tomo, pero venid sólo en parejas, tenedlo en cuenta, unos cinco minutos entre cada pareja. Bombur es más grueso y valdrá por dos, mejor que venga solo y último. ¡Vamos, señor Bolsón! Hay una cancela por aquí cerca en alguna parte. —Y con eso se fue caminando a lo largo del seto, llevando consigo al hobbit aterrorizado.

Pronto llegaron a una cancela de madera, alta y ancha, y desde allí, a lo lejos, podían ver jardines y un grupo de edificios de madera, algunos con techo de paja y paredes de leños informes: graneros, establos y una casa grande y de techo bajo, todo de madera. Dentro, al fondo del gran seto, había hileras e hileras de colmenas con cubiertas acampanadas de paja. El ruido de las abejas gigantes que volaban de un lado a otro y pululaban dentro y fuera colmaba el aire.

El mago y el hobbit empujaron la cancela pesada y crujiente, y descendieron por un sendero ancho hacia la casa. Algunos caballos muy lustrosos y bien almohazados trotaban pradera arriba y los observaban con expresión inteligente; después fueron al galope hacia los edificios.

—Han ido a comunicarle la llegada de forasteros —dijo Gandalf.

Pronto entraron en un patio, tres de cuyas paredes estaban formadas por la casa de madera y las dos largas alas. En medio había un grueso tronco de roble, con muchas ramas desmochadas al lado. Cerca, de pie, los esperaba un hombre enorme de barba espesa y pelinegro, con brazos y piernas desnudos, de músculos abultados. Vestía una túnica de lana que le caía hasta las rodillas, y se apoyaba en una gran hacha. Los caballos pegaban los morros al hombro del gigante.

—¡Uf! ¡Aquí están! —dijo a los caballos—. No parecen peligrosos. ¡Podéis iros! —Rió con una risa atronadora, bajó el hacha, y se adelantó—. ¿Quiénes sois y qué queréis? —preguntó malhumorado, de pie delante de ellos y encumbrándose por encima de Gandalf. En cuanto a Bilbo, bien podía haber trotado por entre las piernas del hombre sin necesitar agachar la cabeza para no rozar el borde de la túnica marrón.

—Soy Gandalf —dijo el mago.

—Nunca he oído hablar de él —gruñó el hombre—. Y ¿qué es este pequeñajo? —dijo, y se inclinó y miró al hobbit frunciendo las cejas negras y espesas.

—Éste es el señor Bolsón, un hobbit de buena familia y reputación impecable —dijo Gandalf. Bilbo hizo una reverencia. No tenía sombrero que quitarse y se sentía molesto pensando que le faltaban algunos botones—. Yo soy un mago —continuó Gandalf—. He oído hablar de ti, aunque tú no de mí; pero quizás algo sepas de mi buen primo Radagast, que vive cerca de la frontera meridional del Bosque Negro.

—Sí; no es un mal hombre, tal como andan hoy los magos, creo. Solía verlo con bastante frecuencia —dijo Beorn—. Bien, ahora sé quién eres, o quién dices que eres. ¿Qué deseas?

—Para serte sincero, hemos perdido el equipaje y casi el camino, y necesitamos ayuda, o al menos consejo. Diría que hemos pasado un rato bastante malo con los trasgos, allá en las montañas.

—¿Trasgos? —dijo el hombrón menos malhumorado—. Ajá, ¿así que habéis tenido problemas con ellos? ¿Para qué os acercasteis a esos trasgos?

—No pretendíamos hacerlo. Nos sorprendieron de noche en un paso por el que teníamos que cruzar. Estábamos saliendo de los territorios del Oeste, y llegando aquí... Es una larga historia.

—Entonces será mejor que entréis y me contéis algo de eso, si no os lleva todo el día —dijo el hombre, volviéndose hacia una puerta oscura que daba al patio y al interior de la casa.

Siguiéndolo, se encontraron en una sala espaciosa con una chimenea en el medio. Aunque era verano había troncos quemándose, y el humo se elevaba hasta las vigas e

Allí se sentaron en bancos de madera mientras Gandalf comenzaba la historia. Bilbo balanceaba las piernas colgantes y contemplaba las flores del jardín, preguntándose qué nombres tendrían; nunca había visto antes ni la mitad de ellas.

—Venía yo por las montañas con un amigo o dos... —dijo el mago.

—¿O dos? Sólo puedo ver uno, y en verdad bastante pequeño —dijo Beorn.

—Bien, para serte sincero, no quería molestarte con todos nosotros hasta averiguar si estabas ocupado. Haré una llamada, si me permites.

—¡Vamos, llama!

De modo que Gandalf dio un largo y penetrante silbido, y al momento aparecieron Thorin y Dori rodeando la casa por el sendero del jardín. Al llegar saludaron con una reverencia.





—¡Uno o tres querías decir, ya veo! —dijo Beorn—, pero éstos no son hobbits, ¡son enanos!

—¡Thorin Escudo de Roble, a vuestro servicio! ¡Dori, a vuestro servicio! —dijeron los dos enanos volviendo a hacer grandes reverencias.

—No necesito vuestro servicio, gracias —dijo Beorn—, pero espero que vosotros necesitéis el mío. No soy muy aficionado a los enanos; pero si es verdad que eres Thorin (hijo de Thrain, hijo de Thror, creo), y que tu compañero es respetable, y que sois enemigos de los trasgos y que no habéis venido a mis tierras con fines malvados... por cierto, ¿a qué habéis venido?

—Están en camino para visitar la tierra de sus padres, allá al Este, cruzando el Bosque Negro —explicó Gandalf—, y sólo por mero accidente nos encontramos aquí, en tus tierras. Atravesábamos el Desfiladero Alto que podría habernos llevado al camino del sur, cuando fuimos atacados por unos trasgos malvados... como estaba a punto de decirte.

—¡Sigue contando, entonces! —dijo Beorn, que nunca era muy cortés.

—Hubo una terrible tormenta; los gigantes de piedra estaban fuera lanzando rocas, y al final del desfiladero nos refugiamos en una cueva, el hobbit, yo y varios de nuestros compañeros...

—¿Llamas varios a dos?

—Bien, no. En realidad había más de dos.

—¿Dónde están? ¿Muertos, devorados, de vuelta en casa?

—Bien, no. Parece que no vinieron todos cuando silbé. Tímidos, supongo. ¿Ves?, me temo que seamos demasiados para hacerte perder el tiempo.

—Vamos, ¡silba otra vez! Parece que reuniré aquí a todo un grupo, y uno o dos no hacen mucha diferencia —refunfuñó Beorn.

Gandalf silbó de nuevo; pero Nori y Ori estaban allí antes de que hubiese dejado de llamar, porque, si lo recordáis, Gandalf les había dicho que viniesen por parejas de cinco en cinco minutos.

—Hola —dijo Beorn—. Habéis venido muy rápido. ¿Dónde estabais escondidos? Acercaos, muñecos de resorte.

—Nori, a vuestro servicio. Ori, a... —empezaron a decir los enanos, pero Beorn los interrumpió.

—¡Gracias! Cuando necesite vuestra ayuda, os la pediré. Sentaos, y sigamos con la historia o será hora de cenar antes de que acabe.

—Tan pronto como estuvimos dormidos —continuó Gandalf—, una grieta se abrió en el fondo de la caverna; unos trasgos saltaron y capturaron al hobbit, a los enanos y nuestra recua de poneys...

—¿Recua de poneys? ¿Qué erais... un circo ambulante? ¿O transportabais montones de mercancías? ¿O siempre llamáis recua a seis?

—¡Oh, no! En realidad había más de seis poneys, pues éramos más de seis... y bien ¡aquí hay dos más! —Justo en ese momento aparecieron Balin y Dwalin, y se inclinaron tanto que barrieron con las barbas el piso de piedra. El hombrón frunció el entrecejo al principio, pero los enanos se esforzaron en parecer terriblemente corteses, y siguieron moviendo la cabeza, inclinándose, haciendo reverencias y agitando los capuchones delante de las rodillas (al auténtico estilo enano) hasta que Beorn no pudo más y estalló en una risa sofocada: ¡parecían tan cómicos!